Las manos redondas de Patricia Juárez Camacho, de 47 años, abren nerviosas una bolsa de mascarillas quirúrgicas en el andén. Mira a su alrededor y señala: “Me da pena. Ya verá, nadie las lleva”. Al abrirse las puertas, la observan unos 50 pasajeros cansados, con surcos oscuros bajo los ojos, pegados hombro con hombro, las manos aferradas a las barras metálicas, con la frente húmeda del sudor que ya traen y el nuevo, ese que se traspira en el Metro de Ciudad de México, porque la única ventilación que hay es la de unas ventanillas abiertas que dejan pasar el aire sucio de los túneles. La mascarilla se pega a la piel, y ahoga. La realidad subterránea de México no sabe de coronavirus, pero sí de supervivencia. Antes incluso de que se desatara la pandemia. Por eso todos miran a Patricia. En este punto de la capital, quien se coloca un cubrebocas es de los pocos afortunados que tiene menos cosas de las que preocuparse.
“Si no nos mata el virus, nos mata el Gobierno”, contaba Juárez unas horas antes de subirse al vagón, con una camiseta negra manchada del cloro de frotar toda la semana los baños y suelos de quienes se pueden permitir trabajar desde casa. Ella no. Tampoco los más de 52 millones de pobres que viven en México, casi la mitad de la población. O los casi 25 millones de habitantes que no tienen agua o luz en sus casas, según el Coneval. Donde vive Juárez en Ecatepec, un municipio a las afueras, en el Estado de México, llega agua una vez a la semana, dos horas.
Lávense mucho las manos, compren lo indispensable, no agoten los supermercados, que no cunda el pánico. En este barrio las recomendaciones de las autoridades suenan como de otro planeta. ¿Cómo se van a lavar mucho las manos si tienen que racionar el agua? Cuando los bidones que logran llenar en ese escaso tiempo se acaban, hay que comprar. Con qué dinero. “Nunca he comprado comida para más de una semana. Tampoco mis vecinos. Si se acaba acá, será por los saqueos. Nadie en este barrio tiene para más de un día”, responde Patricia Juárez desesperada.
—¿Cuánto gana al mes?
—¿Al mes? No sé.
En los barrios pobres de México nadie calcula cuánto gana más allá de un día o una semana. Por eso, las imágenes que se han visto en las colonias adineradas de la capital de familias llenando los carros de la compra de papel higiénico y leche para dos meses, no se verán en Ecatepec. En este municipio, cuando se anunció en enero de 2017 que subiría el precio de la gasolina y cundió el temor al desabasto, quemaron coches y desmontaron supermercados completos a mano armada. Aquí cuando hay pánico, no hay compras.
Juárez limpia seis casas a la semana. Seis días de trabajo de más de nueve horas para sacar a su familia adelante, por 2.300 pesos (menos de 100 dólares). Desde que su marido falleciera en un accidente de tráiler hace 12 años, ella es la única que mantiene a sus dos hijos pequeños, uno de 19 y otra de 12. Las otras dos mayores ya han hecho su vida. Con sus ingresos, el de 19 estudia Administración de Empresas en la UNAM. Además, a las seis de la mañana, coloca un puesto de galletas y yogures líquidos frente a una escuela infantil que hay en la puerta de su casa. Esto le permitía agregar unos pesos extra.
El colegio ha cerrado estos días, así que no hay puesto, y las clases de sus hijos se han suspendido. Serán en línea, han comunicado, como en el resto de países afectados por la epidemia del Covid-19. Pero en la casa de Juárez no había internet. Ahora, además de comprar el agua que les haga falta cuando se acabe cada semana, deben pagar más de 400 pesos para tener Wifi, unos 20 dólares. “Un día de trabajo”, señala resignada.
Hasta el domingo de la semana pasada, Juárez solo había sabido del coronavirus por las noticias. Ese día fue a trabajar a un barrio de clase media de la capital, en la colonia Narvarte. Ni siquiera le abrieron la puerta. Desde la ventana, la señora de la casa donde trabajaba ese día le explicaba por qué no podía entrar. “Tenemos miedo a que nuestro hijo se contagie. Ya no puedes venir más, Patricia. Toma lo del día por las molestias”, recuerda Juárez que le dijeron. Y con 400 pesos enrollados en el bolsillo, lo que cuesta solo el Internet de su hijo un mes, se regresó en Metro y autobús a su casa. Nada más. “¿De qué vamos a vivir este tiempo?”, se pregunta.
Tres de las seis casas para las que trabajaba le han dado el dinero de un mes, aunque no vaya a ir a trabajar. “Si no consigo más, no comemos”, cuenta en voz baja con lágrimas en los ojos desde la cocina de su casa, mientras sus hijos ven la televisión. Tanto ella como otros millones de vecinos dependen de la buena voluntad del patrón, de su caridad. Como si trabajar toda la vida no les concediera el derecho fundamental de sobrevivir.
México, con 367 casos confirmados y cuatro muertos, ha pedido a la ciudadanía que no realice las actividades que no sean indispensables, se suspendan eventos masivos y si pueden, se queden en casa. Si tienen síntomas —tos seca, fiebre, dolor corporal— llamen a las líneas de asistencia de los hospitales públicos y esperen para realizarse una prueba.
Juárez no tiene celular porque en el autobús que toma cuando se acaba la línea de Metro para llegar a su casa asaltan con pistola un día sí y otro también. No merece la pena comprar cada semana uno nuevo. Es diabética y en enero estuvo ingresada en el hospital por una gripe. Si se enferma ella de nuevo o su familia, no tienen acceso a la Seguridad Social, como más de 71 millones de personas en este país. Si tienen que ir al médico, pueden acceder a los hospitales de los pobres que no cotizan (casi el 60% de la población), donde lo único que no se paga es el doctor, pero el paciente tiene que comprar hasta las jeringuillas.
Los expertos han vaticinado que la crisis golpeará a México a finales de marzo o principios de abril, el parón de actividades puede ser total, como ha sucedido en otros países europeos. Juárez intentará buscar trabajo de lo que sea en estas semanas, todavía no ha pensado en qué. Con lo que sus patrones le han dado comprará frijoles y latas que duren el mayor tiempo posible. Ni ella ni sus vecinos agotaran las reservas de los supermercados de su barrio. “Pinches chinos, qué les costaba hervir al murciélago”, le contaba su hijo y ella todavía se ríe cuando recuerda el chiste.