Laurie Chen / AFP
Cuando los inspectores de la OMS llegaron a Wuhan para investigar cómo comenzó el brote de coronavirus, algunos de los habitantes de esa urbe del centro de China recordaban la muerte casi un año antes de Li Wenliang. Otros, al parecer, no sabían cómo llorar abiertamente a los muertos de la ciudad.
Li fue uno de los primeros médicos en denunciar el brote y advertir sobre la propagación del virus que mataría a miles en Wuhan y a millones en todo el mundo. Fue castigado por las autoridades por dar la alarma y finalmente él mismo sucumbió al virus.
Viajé a Wuhan para cubrir para la Agencia Francesa de Prensa (AFP) la misión de la Organización Mundial de la Salud (OMS), una puesta en escena cuidadosamente coreografiada por las autoridades chinas. Pero lo que más me llamó la atención en esta ciudad donde comenzó la pandemia fue lo poco que hablaba la gente del Covid-19.
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Un año después de la muerte de Li, mis colegas vieron como los guardias de seguridad afuera del hospital donde él trabajaba rechazaban a un hombre con un ramo de flores.
Wuhan estuvo bloqueada durante 76 días desde enero del año pasado. En algunos casos, familias enteras murieron, un integrante tras otro. Un conductor voluntario durante el encierro obligatorio me habló de colegas que transportaban cadáveres entre hospitales y crematorios y de largos y agotadores días en las calles que de otro modo habrían estado vacías.
Lo único que se interponía entre él y el virus era una higiene meticulosa y un régimen estrictamente observado de hierbas medicinales. Sin embargo, apenas un año después del confinamiento, este conductor fue una de las pocas personas que habló abiertamente de ello.
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“Mucha de la gente que nos rodea tiene una fuerte aversión” a hablar de la pandemia, me dijo un residente de unos sesenta años. “Ellos dirán: ‘¡Tu vida es genial! ¿Qué necesidad de seguir hablando de la pandemia?’”
Wuhan me pareció una ciudad que se mueve bajo una tácita división entre quienes eligen olvidar y quienes eligen recordar.
Un abogado local me dijo que muchos se sienten obligados a evitar el tema, “que nunca deberían mencionar cosas tristes del pasado, centrándose en cambio en cosas como ricas comidas o fotos de hermosos paisajes”.
Cuando llegó la misión de la OMS, esta supresión privada de la memoria pareció extenderse a la esfera pública. Después de meses de delicadas negociaciones y presiones globales, Pekín finalmente acordó en mayo pasado una investigación externa para determinar cómo se contagió el virus a los humanos.
Pero la misión sufrió retrasos y complicaciones, ya que China bloqueó dos veces la entrada a algunos investigadores por pruebas de virus positivas y problemas de visa. Los expertos caminaron por una delgada línea política cuando comenzaron sus inspecciones recién en febrero, cautelosos para no molestar a sus anfitriones. En repetidas ocasiones minimizaron las perspectivas de la misión.
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Estuve entre las pocas decenas de periodistas presentes en la conferencia de prensa final del equipo de la OMS del 9 de febrero en el complejo de Wuhan Hilton, acordonado por decenas de guardias vestidos de civil que patrullaban los terrenos a toda hora.
Cuando la conferencia finalmente comenzó tras una demora de una hora (el gobierno y los investigadores extranjeros habían convocado a horas diferentes), el jefe chino de la misión conjunta se adelantó a los visitantes y habló extensamente para presentar los hallazgos. Hizo hincapié en que no era probable una transmisión sustancial del virus en Wuhan antes de diciembre de 2019.
Fue una clara señal de quién estaba a cargo.
Los expertos se mostraron cautelosos y diplomáticos en sus conclusiones. Admitieron que sus hallazgos no habían cambiado drásticamente el panorama general del brote. Dijeron que se les concedió acceso completo a los sitios y a las personas que buscaban.
Pero después, dos miembros del equipo revelaron que no tuvieron acceso a datos sin procesar sobre posibles casos tempranos en los hospitales de Wuhan y, en cambio, se basaron en la investigación realizada por científicos chinos.
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SIN PENSAR DEMASIADO
Un año después del confinamiento de Wuhan, la vida de la ciudad volvió en gran medida a la normalidad. Algunas personas se animaron a hablar de la pandemia, pero pidieron no ser identificadas.
La Sra. Zhong, una anciana cuyo hijo murió durante el brote, dijo que la mayoría de los chinos no sabía cómo eran realmente las condiciones en la ciudad durante el cierre.
“Solo conocen la propaganda de la victoria de China sobre el virus y cuántos se salvaron”, dijo.
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Otra residente de Wuhan, una intelectual de mediana edad, estimó que el recuerdo de traumas sufridos por generaciones anteriores había engendrado una especie de olvido voluntario e institucionalizado. “La secuela psicológica de grandes catástrofes previas, como la Revolución Cultural o la Gran Hambruna, es: ‘Alcanza solo con mantenerse con vida. No hay que pensar demasiado’”.
Es costumbre en Wuhan y su provincia de Hubei llevar ofrendas a los parientes fallecidos en fechas alrededor del Año Nuevo Lunar.
Cuando abandonaba la ciudad, pasé largas columnas de autos atascados en un cruce cerca de algunos cementerios. Podían verse a la vera de las calles improvisados puestos llenos de crisantemos e incienso junto a otras ofrendas funerarias: modelos de cartón de mansiones de colores chillones y montones de papel metálico, todo para ser quemado con la esperanza de asegurar al difunto una vida más lujosa.
Luego supe que la búsqueda de “crisantemos de Wuhan” y el mercado de flores de la ciudad habían sido censuradas en Weibo, la plataforma de China similar a Twitter, después de que un aumento en la demanda de los símbolos de luto provocase escasez en algunas partes de la ciudad.
Los habitantes de Wuhan están unidos por el trauma del año pasado, ahora enterrado bajo el bullicio de la vida cotidiana. Muchos habrán tenido la pandemia en sus mentes en febrero, pero mientras estaban junto a las tumbas de sus seres queridos, me pregunto si también estaban pensando en Li Wenliang y en muchos otros como él.