El siglo XX fue testigo de tres grandes epidemias. La pandemia de gripe de 1918 y la pandemia de VIH de los años 80 y 90 son las que recibieron una mayor atención. Pero la tercera, la tuberculosis, fue la más mortal con diferencia y en muchos lugares del mundo la amenaza de esta enfermedad sigue vigente.
La tuberculosis nos enseña muchas lecciones sobre las estrategias que pueden contribuir a erradicar la pandemia actual, y lo que sucede cuando esas medidas ni siquiera llegan a impulsarse. Entre 1800 y 2000, la enfermedad mató a más de mil millones de personas. Aunque es causada por una bacteria en lugar de un virus, la enfermedad comparte algunas similitudes aterradoras con el coronavirus.
El patógeno que causa la tuberculosis se transmite por el aire, de persona a persona en los hogares y espacios públicos. Quienes son portadores de tuberculosis transmiten la bacteria a nuevos individuos cuando respiran. Solo la mitad de las personas con tuberculosis muestran síntomas, lo que facilita la propagación de esta enfermedad mortal. Y, como sucede con el coronavirus, los grupos de población más vulnerables, como las personas ancianas, con patología previas o que viven en la pobreza, son los más golpeados por esta dolencia.
Hace un siglo, la tuberculosis era una amenaza real y aterradora para las personas de todo el mundo. En 1906, una de cada nueve muertes en Estados Unidos fue causada por la tuberculosis –ajustado a nuestros niveles de población actuales, esto sería el equivalente a la muerte anual de 540.000 estadounidenses–. La enfermedad mató a tantas personas como el cáncer y la diabetes, causando un profundo daño en la actividad económica y social.
Sin embargo, en los años 70 del siglo pasado, las cifras de tuberculosis habían disminuido notablemente en Estados Unidos y en otros países desarrollados. ¿Cómo se logró? Estados Unidos impulsó con éxito una estrategia basada en métodos de diagnóstico, llamada “identificar, tratar y prevenir”. Las innovaciones clave no fueron los medicamentos, aunque los antibióticos ayudaron a erradicar la enfermedad –el primer tratamiento efectivo con antibióticos para la tuberculosis estuvo disponible en el decenio de 1940, cuando los casos ya habían disminuido a alrededor de una quinta parte de los niveles de 1906–. Lo que marcó una gran diferencia fue una estrategia centrada en la comunidad, en la que todos los miembros participaron de forma activa para detener la propagación de la enfermedad.
El primer paso fue liberar a los enfermos de las cargas sociales y financieras. Con esto se consiguió que los infectados se hicieran pruebas y pudieran ser tratados y ayudados sin que tuvieran que ir a trabajar y, con ello, contagiaran a más personas. De hecho, hasta el día de hoy, algunos de los únicos servicios de atención médica gratuitos disponibles para todos en Estados Unidos están relacionados con la tuberculosis.
Las autoridades sanitarias de Estados Unidos fueron de puerta en puerta buscando a los enfermos y localizando a las personas que habían tenido contacto con ellos. A los pacientes se les proporcionaban comida, medicamentos y un lugar donde vivir, y también ofrecían terapias preventivas para evitar que otros enfermaran. La atención gratuita de la tuberculosis solo fue posible gracias a una financiación estable y al apoyo de la comunidad, así como a la cooperación entre gobiernos, empresarios, sindicatos, grupos religiosos y comunidades. La financiación del gobierno y una estrategia comunitaria fueron los principales avances que hicieron posible la erradicación de la tuberculosis.
Consecuencias de la tuberculosis en los países pobres
Sin embargo, en muchos países pobres que luchaban contra el pernicioso legado del colonialismo, la preocupación por el elevado coste del tratamiento triunfó sobre las abrumadoras pruebas científicas. En lugar de identificar y tratar los casos de tuberculosis en toda la población, estos países trataron sólo a las personas más enfermas e infecciosas. Centrarse en los casos más extremos tenía sentido, pero no sirvió para detener la propagación de la enfermedad entre los portadores asintomáticos.
En los países más pobres, los resultados han sido devastadores: la tuberculosis es la enfermedad infecciosa que mata a más personas adultas en todo el mundo, y sigue matando a una media de 4.000 personas al día, la mayoría pertenecientes a países en vías de desarrollo.
Comparando las diferentes maneras de abordar la enfermedad podemos extraer muchas lecciones sobre la forma correcta e incorrecta de frenar la COVID-19. Una de las principales lecciones es que las epidemias no pueden ser vencidas sólo en los hospitales. La erradicación de una enfermedad como esta tiene que hacerse desde la comunidad. Para tratar la enfermedad será necesario que primero se identifiquen los casos con test, ya sea haciéndolos masivamente a toda la población o mediante muestreo.
Hay múltiples maneras de frenar la transmisión comunitaria de la enfermedad: desde el uso de mascarillas que impiden a las personas propagar partículas portadoras de gérmenes, hasta medidas de distanciamiento físico y de autoaislamiento. También deberíamos examinar el modo en el que las tecnologías existentes, como la iluminación ultravioleta germicida y las vacunas que ya tenemos a nuestra disposición, podrían ayudar a proteger contra la transmisión de la Covid-19.
Una lección clave es que no debemos esperar a la llegada de una aplicación mágica o de una vacuna para actuar contra el coronavirus. En el caso de la tuberculosis, no se descubrió un tratamiento efectivo hasta años después de que la enfermedad ya hubiera retrocedido en los países desarrollados. Con la Covid-19 podría ser distinto: si es como otros coronavirus, los que han sido infectados podrían desarrollar anticuerpos y ser inmunes. Sin embargo, la búsqueda de una solución mágica no debería restarle valor a todas aquellas medidas que ya sabemos que funcionan para frenar el avance de la enfermedad.
La lucha contra la tuberculosis nos ha enseñado que tratar una pandemia solo en una parte del mundo no es suficiente para erradicar una enfermedad. Se estima que en la actualidad dos tercios de los casos de tuberculosis que se registran en los países ricos tienen su origen en otros países donde nunca se abordó la enfermedad de forma integral. Para terminar con una pandemia es necesario el compromiso mundial.
Pero la clave de una estrategia comunitaria exitosa no es solo la búsqueda de casos o la cuarentena, aunque ambas cosas jueguen un papel importante. Es la confianza. ¿Por qué es tan importante? En el caso de la tuberculosis, como en el de la Covid-19, más de la mitad de los portadores son asintomáticos. Si las personas no dan un paso adelante y se hacen las pruebas y siguen un tratamiento, o si no dan su consentimiento y se hacen la prueba, o si no pueden y por este motivo no quieren aislarse, el proceso de tratar la enfermedad ni siquiera llega a iniciarse.
La gente debe poder confiar en que no soportará individualmente los catastróficos gastos sanitarios derivados de la lucha contra el virus. Esto significa proporcionar apoyo en materia de vivienda y empleo a todos los que necesiten aislarse, y asegurar que las personas enfermas o aisladas no renuncien a sus salarios para hacerlo. Si los riesgos económicos y sociales del coronavirus no se comparten entre la población, el próximo rebrote de la pandemia podría ser dramáticamente peor. Sólo a través de la confianza mutua encontraremos a los infectados por coronavirus, ayudaremos a los enfermos a recuperarse y detendremos su propagación.
Garantizar que los países de todo el mundo dispongan de los recursos necesarios para aplicar una estrategia de análisis, tratamiento y prevención del virus será mucho menos costoso que los efectos de otro brote en la economía mundial. Sabemos por la historia que esta es la única manera de detener el virus en su camino.
– Salmaan Keshavjee es el director del Centro para la Prestación de Servicios de Salud Mundial de la Facultad de Medicina de Harvard. Aaron Shakow es investigador asociado en salud global y medicina social en la Facultad de Medicina de Harvard. Tom Nicholson es investigador asociado en la Escuela de Políticas Públicas de la Universidad de Duke.
Traducido por Emma Reverter