Algunas pinturas son tan misteriosas como famosas. Mirarlas es como sumergirse en un mar profundo y oscuro: nunca se sabe qué perla inesperada se puede encontrar.
Fijémonos en ‘La Virgen de las Rocas’, de Leonardo da Vinci, de cuya muerte se cumplen este jueves 500 años.
En la pintura se ve al niño Jesús en una sombría cueva con Juan el Bautista de niño.
O, mejor, fijémonos en las dos versiones de la obra que el artista creó entre 1483 y 1508.
La primera, completada alrededor de 1486, está en el Louvre de París. La segunda, que Da Vinci comenzó en 1495 y terminó 13 años después, se encuentra en la Galería Nacional de Londres.
En ambas pinturas hay, a simple vista, un pequeño y desapercibido detalle que, una vez descubierto, transforma la escena en algo más complejo y controvertido que una estampa en la que la Virgen María y el arcángel Uriel vigilan con ternura al niño Jesús y a Juan el Bautista.
De hecho, con este detalle las obras se convierten en un alegato subversivo que desafía la concepción de la Iglesia de la creación del mundo.
El elemento al que me refiero no figura en ninguna teoría de la conspiración, y de hecho está a la vista de todos.
Aparece, ligeramente transformado en la segunda versión, justo encima de la mano derecha de María: se trata de una aparentemente inocua palma, cuyas hojas (especialmente nítidas en la primera versión) están dibujadas de tal manera que recuerdan mucho a una concha marina.
Para entender lo sorprendente y provocativo que es este complejo símbolo, debemos recordar primero el trasfondo de la visión de Leonardo. Aunque son muy diferentes en temperatura y tono, los dos cuadros comparten la misma composición.
Ambientadas en unas montañas frías y húmedas, estas obras no se basan en un pasaje de la Biblia, sino en una popular tradición apócrifa que imaginaba a Jesús y a Juan encontrándose de niños cuando huían de la Matanza de los Inocentes (la ejecución de todos los niños varones en Belén y sus alrededores que ordenó Herodes el Grande), décadas antes de que Juan bautizara a Jesús como adulto.
Agrupadas en forma de pirámide, las cuatro figuras de las obras, Jesús, Juan, María y Uriel, aparecen ante unas elevadas formaciones rocosas situadas junto a un estanque.
Es poco probable que estas obras fuesen lo que la confraternidad de la Inmaculada Concepción de Milán quería cuando comisionó a Da Vinci una obra para su retablo en 1483.
En lugar de elevar y entronizar a la madre y al niño entre un coro de ángeles, como era de esperar, Leonardo sacó de las profundidades de su imaginación una cueva sucia e incómoda.
Además, es confuso que Leonardo parezca haber olvidado incluir alusiones a la doctrina de la que la cofradía toma su nombre (que la Virgen María, como Cristo, fue concebida “inmaculadamente” y sin pecado).
Pocos historiadores del arte dudan de que la visión de Leonardo estaba influenciada por una excursión a la montaña en la que vagó “entre rocas sombrías”.
“Llegué a la boca de una gran caverna”, confirmaría el artista más tarde, “frente a la cual me quedé asombrado. Traté de ver si podía descubrir algo dentro, pero la oscuridad lo impedía. De repente surgieron en mí dos emociones contrarias, el miedo y el deseo: el miedo a la oscura y amenazadora cueva y el deseo de ver si había algo maravilloso en su interior”.
Ansioso por entrar, Leonardo vio recompensada su curiosidad con el descubrimiento en el interior de la cueva de una ballena fosilizada y una multitud de conchas marinas antiguas, cuyas interesantes marcas geométricas inmortalizó en las páginas de sus cuadernos.
En los años siguientes, Da Vinci no pudo dejar de dar vueltas a la desconcertante presencia de “ostras y corales y caracolas y conchas de mar” en “las altas cumbres de las montañas”, lejos del mar.
Al artista no le convencía la explicación que aceptaban los eruditos eclesiásticos de que esas conchas marinas estaban ahí debido a una gran inundación, como se describe en el Antiguo Testamento. Según él, las conchas marinas no acabaron ahí, sino que nacieron ahí.
Que hubiese conchas marinas en las montañas demostraba, según Da Vinci creía y escribió en su diario, que los picos alpinos habían sido el suelo de los océanos.
Y que, por lo tanto, la Tierra era mucho más antigua y estaba mucho más anárquicamente formada por cataclismos violentos y sismos (no por la suave mano de Dios) de lo que la Iglesia estaba dispuesta a admitir.
Fósiles y flora
Sabemos por un comentario en sus cuadernos que Da Vinci tenía en mente el enigma de las conchas marinas en las montañas justo antes de empezar a trabajar en su primera versión de “La Virgen de las Rocas”, lo que es crucial a la hora de interpretar el cuadro.
En referencia a una anécdota del año anterior, cuando diseñaba una estatua ecuestre que nunca terminó para el duque de Milán Ludovico el Moro, Da Vinci escribió: “Cuando estaba haciendo el gran caballo para Milán, unos campesinos trajeron un gran saco lleno [de conchas marinas] a mi taller; las encontraron en [las montañas de Parma y Piacenza] y entre ellas había muchas todavía frescas”.
Su fascinación por el desplazamiento de las conchas de mar podría explicar por qué creó el doble sentido de una palma en forma de concha marina, como la que hay a la izquierda de María, justo encima de la cabeza de Juan.
Leonardo solía inserir flora iconográficamente significativa en sus obras; la prímula que vemos debajo de la mano que Cristo levanta para bendecir a Juan, por ejemplo, habría sido reconocida por los contemporáneos como un emblema de la ausencia de pecado del salvador.
A simple vista, la palma también podría considerarse como nada más que un simple augurio de las hojas de palma que dieron la bienvenida a Cristo en Jerusalén el domingo antes de su crucifixión.
Pero las obras de Da Vinci nunca tienen un solo significado. No le pasó por alto la similitud entre las palmeras y las conchas marinas, un símbolo asociado no solo con María sino específicamente con la doctrina de su Inmaculada Concepción.
Una pintura del italiano Piero della Francesca, realizada una década antes de que Da Vinci comenzara a trabajar en “La Virgen de las Rocas”, ilustra la conocida conexión entre María y la concha marina.
En la obra, conocida por el nombre “Brera Madonna”, una cúpula con forma de concha de mar se cierne protectora en el ábside detrás de María.
De la cúpula pende un huevo de color perlado que completa la iconografía y sugiere que la fertilidad de María es tan milagrosa como la producción de las perlas, que en ese momento se creía que crecían de forma sobrenatural a partir de las gotas de rocío.
Y ahora se pueden estar preguntando: pero si realmente la palma es un signo que se fusiona con el simbolismo de las conchas marinas que contienen perlas, ¿dónde está la perla en ‘La Virgen de las Rocas’?
Pues bien, Da Vinci pintó 20. Justo en el centro de ambas pinturas, desapercibido durante medio milenio, hay un broche que evita que la capa de María le resbale por los hombros. En el cierre, rodeando la piedra central, hay un halo de 20 deslumbrantes perlas.
Si dudan que este conjunto de perlas esté conectado con la palmera/concha marina que tiene a un brazo de distancia, sigan la trayectoria del dobladillo de la capa de María, que lleva la mirada directamente desde la constelación de perlas hasta la palmera.
Cuando Leonardo revisó la materia para realizar la segunda versión del cuadro (tal vez debido a una disputa con la cofradía por la remuneración, lo que llevó al artista a vender la primera obra a otro comprador por más dinero), reemplazó todas las plantas del primer cuadro por otro tipo de follaje.
Con una excepción: la palmera.
Aunque simplificadas y más estilizadas, en la segunda pintura las hojas de la palmera se asemejan aún más a las marcas de la concha de mar.
¿Qué implica todo esto en la interpretación de las obras maestras de “La Virgen de las Rocas”? La afirmación de que Leonardo fue capaz de esculpir un símbolo complejo y ambiguo con significados enfrentados no es muy reveladora.
Pero fusionar una palma con una concha marina en una cueva en las montañas es muy arriesgado por sus implicaciones religiosas.
Al añadir en sus pinturas una alusión a la afirmación herética de que las conchas marinas encontradas en las montañas demuestran que las enseñanzas de la Iglesia sobre la creación de la Tierra eran erróneas y supersticiosas, Leonardo se colocó a sí mismo y a su trabajo en una posición vulnerable ante las acusaciones de herejía.
La determinación de Da Vinci por crear un símbolo tan subversivo (no una, sino dos veces) sugiere lo importante que era para él dar testimonio, aunque de forma sutil o codificada, a la bella y blasfema verdad de la naturaleza.
La concha marina o palma, agazapada en silencio en los márgenes sombríos de las pinturas, transforma sus obras maestras en reflexiones subversivas sobre la evolución geológica de la Tierra, el dilema en el que todos nos encontramos desamparados y desesperados por un milagro que nos salve el alma.