No iban juntas, las debían separar no menos de tres décadas, una vestía informal y la otra de tiros largos, pero ambas bailaban con igual entusiasmo, con ese movimiento corporal suave y acompasado, sin gestos bruscos, esa especie de indolencia animada muy propia del pop, el reino de la melodía que no empuja, mece. Primer detalle, obvio, La Casa Azul, todo y que sus detractores lo consideran un grupo juvenilmente banal, no alcanza solo a los más jóvenes. Y no solo debe ser porque en Chicle Cosmos, tercer tema en sonar, citan la afamada goma de mascar que con su sabor a regaliz endulzó tantos paladares, en los setenta aún juveniles. Era el arranque de un concierto al lado del mar, en una noche calurosa que Guille Milkyway, líder del grupo, presentó como abierta a la fantasía y la evasión.
El festival Jardins Terramar de Sitges era, como el resto de los ciclos veraniegos de conciertos, territorio de autorretratos. Todo el mundo atestiguaba allí su presencia mediante fotos con bronceada sonrisa que se iniciaban justo en la entrada. Allí, posando en sillas de mimbre tipo Emmanuelle, otro recuerdo de los setenta, las parejas se inmortalizaban bajo un rótulo que decía “La vida es un festival”, frase que en estos tiempos sonaba no se sabe si a ironía, sarcasmo o idea tenida por genial por algún creativo obnubilado por su brillantez. Música de fondo, arboleda, chill-out, un estanque donde un rótulo decía habitan sapos corredores, -el rótulo no indicaba que debían estar paralizados ante tanto glamur-, y eso que ahora se llama village, no otra cosa que una zona donde comer o beber algo en chiringuitos “de autor”. Nada como autoengañarse con las palabras. Más autoengaño, esta vez amable, Guille, fiel a su estética, parecía con su casco Daft Punk y su pantalón de chándal una especie de ciber-quillo llegado de un barrio marginal de pasado mañana. Un Torete digital que justo al comenzar el concierto, estuvo a punto de derribar el micro y su pie en una deliciosa muestra de mostrenca realidad.PUBLICIDAD
El concierto mostró el alma dual de La Casa Azul, grupo que en una primera lectura puede parecer que chapotea en un azucarado lodazal de amor romántico y que sin embargo no olvida, suavemente enmascarada por melodías bailables de pulso ágil, bombo a negras y caligrafía digital, la idea del amor como conflicto, fruta manoseada y funeral de la pasión. Esa doble cara la expuso Guille en Superguay, título definitivamente atolondrado que en realidad oculta la anulación que puede producir un exceso de admiración, dijo, o en otro tema como Podría ser peor, donde cantó con todo el público en pie celebrando una letra precisamente sobre el autoengaño: “va a costar / hacer ver que no hay dolor / que todo sigue igual / esconder los desperfectos y disimular / ¡qué bonita es la felicidad!”. Podría haber descrito pormenorizadamente una cesárea porque que la música todo lo hubiese hecho pasar, esa melodía pop redonda, sin perfiles agudos que, como en el caso de los inalcanzables Pet Shop Boys, tiene intención más allá de la fiesta y destino más allá del baile.
No cabe decir que el concierto fue un éxito, manifestado en un constante pataleo del público que en la platea hacía temblar el entarimado generando un leve cosquilleo que las sillas transmitían a las posaderas. Dado el estricto control sobre el uso de mascarilla y dada la imposibilidad de abandonar la localidad, el baile solo se desató al final, con la traca coronada por La revolución sexual, momento en el que todo el mundo coreó “va a suceder, el verano del amor”. Y entonces, una niña, no más de siete años, preguntó a su papá “¿qué es una revolución sexual?”. Glups.