Así como la historia, analizar una biografía implica diseccionarla, fragmentarla, separarla en épocas, en etapas, en edades, como si fuera un gran tren formado por vagones: comprender cómo se conectan entre ellos y qué contiene cada uno, pero sin olvidar que juntantándolos se forma esa gran máquina forrada de lata que serpentea por las vías.
La vida de Friedrich Nietzsche fue uno de los trenes más inquietantes que surcaron Occidente. Su filosofía disruptiva puso bajo sospecha los pilares de la verdad, del bien y de lo bello que sostuvieron y aún sostienen nuestra cultura. Pero, ¿cómo pensar su biografía? ¿Con qué vagón —siguiendo la metáfora del tren— nos podemos quedar para analizar su potencia, su espíritu crítico, su rabia intelectual? El “primer Nietzsche”, si es que tal cosa existe, representa aquella etapa de suma vitalidad donde fue profesor de la Universidad de Basilea, entre 1869 y 1879. Tiempos donde su mente era pura efervescencia. Donde tejió relaciones con personalidades como Richard Wagner, y recibió los duros cañonazos conservadores de la filosofía alemana.
Este año, la editorial argentina Rara Avis publicó un libro titulado Contra la verdad. Ensayos tempranos que reúne tres ensayos de esa época — Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873), Sobre el pathos de la verdad (1872) y La relación de la filosofía schopenhaueriana con una cultura alemana (1872)— y que dan un buen pantallazo sobre los temas y las posiciones del “primer Nietzsche”, ese que luego, con el pasar de los años, se volvió uno de los grandes pensadores que dio nuestra humanidad.
“La genealogía de la moral nietzscheana narra una fábula hermosa”. La que habla es Virginia Cano, doctora en Filosofía, ensayista y encargada de escribir la introducción de Contra la verdad, un libro de 145 páginas en edición bilingüe española-alemán traducido por Matías Pizzi.
“Porque Nietzsche cuenta la historia de una guerra —continúa Cano en este intercambio vía mail con Infobae Cultura—, la de los esclavos y los oprimidos que se animan a disputar y arrebatarle a los aristócratas y los fuertes el poder de decir qué es lo bueno y qué es lo malo. Y lo hacen porque están resentidos ante la violencia y el desprecio recibidos. Desde este resentimiento, desde esa sensación de injusticia que se vuelve creativa, es como se libra y se gana la guerra contra ‘los pocos’, esos a los que Nietzsche llama ‘los fuertes’, ‘los artistócratas'”. Estamos hablando, entonces, de una filosofía que se torna práctica, que invita a la acción, que no se estanca en los escritorios de la teoría, sino que salta directamente a la disputa por el sentido.
La primera vez que Virginia Cano leyó a Nietzsche fue en el colegio. Mediados de los noventa, en el último año del secundario. Fue en la clase de filosofía, el libro La genealogía de la moral. “Como no podría ser de otro modo, mi memoria es difusa y traicionera; así que voy a animarme a decir que lo que más me impactó en ese entonces fue la operación de sospecha que hacía Nietzsche sobre los valores morales. Preguntarse por el origen y la historia humana, demasiada humana de nuestra moral es, para algunos de nosotros, muy liberador. Y lo es porque señala el carácter situado, y por tanto contingente, de las tablas del bien y del mal”, recuerda. “Para una piba del conurbano clasemediero que acabaría siendo una lesbiana masculina, no binaria, feminista”, asegura, terminaron siendo “un bálsamo, y un poco de dinamita también”. Así, Cano se convirtió en una “nietzscheana degenerada”.
El vagón previo a ese “primer Nietzsche” es un lugar triste. Cuando tenía cinco años murió su padre. Dos años después, su hermano, de apenas dos años de vida. De Röcken, el pequeño pueblo alemán —en ese entonces prusiano— donde nació, partió junto a su madre y su hermana a Naumburgo, donde vivió con su abuela materna y las hermanas solteras de su padre. Sin embargo esa tristeza constitutiva se fue supliendo con un dedicado aprendizaje. En 1854 empezó en el colegio Domgymnasium, pero al demostrar un talento especial para la música y el lenguaje fue aceptado en el prestigioso Schulpforta. Ahí estudo de 1858 hasta 1864, que se graduó, entonces empezó a estudiar Teología en la Universidad de Bonn, aunque sólo por un semestre, hasta que se definió por Filología Clásica.
Su profesor fue Friedrich Wilhelm Ritschl, lo admiraba profundamente, así que cuando éste se cambió a la Universidad de Leipzig, el joven Nietzsche lo siguió. Fue Ritschl quien lo recomendó como profesor para la Universidad de Basilea. En 1969 empieza a dar clases, pese a no haberse licenciado, aunque rápidamente la Universidad de Leipzig le concede el doctorado sin examen ni disertación. La calidad de sus investigaciones lo ameritaba.
Es en el año 1872 cuando publica su primer libro, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, luego de muchísimas investigaciones y textos en revistas académicas. Se trata de una especulación filosófica novedosa, estructurada dentro del método filológico. Intelectuales, profesores y colegas de ese círculo no lo vieron con buenos ojos, incluido Ritschl. Tuvo detractores, desde luego, pero también quienes quedaron maravillados. Este es el comienzo de un Nietzsche que decide volcarse más a la filosofía que a la filología. Sus ensayos siguientes, los van desde 1973 a 1976, se orientan hacia una crítica de la actualidad cultural alemana. Es la época en que conoce a Wagner (y a su esposa Cósima), entablan una sólida relación pero él pasa de la admiración al desencanto. La posición acentuadamente cristiana del compositor y ensayista, así también como su nacionalismo xenófobo, hicieron que Nietzsche terminara alejándose.
Un año antes de que comience la década del ochenta, la salud de Nietzsche se transforma en un verdadero tema a atender. La esporádica carencia visual —que por momentos rozaba la ceguera—, la fuertes migrañas y ataques estomacales lo obligaron a dejar el trabajo. Se fue de la Universidad de Basilea para empezar otra etapa, otro vagón, la del “filósofo libre”. Fue la época en que escribió sin parar, en que pensó y pensó e hizo de la reflexión una herramienta para cavar hacia las profundidades del pensamiento. Época en la que también la filosofía oficial lo excluyó y el público no le dio la atención que merecía. Época en la que tuvo que pelear con unos cuantos fantasmas. Pero esa es ya otra historia.
—Estos tres escritos que presentan en Rara Avis son textos tempranos que escribió antes de cumplir treinta años. ¿Representan la mirada de “un primer Nietzsche”, diferente al Nietzsche que lo prosiguió?
—Efectivamente lo que se conoce como “el primer Nietzsche”, y que engloba obras como El nacimiento de la tragedia o las Consideraciones Intempestivas, marca una etapa particular de su pensamiento en la que hay tópicos y posiciones que el autor abandona luego, y que se “encarnan” en su apego a Wagner y Schopenhauer. Nietzsche ironizará con dureza respecto de sus escritos tempranos, y dirá a propósito de ellos que él también fue un transmundano, un decadente. Hay en este período “un lastre metafísico” que sigue apostando a la construcción de una verdad o principio a resguardo, de cierto orden primero y final del mundo. Por eso, estos tres textos tempranos son muy interesantes. De algún modo, son “inactuales” respecto de la propia obra. En los tres textos reunidos en Contra la verdad, nos encontramos con los tartamudeos de lo que será la lengua del pensamiento maduro del filósofo. Aquí Nietzsche avanza sus radicales tesis en contra de la verdad entendida al modo de “la metafísica”, como una verdad única, inapelable, a-histórica, universal y supuestamente desinteresada. Son tres ensayos en los que se despliega una crítica corrosiva respecto de la “voluntad de verdad”, y de nuestra fe en el conocimiento del mundo y la moral. La cuestión ya no es la verdad o la falsedad, como tampoco lo es el conocimiento del bien y del mal, en todo caso, la cuestión está en saber qué tipo de vida sostiene, favorece o incluso selecciona. La pregunta de Nietzsche ya no es la pregunta por la verdad, sino más bien la pregunta por el valor de esa verdad, es decir, por su eficacia para organizar, sostener, o impedir distintos modos de vida. ¿Cuál es el valor y la eficacia de los discursos que dicen verdaderos, buenos, bien intencionados?
—Usted escribe en la introducción del libro que Nietzsche es un “pensador inactual que trabaja sobre y contra su propia época”. ¿Por qué?
—Porque es un pensador cuya intempestividad anida en la corrosión de los valores y las verdades de su propia época, es decir, en el diálogo polémico con su tiempo histórico y sus contemporáneos, con las verdades establecidas, y la tiranía de los valores de su presente. Esa inactualidad, este estar siempre trabajando sobre y contra la propia época, este espíritu combativo y a contrapelo de su propio tiempo, es una de las cosas por la que creo que tiene sentido seguir leyendo a Nietzsche. Hay algo muy interesante en estar incómodo en el propio tiempo, incluso molesto y enojado. Esta tensión es creativa y necesaria si deseamos pensar en términos de una transformación de nuestro mundo y de los modos de vida que son o no posibles en él.
—¿Cuál creés que es el gran aporte que le hace Nietzsche al pensamiento occidental?
—Creo que una de las cosas más interesantes de la filosofía nietzscheana es su discusión con cierto modo del pensamiento occidental, cierta manera de pensar el quehacer y la tarea filosófica. Para Nietzsche, el grueso de la tradición filosófica, aquella que ha hecho escuela y se ha vuelto canon de la disciplina, ha apostado siempre al juego de lo verdadero y de lo falso, y se ha desentendido de la cuestión vital que subyace a cualquier discusión filosófica, religiosa, moral, política, o epistemológica. Sustituir la pregunta por la verdad por la pregunta por la voluntad de poder (y de vida) que subyace a toda voluntad de verdad (y de saber) es definitivamente una lección que hemos aprendido en parte gracias a la filosofía del martillo nietzscheana. Es nuestra tarea ver cuáles son las actuales sombras de dios contra las que tenemos que luchar, y cuáles las perspectivas y discursos que pueden contribuir a dinamitar el actual, injusto y precarizador mundo en el que vivimos.
La muerte de Friedrich Nietzsche —allá por agosto de 1900— fue un cóctel. No está todo tan claro. Bueno, sí, fue una neumonía, pero la demencia que venía arrastrando hace unos años fue un letargo que colisionó de ese modo. Pero lo que desembocó en su muerte fue un cóctel. Su padre —que murió en una larga agonía—, se cree, tenía una enfermedad hereditaria que posiblemente lo haya afectado también a él. Por otro lado, en 1865, su época de estudiante, fue a un prostíbulo con sus amigos y se contagió sífilis. Tres años después, en el servicio militar sufrió un accidente a caballo que le dejó secuelas permanentes. Y en agosto de 1970, mes en el que estuvo en la guerra franco-prusiana como sanitario, contrajo difteria y disentería. Desde entonces su salud ya no fue la misma.
Hay una anécdota de 1889, puntualmente del 3 de enero, donde la cabeza de Nietzsche colapsa. Estaba en una de sus caminatas por la Plaza Carlo Alberto, en Turín, cuando ve que un cochero empieza a castigar a su caballo. Cuando lo ve, se enceguece y su corazón empieza a latir con fuerza —¿qué tan fuerte late el corazón de los filósofos?— hasta que lo empuja y lo tira al piso con violencia. Abraza al caballo, apoya su mejilla sobre el animal y le susurra que nadie va a lastimarlo jamás. Luego se desvanece.
A partir de entonces su demencia ya resulta irreversible. Su madre Franziska decide internarlo en una clínica en Jena, pero sólo por cinco meses: prefirió que esté con ella en su casa, en Naumburgo. Allí está hasta 1897, cuando Franziska muere. Sólo y perturbado, no le queda más remedio que quedar al cuidado de su hermana Elisabeth, con quien se llevaba muy mal. Poco a poco se fue apagando. Ya no hablaba y su rostro se había contraído a una expresión de enojo permanente. Hasta que, finalmente, un día se apagó. Él, su cuerpo, su carne, pero no sus ideas, que aún hoy, como dice Virginia Cano, “siguen teniendo un eco y una resonancia corrosiva”.