¿Qué ha quedado en Puerto Rico a casi dos meses del paso del huracán María? ¿Qué se siente habitar una isla cada día más averiada y vacía? ¿Qué más se va a llevar el mar? Algunas respuestas en el diario de una colonizada.
Sábado 23 de septiembre de 2017: La aparición
Lo único que quedó fue el inodoro. Como siempre, cuando todo acaba se revela el asco, la tripa. El horror. La imagen pertenece a las montañas del barrio La Sierra en Aibonito. No quedaban techos ni paredes en las casas, los caminos aún estaban obstruidos por árboles, el tendido eléctrico seguía caído y el olor a pollos muertos –producto de la devastación en los ranchos, que ahora eran esqueletos sin techos, de una parte sustancial de la industria avícola nacional– corroboraban lo evidente: este no es el país que creíamos tener. En la montaña, lo que se veía era una hilera de inodoros, sin nada más. Todo quedó expuesto.
El paso de María inició la noche del miércoles 20 de septiembre. Casi 24 horas de lluvias y vientos y furia. Atravesó la isla de Puerto Rico por el mismo centro, de norte a sur y apretando en la entraña. Un ultraje total.
En un país en el que abundan los cultos marianos oficiales y en el que se aparece la virgen constantemente en paredes, troncos de árboles y manchas de plátano o de café, el que un huracán lleve ese nombre explota todos los valores simbólicos imaginables. Ya lo dicen los creyentes: son caminos misteriosos.
Nadie recordó que este día 23 se conmemoraba el Grito de Lares, fracasado intento de independizar a Puerto Rico. Pero qué más da un fracaso histórico cuando días antes el país entero se desmoronó de golpe.
27 de septiembre de 2017: El shock y la maldita calma
Llegar a casa, después de días sin saber de nuestra gente. Encontrarlos y abrazarlos como se abraza al que llega de un largo viaje. Sentir que hemos sobrevivido a algo muy duro, porque es la verdad. Alegrarnos de ver, incluso, a quienes no queremos tanto. Llorar porque no es posible reconocer ningún paisaje familiar, porque ya no hay cuerpos físicos para tantas memorias. No saber de tanta gente y, a su vez, tener la certeza de que hay más de cien desaparecidos, de que mientras haces doce horas de fila para comprar gasolina, decenas de pacientes morirán porque los hospitales no tienen diésel y no llegará a tiempo el oxígeno ni podrán hacerse diálisis; van a morir (y murieron) sin siquiera la mísera dignidad de formar parte de una cifra. Saber que hay barrios incomunicados porque todo colapsó. Sentir el abandono del mundo. Temer más a la calma que al viento. Temer que vendan lo que queda del país a precio de pescado abombado, temer que a nadie le importe después que se vayan los periodistas internacionales, temer que, cuando dejen de contarnos, acabemos de existir. A todo esto temo.
Pero esa sensación de asedio y abandono es centenaria. Desde la invasión estadounidense en el 1898, quedó establecido que “la isla fue ocupada por la fuerza, y el pueblo no tiene ninguna voz en la determinación de su propio destino”, como señaló el general George Davis, uno de los primeros gobernadores militares de la isla. A finales de 2015, la Suprema Corte de Estados Unidos le recordaría a Puerto Rico, por medio de su decisión en el caso El pueblo v. Sánchez Valle, que nada ha cambiado. Quedó ratificado que el Estado Libre Asociado, o ELA, de Puerto Rico no tiene soberanía propia para fines de la cláusula constitucional federal contra la doble exposición o juicio por la misma causa en casos criminales. Es decir, que el ELA y Estados Unidos no son soberanos independientes; eso significa que los gobiernos no pueden procesar a alguien en dos distintos casos por el mismo delito. Muerta la ilusión de frágil soberanía. La colonia, sin más.
A esto debe añadirse la negativa del Congreso de Estados Unidos de permitir un proyecto local de bancarrota, impidiendo al país declararse en quiebra y dejándolo sujeto a la imposición de una Junta de Control Fiscal, bajo el incómodo marco de la llamada ley Promesa. A ello, sumemos la nueva ola de migración masiva provocada por la crisis fiscal.
En medio de ese largo asedio, de esa condición difusa de país —que lo es porque es nación, pero que no puede serlo porque no es estado—, María nos vino a ver.
CreditRamón Espinosa/Associated Press
30 de septiembre de 2017: Filas sin magia
Día diez. Ya somos expertos en la fila de la gasolina y la del hielo. Prefiero la segunda. Horas para comprar el prodigio helado que se derretirá en menos del tiempo que toma llegar a él. Conocer el hielo siempre será la gran cosa, símbolo del Caribe.
Vale la pena esperar por el hielo, del mismo modo en que vale la pena vivir: tienes la certeza que vas a morir, pero vale la pena helarse para derretirse. Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, lo sabía. Después de todo, siempre fue más realismo que magia.
Lo que pasa es que aquí hay diabéticos que van a morir por no poder mantener fría su insulina.
1 de octubre de 2017: Un nuevo calendario
María nos ha legado un calendario del shock: desde el 20 de septiembre comenzó un tiempo nuevo. Contamos los días sin saber de nuestros familiares, sin agua potable, sin electricidad, sin cobrar, las 5000 despedidas semanales de hermanos que se van y que probablemente no regresarán. Contamos los días desde que nada funciona, desde que nos machacan a diario con la campaña “Puerto Rico se levanta” pero en que lo único que nos levanta son los mosquitos y el calor, al igual que la ansiedad de no saber si volveremos a casa. No nos fuimos de casa, la casa se nos fue. Así, literalmente, para tantos sin techo y metafóricamente para el resto.
Es muy duro volver a casa cuando esa casa se muestra tal cual es.
3 de octubre de 2017: La visita
Al colonizado se le escupe y agradece el gesto. Vicios de construcción, le dicen. La visita del innombrable presidente estadounidense fue una oportunidad más para entender que los desastres son naturales, pero la respuesta a ellos es política. Lo que sucede es que al colonizado se le enseña a no politizar. Después de todo, ¿para qué hablar de poder si no se tiene ninguno?
CreditJonathan Ernst/Reuters