El pasado 27 de mayo volvió a abrir sus puertas, después de casi diez años de obras, el mercado dominical de libros de Sant Antoni de Barcelona, que el escritor Miqui Otero definió en su pregón inaugural como “uno de esos triángulos musicales que enarbola aquel músico despistado en una esquina de la sinfónica; no es el protagonista de la orquesta, pero sí lo es porque solo lo toca cuando se avecina el ritmo y llega el clímax”.
Ese triángulo encajonado entre los barrios de Poble Sec (donde se crió Joan Manuel Serrat), el Raval (el antiguo arrabal, hoy parcialmente gentrificado) y el Eixample (la cuadrícula que desde mediados del siglo XIX ordena el espacio urbano barcelonés y se ha convertido en modelo internacional) ha latido siempre de lunes a sábado con su mercado de alimentos y los domingos con el de libros. Pero a partir de ahora lo hará de un modo distinto, porque la reforma del tradicional mercado se ha reforzado con la de las manzanas en que se inscribe.
Si antes los coches pasaban por las calles que lo rodean y aparcaban en ellas, ahora ya no pueden hacerlo. En esos cinco mil metros cuadrados de espacio público los protagonistas son los peatones, los bancos donde sentarse, los niños en bicicleta, las terrazas de los bares y los jardines.
La de Sant Antoni es la tercera supermanzana de Barcelona. La pionera fue la del barrio de Gracia, de 2006. La segunda fue la del Poblenou, creada hace dos años. Ambas despertaron el habitual temor de los vecinos a los cambios, pero pronto fueron aceptadas como lo que son: adaptaciones lógicas de la ciudad a la conciencia ecológica y al sentido común del siglo XXI (como ha reconocido la reciente Mención en el Premio Europeo del Espacio Público Urbano 2018).
Por eso Winnie Hu se preguntaba en este mismo diario, a fines de 2016, qué puede aprender Nueva York de las supermanzanas de Barcelona. Cualquiera que pasee ahora por ellas puede comprobar que poner mesas de picnic, espacios verdes y parques infantiles donde antes había coches aparcados, asfalto vacío y vehículos en movimiento ha bajado exponencialmente tanto la contaminación del aire como la acústica, ha aumentado la seguridad de los peatones, ha multiplicado —en fin— la calidad de vida.
La reinterpretación radical del Plan Cerdà, en clave de conjuntos de manzanas convertidos en unidades jardín, que proyectó hace treinta años el ecólogo urbano Salvador Rueda, probablemente se convierta en un modelo de intervención urbana para otras metrópolis del mundo. Después de la cuadrícula del siglo XIX, Barcelona no volvió a inspirar transformaciones hasta los años noventa del siglo pasado, cuando las obras en el litoral a causa de los Juegos Olímpicos fueron la referencia de la marina de Sídney o de Puerto Madero en Buenos Aires.
Aunque, en el caso de las supermanzanas actuales, las zonas remodeladas no forman parte de la topografía turística, el reto no es solo que no promuevan la especulación y la subida de los precios de la vivienda, sino que sus ventajas para el ocio no sean vampirizadas por restaurantes, hoteles y otros agentes del turismo.
En un contexto difícil, en que la afluencia internacional se ha resentido por la amenaza terrorista y la inestabilidad política, la voluntad de que la ciudad sea recorrida sobre todo en bicicleta y en transporte público no debe eclipsar la de generar un equilibrio feliz entre locales y visitantes.
Barcelona será un laboratorio de la sostenibilidad del futuro si logra que todos los precios, tanto los de la salud como los de la convivencia, tanto los simbólicos como los de los bienes de consumo, sean justos.
Como dijo Platón, la ciudad justa es aquella que sabe equilibrar su inteligencia, su carácter y sus deseos. Hoy podríamos decir que las urbes que aspiran a ser justas deben equilibrar su diseño, su marca y su dimensión emocional.