Beatriz, como muchos venezolanos de pocos recursos, ha eliminado de forma gradual las comidas de su rutina diaria. Ahora come una vez al día, para la cena, que a menudo no consiste más que en un poco de arroz y frijoles.
“Parece mentira, pero no lo es”, opinó. “No se trata de vivir. Se trata de sobrevivir”.
Una encuesta que realizó un grupo de universidades nacionales reveló que en 2016, cerca del 80 por ciento de los venezolanos vivían en la pobreza.
En octubre, el costo de la canasta básica de alimentos para una familia de cuatro personas aumentó un 48 por ciento, según el Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores, una organización sin fines de lucro asociada con el sindicato de maestros. Los aumentos salariales han quedado muy rezagados ante el aumento de los bienes y servicios, lo que imposibilita que muchos consumidores puedan cubrir sus necesidades.
David, un peluquero de 42 años con tres hijos, comenzó a recortar sus gastos hace varios años. Primero, la familia dejó de tomar la vacación anual para visitar a sus parientes en Mérida, la ciudad natal de David. Después dejó de comprar ropa para sus hijos, algo que antes intentaba hacer cada dos semanas. La familia no ha ido al cine desde el año pasado; ese era un gusto que se daban regularmente.
Como otras personas que están cerca de la línea de pobreza, la familia de David es beneficiaria de los CLAP, el programa gubernamental con el que que se supone que reciben una caja mensual de comida subsidiada. Las entregas son cada vez menos frecuentes. Hace poco, una caja tenía dos kilos de frijoles negros, otros dos kilos de azúcar, un kilo de harina, cinco latas de atún y dos kilos de pasta.
“Para una familia de cinco, eso se acaba rápido”, afirmó, y agregó con tristeza: “No comemos mucho”.
David, como una gran cantidad de venezolanos, pasa mucho tiempo esperando en las filas para comprar los productos básicos cuando están disponibles. El otro día se despertó antes de las cinco de la mañana y estuvo formado casi dos horas y media para comprar un bote de aceite vegetal. Para cuando llegó al principio de la fila, se habían acabado las provisiones.
Por la forma en que narró la historia durante una mañana en la peluquería donde trabaja, no parecía molesto ni furioso: solo resignado. “Parece algo que saldría en una película en la que te acostumbras a ciertas cosas a las que no deberías estar acostumbrado”, mencionó.
“Hacer fila te deteriora la mente, te deteriora el pensamiento, la capacidad de crear”.
Algo que ha agravado el problema es que la cotización del bolívar contra el dólar ha ido en caída libre. El 1 de diciembre, el dólar de mercado negro rondaba los 103.024 bolívares, el doble de lo que costaba a principios de noviembre y unas 33 veces por encima de su valor a comienzos del año, según DolarToday.com, un sitio web muy consultado que monitorea el dólar paralelo.
La gráfica de dos años del tipo de cambio parece la trayectoria de un avión que despega.
Debido a controles sobre las divisas impuestos originalmente por el entonces presidente Hugo Chávez, los ciudadanos y las empresas privadas tienen dificultades para comprar dólares por medio de los canales oficiales que se utilizan para pagar las importaciones, lo cual genera el tipo de cambio paralelo —e ilegal—.
El elevado costo de los dólares, a su vez, ha provocado que las importaciones sean aún más caras, lo cual se refleja en precios más altos al menudeo. Los autobuses públicos, los camiones de basura y las ambulancias en mal estado permanecen fuera de servicio más tiempo —o para siempre— por falta de piezas de repuesto importadas.
No obstante, la caída del bolívar también implica que quienes ganan en dólares pueden vivir como reyes.
Una tarde reciente en La Esquina, uno de los restaurantes más caros de la capital, muchos de los platillos estaban en entre 100.000 y 200.000 bolívares, una fortuna en un país donde el salario mínimo mensual es de 177.507 bolívares. Pero esa cifra, con el tipo del cambio del viernes, equivale a unos 2,5 dólares del mercado negro.
La escasez de dinero en efectivo —y la enorme cantidad de billetes que se devalúan rápidamente y se requieren para comprar hasta los artículos más baratos— ha acelerado la banca digital en Venezuela. Las transacciones con tarjetas de crédito y débito o las transferencias bancarias por internet son cada vez más comunes, incluso en los mercados callejeros.
Sucede lo mismo con el trueque. Sandoval, el crítico literario, comentó que hace poco una secretaria de su universidad le ofreció cambiarle harina pan por jabón de tocador.
El efectivo sigue siendo demandado en muchos lugares, sobre todo para transporte como taxis. Aunque Sandoval señaló que con los años ha logrado establecer vínculos con una red de choferes de taxis quienes confían lo suficiente en él como para permitirle pagos por medio de transferencias bancarias, con eso asegura su transportación mientras corre de trabajo en trabajo y de cita en cita.
Tiene una vida atareada para lograr pagar las cuentas: además de sus dos trabajos en universidades y un cargo en una casa editorial, ha tomado una serie de trabajos independientes, entre ellos la edición de una novela y dar clases en talleres de escritura creativa.
Los venezolanos llaman este tipo de trabajo adicional “matar un tigre”. Y Sandoval está matando tigres a diestra y siniestra. Sin embargo, no hay descanso.
“Con esta situación, todo se ha vuelto mucho más difícil”, mencionó.