CIUDAD DE MÉXICO — Siempre he pensado que hacer recuentos de fin de año constituye una práctica sana e interesante. Lo único que hace falta es un lápiz, una libreta, media hora de reflexión y la honestidad necesaria para emprender el ejercicio. Y siempre existe la opción de prenderle fuego si nos asusta que alguien más nos lea.

Este año, el recuento anual viene acompañado de otra actividad tentadora, la evaluación de una década. Sea como sea, es legítimo preguntarse cuáles cosas han cambiado y cuáles se perfilan en el horizonte.

En lo que a mí respecta, con excepción de la primera, ninguna otra década me había transformado tanto como esta. Mi cuerpo atravesó en dos ocasiones cambios insospechados: aumento en volumen y en peso, mis glóbulos sanguíneos se duplicaron, mi frecuencia cardiaca se aceleró notablemente hasta que terminé por desdoblarme y alumbrar consecutivamente a dos individuos, que durante estos diez años han dependido de mí para sobrevivir y desarrollarse. Dejé de dormir, dejé de ser dueña de mi tiempo. Mis horarios se sometieron a las necesidades de otros, a sus exigencias. Primero la hora del alimento y la limpieza, después la escuela.

La maternidad nos arroja a otra dimensión. Quien lo ha vivido lo sabe. Aparecen nuevos terrores, nuevas alegrías, una nueva sensibilidad e inocencia. Se destruyen también muchas neuronas. Durante esta década, la escuela me ha dado la oportunidad de ver que ahora existe una mayor diversidad en las familias: monoparentales, homo, y poliamorosas. La moral se ha vuelto más tolerante, quizás incluso más comprensiva.

En la Navidad de 2010 recibí un regalo costoso que revolucionó por completo mi vida cotidiana. Un aparatito con forma de rectángulo y aspecto de teléfono, pero que en el fondo se asemejaba más a una computadora. Tenía despertador, libreta de apuntes, grabadora y otra serie de maravillas, pero sobre todo tenía acceso permanente a internet. Recuerdo que al recibirlo, yo, que hasta ese momento había tenido un celular de los más anticuados, me sorprendí tanto que lo dejé caer al suelo —quizás en un último acto inconsciente de rebeldía a la dominación absoluta que a partir de entonces habría de padecer—, provocando la ira de quien me lo había regalado, y dilatando un par de días más mi entrada en la era de la conectividad o de las relaciones líquidas, como la llamó el filósofo Zygmunt Bauman.

Dije adiós para siempre a las tarjetas AOL o a las cabinas con teléfonos pinchados para hablar al extranjero, adiós a los módems que chirriaban como tripas electrónicas, mientras le rezaba al Skype que mostrara en la PC la cara de mi amiga emigrada; adiós a los rudimentarios messengers de ICQ y de Hotmail. Ahora WhatsApp nos permitía conectarnos, ya fuera por chat, por audio o videoconferencia en todo momento, pagando poco y con un buen simulacro de intimidad, puesto que los teléfonos tenían contraseña y era posible borrar un mensaje después de recibirlo. “Pero solo se trata de un simulacro”, me advirtió un terapeuta de pareja, convencido de que la cantidad de divorcios se había duplicado por culpa de esa aplicación.

La escena de una mesa de cuatro comensales, cada uno absorto en su pantallita ignorando a quienes se encuentran físicamente a su lado, describe el estilo de vida de la década de 2010. Yo misma fui muchas veces uno de esos invitados que estaban en la fiesta, pero no conversaban con nadie por culpa de su teléfono. No solo nos hipnotizaba el chat, también los comentarios en Twitter, Instagram y otras redes sociales. La aprobación de los demás se convirtió en un tesoro cuantificable en likes y en followers. Se multiplicaron los líderes de opinión y sus ocurrencias adquirieron incluso más valor que las noticias. Surgió una nueva verdad: la representación. Lo que parece es, y eso es lo que importa, como lo muestran Facebook, la posverdad y los alternative facts.

La atención que le dedicamos a cada suceso, incluidas las peores catástrofes, tiene ahora fecha de caducidad. Dura el tiempo que tarda otra noticia en distraernos. No nos importaron las alertas de los neurólogos, los filósofos y los pedagogos que hablaban de la importancia de enfocar la mente, de leer al menos veinte páginas sin interrupciones, de la necesidad de estar aquí y ahora. Por lo menos a mí me costó casi una década percatarme del daño que me ocasionaba vivir constantemente conectada a internet y de lo urgente que era rescatar a mis hijos de la adicción a las pantallas.

Diez años hoy no son lo mismo que hace una década. El tiempo transcurre ahora mucho más rápido que antes. La información se intercambia a mayor velocidad, la gente viaja más. Cada persona produce y cuenta historias, que comparte a través de la red, creando así un mundo de una complejidad inaudita. No exagero al asegurar que en la última década han pasado muchas más cosas que en cualquier otra de la historia humana. La pregunta es si, de tan absortos que estuvimos en nuestras pantallas, podremos recordarlas.