Las calles del Soho son como el decorado de una serie de televisión que ya ha terminado, tan bonitas y vacías, que parecen irreales. Wall Street, un sepulcro. A Nueva York no se la calla ni debajo del agua, ni de la nieve, ni siquiera azotada por un buen ciclón, porque siempre hay un loco que lo desafía, o un bar que sirve chupitos a su nombre; o porque el propio fenómeno retumba entre los edificios, reclamando su sitio. Es más fácil describir un ruido que el silencio, sobre todo en un lugar que le es tan ajeno. Quién imagina oír sus propios pasos a las cuatro de la tarde en Times Square; que le dé las buenas tardes otro peatón, como si se lo topase paseando por el monte, o por el pueblo. Cómo explicar que dé tanto miedo andar por el West Village por la noche, sin un solo local abierto, con los guapos y las guapas desaparecidos, los neones apagados y el sonido de la respiración a través de la mascarilla como única compañía. Quién piensa en Broadway sin teatro, en la Quinta Avenida sin compras, en Manhattan sin turistas.
“Nunca concebí así Nueva York, nunca; llegué en aquella crisis de 2008, la gente perdía la casa y los trabajos, pero nunca he visto esto. Aquí todo es correr, todo es barullo, y ahora da mucha tristeza; también asusta, salir sin gente asusta porque cuando hay mucha gente, siempre alguien te puede ayudar”, explica Diego Martín-Téllez, un mexicano de 31 años, encargado de uno de los escasos locales de almuerzos y cafés que permanecen abiertos, cerca de la entrada sur de Central Park.
Él, sin embargo, sigue corriendo. Se levanta a las tres de la madrugada para tomar el metro en Astoria, uno de los barrios más conocidos del distrito de Queens, y tener el local en marcha sobre las 5.30. Cuando empezó el confinamiento, de un día para otro, despidieron a ocho empleados y quedaron Diego y otro chico. Les sobra y les basta. Los hoteles aún abiertos en la zona, varios cuatro estrellas de precios astronómicos, ofrecen ahora habitación por menos de la mitad de precio, pero apenas duermen allí más que las cuadrillas de enfermeros que han llegado de todas partes.
La pandemia de coronavirus se está ensañando con Nueva York, epicentro de tantas cosas en Estados Unidos, y también de este virus atroz. El paciente cero de la ciudad se detectó el 1 de marzo y este viernes se superaban los 1.800 muertos y los 57.159 contagios confirmados, casi el doble que la semana pasada, uno de cada cuatro en todo el país. Las tragedias forman parte del ADN de la ciudad más poblada del país. La quemaron un par de veces durante la Revolución, la atacaron con dureza durante la Guerra Civil y fue la cuna de la Gran Depresión; también ha sido víctima del 11-S y de un buen número de desastres naturales. Pero esta ha atacado singularmente su identidad: el barullo, la multitud, los apretones, un estilo de vida callejero exótico para buena parte de los estadounidenses y un caldo de cultivo idóneo para los contagios.
También el metro, adorado como un fetiche por artistas y viajeros de todo el mundo, ha perdido el espíritu. En una ciudad tan brutalmente desigual como Nueva York, es el único lugar donde las fronteras sociales se evaporan, donde viajan tanto los que dirigen las oficinas como los que las limpian. Al salir a la superficie, cada uno enfila a su departamento de la vida, el de negociar fusiones y adquisiciones, el de enseñar idiomas o el de fregar platos, pero allí abajo todos conviven con los mismos retrasos y la misma mugre.
No es así estos días. Los vagones se han quedado sin los turistas y los profesionales recluidos en el teletrabajo, así que prácticamente solo lo usan los trabajadores como Diego, que este jueves a las siete de la tarde, después de 15 horas de jornada, se monta en un vagón de regreso a Astoria, tapado con un pañuelo como si fuera el forajido de una película del oeste.
Los datos de contagios por distrito, hechos públicos este miércoles por el Departamento de Salud de la ciudad, muestran cómo el virus está golpeando con más dureza a las zonas más humildes. Ese día había alrededor de 616 casos confirmados por cada 100.000 habitantes en Queens y 584 en el Bronx, frente a los 376 de Manhattan. Y dentro de Queens, hay un par de códigos postales malditos, el 11.368, que cubre un área llamada Corona —sí, se llama así—, y el 11.370, Elmhurst Este, con menor número absoluto, pero mayor incidencia (12 por cada 1.000).
En esta zona cero se erige el hospital Elmhurst, el más castigado por la pandemia, el que el presidente Donald Trump citó el domingo para explicar su cambio de opinión y la necesidad de prolongar el confinamiento. “He visto cosas que no había visto nunca, hay cuerpos en bolsas en todas partes, en los pasillos, los meten en camiones frigoríficos porque no pueden gestionar tantos cadáveres. Y está pasando en Queens, en mi comunidad”, dijo desde la Casa Blanca.
Este jueves a la una de la tarde la enfermera Cynthia Scott, llegada de Minneapolis para echar una mano, lo pinta tenebroso. Sentada a la puerta del centro durante su pausa del almuerzo, cuenta que las infraestructuras del centro son “tan pobres que complica aún más la tarea, no hay suficientes respiradores, se están empezando a tomar decisiones sobre a qué pacientes hay que dejar marchar”.
Un imponente buque hospital del Ejército ha atracado en la ciudad, se han levantado otros provisionales en el recinto de ferias Javits, el complejo de tenis Billie Jean y hasta en Central Park. Y 45 morgues móviles. Pero faltan materiales. El martes, el gobernador del Estado, Andrew Cuomo, advirtió de que, al ritmo de nuevos pacientes hospitalizados, solo quedaban respiradores para seis días. Una de las imágenes más gráficas de esta crisis se vio la semana pasada, cuando Bill de Blasio, el alcalde de la ciudad imperial, con una ristra de centros punteros en investigación médica, fue a recoger en persona 250.000 mascarillas donadas a la sede de Naciones Unidas.
Jaqueline Morelo, que atiende en una tienda de ortopedia y otros productos paramédicos frente al Elmhurst, lleva semanas viendo esta carestía venir. “En enero vendíamos una caja de 50 mascarillas quirúrgicas a 30 dólares; ahora, cada unidad son tres dólares, pero es el propio proveedor quien lo subió igual”, apunta la joven de 22 años.
Varios factores pueden pesar en la diferente incidencia, como el número de pruebas que se realiza, aunque la doctora Jessica Justman, epidemióloga y especialista en enfermedades infecciosas del centro ICAP en Columbia, destaca el factor sociológico. “Tiene sentido que las zonas de clase trabajadora sufran más exposición el virus, sus puestos en servicios esenciales, comercios, etcétera, no han cerrado, como le ocurre también al personal sanitario, y se mueven más; también suelen compartir vivienda con más frecuencia”, apunta.
Ha bajado el tráfico habitual, de todos modos. Los padres de Jaqueline acaban de quedarse sin empleo a la vez. A él le cerró el restaurante en el que trabajaba y a ella, la lavandería. Ese es un quebradero de cabeza para Anna Soles, que este miércoles anda por el barrio, sin máscara ni guantes, buscando algún sitio donde poder lavar la ropa, pues la mayor parte de viviendas carece de lavadoras. Anda con el cochecito de su bebé de siete meses, cubierta con el plástico para la lluvia pese al sol radiante. “La protejo como puedo porque ni siquiera la puedo dejar en casa, vivo sola”, explica la joven de 25 años.
También ha perdido su puesto de supervisora de comida de eventos y aguarda los cheques de ayuda que va a enviar el Gobierno federal para poder pagar el alquiler. Casi 10 millones de estadounidenses han pedido el subsidio por desempleo en tan solo dos semanas y es ya 1 de abril. “Pero el alquiler tendrá que esperar porque ahora debo elegir entre la comida o pagar la renta”, añade Soles.
Cuando uno se enfrenta a una elección semejante, un montón de otros dilemas se borran de un plumazo, como el de salir o no salir.
El trajín de trabajadores, o gente como Anna, el ruido de las excavadoras, que no cesa, conservan parte del bullicio habitual. Lo contrario de Wall Street, solo alterado de vez en cuando por el sonido lejano de las ambulancias. Sam Stovall, director de inversión de la firma CFRA, tomó el portante hace dos semanas y se fue a Pensilvania, desde donde sigue el trajín del mercado de valores. De forma similar a lo que le ocurrió a Jaqueline con las máscaras, Stovall percibió que algo malo iba a suceder cuando en febrero, pese a todos los récords de la Bolsa, lo que más empezaban a subir eran las empresas de consumo y servicios básicos, los valores “defensivos”.
Desde el brote, los mercados financieros han vivido algunas de las peores jornadas desde la Gran Depresión, pero a diferencia de entonces, no hay noticia de suicidio de ningún banquero en Nueva York, aunque uno, Peg Broadbent, de 56, ha muerto de coronavirus; y otro, Peter Tuchman, toda una institución en la Bolsa, ha dado positivo. El parqué contrató su propio servicio médico para hacer pruebas a los brokers, pero acabó cerrando el edificio el 23 de marzo y vació el barrio.
En algunas partes, parece como si la ciudad se hubiese cerrado para que la pudiesen visitar en exclusiva en pequeños grupos. Es lo que ocurre este miércoles por la tarde en Bryant Park, el delicioso parque ubicado entre Times Square y la Biblioteca Pública de Nueva York, donde solo indigentes se sientan en sus mesas. Rodeados de ellos, dos chicos esbeltos sobresalen de la escena jugando a ping pong en manga corta, como si fueran aquellos niños tirándose almohadas al final de la película Cero en conducta, en rebelión inconsciente contra la autoridad.
Al atardecer, cuando acaban las jornadas de teletrabajo, explota la vida por distintos puntos de la ciudad, brotes de dolce vita incluso. Como el río de gente que hace deporte al inicio del puente de Brooklyn, el tráfico en el sur de la isla o los corredores y paseantes de perros y de niños junto al hospital de campaña que se ha abierto en Central Park, enfrente del famoso centro Monte Sinaí, en el Upper East Side, uno de los pedazos más selectos de Manhattan. David Allen, un fotógrafo retirado que vive con su esposa periodista en el barrio, sale varias veces al día con Marley, una pastor alemán de cuatro años. “No llevo máscara ni guantes, pero tengo cuidado, no toco nada ni a nadie, intento no contagiarme, si eso ocurre, espero curarme, si no, es que el destino lo quiere así, he tenido una buena vida”, explica.
David Allen tiene seguro médico, mientras que Diego es uno de los 27 millones de ciudadanos que carece de él y no ha pisado la consulta del médico en nueve años, desde que un dentista le cobró 2.000 dólares por unas caries. El plan de estímulos aprobado por el Congreso incluye una partida para cubrir el tratamiento de quienes lo necesitan.
El virus no distingue entre clases sociales, pero todo lo que ocurre antes y después de él, sí. Y pocos sitios como Nueva York encarnan con tanta fiereza el relato dickensiano de las dos ciudades. La prensa local ha publicado estos días que muchos sin techo pasan las jornadas de confinamiento viajando sin rumbo en el metro, pero el presidente de la Autoridad del Transporte Metropolitano, Pat Foye, ha aclarado que no hay más que antes, simplemente los vagones van más vacíos y se les ve más.
“Nueva York siempre fue competitiva, llámela brutal, si quiere”, responde por teléfono el veterano historiador Kenneth T. Jackson, profesor de la Universidad de Columbia especializado en esta urbe. “Pero es la ciudad que todo el mundo desea, y no creo que eso vaya a cambiar en los próximos 50 años; mi previsión es que va a salir de esta bastante bien, como ha hecho otras veces”. Como muchos otros neoyorquinos, Jackson ha dejado el apartamento para pasar estos días en su segunda residencia.
La muerte y la resurrección son casi la imagen de marca de este trozo de América.
Dice Diego Martín-Téllez algo parecido, de corte más bien darwinista. “Yo me adapto muy bien a las cosas, y esta ciudad va de eso, esto va de venir a trabajar. Creo que los mexicanos, o los hispanos en general, nos adaptamos”.