En los años 90 una bioquímica húngara se obsesionó con la investigación de una sustancia para combatir enfermedades llamada ARN mensajero.
Pero las investigaciones de Katalin Kariko sobre el “ácido ribonucleico mensajero”, moléculas genéticas que le dicen a las células qué proteínas deben crear, le costaron su puesto en la facultad.
La Universidad de Pensilvania para la que trabajaba desechó la idea, que no logró ninguna subvención. Pero fue su trabajo pionero el que allanó el camino para las vacunas contra la COVID de Pfizer y Moderna.
“Esto es algo increíble porque ya sabes, la atención, todo el trabajp que estuve realizando durante años, la década de los noventa, y convencer a la gente de que tal vez el ARNm es bueno“, celebra Katalin Kariko.
Por entonces, Kariko no era ciudadana de EE.UU. y necesitaba un trabajo para renovar su visa. Decidió continuar como investigadora en un rango inferior y con un salario escaso.
“Es importante que la ciencia sea apoyada en muchos niveles porque nunca se sabe lo que puede ocurrir. Cuando presentamos la patente no la queríamos, pero nos dijeron que si no presentabamos una patente nadie lo desarrollaría“, defiende la investigadora.