El próximo, dificilísimo, objetivo de la exploración de Marte es encontrar vida nativa. O, al menos, sus restos. La nave de la NASA que tiene encomendada esa misión, Perseverance, está a punto de llegar a su destino: su aterrizaje está previsto para hoy sobre las 22.00 (hora peninsular española).
El primer intento serio en ese sentido se remonta a 1976, cuando aterrizaron allí dos naves de la serie Viking. Cada una transportaba un laboratorio biológico miniaturizado. En concreto podía realizar tres tipos de ensayos dirigidos a detectar algunas características propias de cualquier ser vivo: metabolismo, respiración y crecimiento.
La idea era recoger unas pequeñas muestras del suelo y suministrarles nutrientes que cualquier organismo terrestre encontraría apetecibles. Podía tratarse de una sopa de aminoácidos o una mezcla de gases marcados radiactivamente. Los eventuales bichos marcianos ―si existían― deberían asimilarlos y emitir productos metabólicos que serían analizados por otros instrumentos de a bordo.
Lo paradójico es que para detectar vida habría que destruirla. Los Viking llevaban un horno pirolítico en el que incinerar las muestras para analizar los productos de la combustión. El primer contacto del hombre con los marcianos hubiese acabado en un exterminio. Aunque fuera de modestos microorganismos.
Los resultados de los Viking resultaron ambiguos. Uno de los experimentos dio positivo, demasiado positivo. Los otros dos, negativo. Muchos científicos ―Joan Oró entre ellos― señalaron que probablemente se debían a reacciones químicas entre el suelo y los nutrientes, no a procesos metabólicos. El suelo de Marte poseía unas propiedades reactivas que enmascaraban los resultados y, al mismo tiempo hacían más improbable la presencia de microorganismos. La búsqueda de vida en Marte prometía ser una empresa mucho más complicada.
A partir de ese momento, la NASA adoptó procedimientos de búsqueda más sistemáticos. Primero, caracterizar el entorno marciano para decidir si en el pasado había sido favorable a la vida. En particular, aclarar de una vez por todas si alguna vez existió agua líquida en la superficie. Las fotografías aéreas apuntaban signos inequívocos: grandes ríos ahora secos, trazas de erosión a gran escala… Pero hacía falta una confirmación sobre el terreno.Algunos indicios sugieren que en el cráter Jezero había tanta agua que llegaba a desbordar por encima del borde
Paso a paso se fueron acumulando evidencias. Primero, gracias a los dos vehículos gemelos Spirit y Opportunity; más tarde, con una sonda enviada a las regiones polares. Y, por fin, con los datos transmitidos por el robot Curiosity, todavía activo. Lleva más de dos años explorando en interior del cráter Gale, un antiguo lago que conserva depósitos minerales cuyo origen exige la presencia de agua. Hace mucho tiempo, quizás 3.500 millones de años, Marte tuvo un clima más benigno, con una atmósfera más densa, caudalosos ríos, lagos e incluso océanos someros.
El nuevo robot explorador, Perseverance, va en busca de pruebas aún más directas. Aterrizará en el delta seco de un antiguo río que desaguaba en un lago formado en el interior del cráter Jezero. Algunos indicios sugieren que había tanta agua que llegaba a desbordar por encima del borde del cráter.
Cabe suponer que en su curso, el río arrastró minerales y ―quizás― restos de organismos, si los hubo. Con el paso de los milenios, deberían haberse concentrado en el abanico aluvial, precisamente por donde va a moverse el robot de la NASA.
El Perseverance dispone de un brazo articulado en cuyo extremo se alojan los instrumentos de análisis. Son dos, diseñados para detectar trazas de una primitiva actividad biológica. No se trata de encontrar microorganismos vivos, sino al menos sus restos.
Uno de los dos instrumentos es un espectrómetro de rayos X. Funciona bombardeando las muestras de roca con un haz de radiación lo cual provoca cierta luminiscencia. Los colores de esa luz (técnicamente, su espectro), dependen de su composición química. Puede identificar casi treinta elementos en cantidades ínfimas (calcio, sodio, fósforo…) y también otros más exóticos como rubidio, estroncio o circonio.
El otro funciona según un concepto similar, excepto en que utiliza luz ultravioleta para iluminar las muestras y provocar así una respuesta de sus moléculas. En este caso, el Perseverance lleva dos espectrómetros Raman. Uno, en el brazo robótico, que puede aproximarse a las rocas hasta pocos milímetros de distancia. Es especialmente sensible a la presencia de cadenas y anillos de átomos de carbono, cuyo origen pudiera ser biológico. El otro funciona más de lejos: utiliza un láser para vaporizar a distancia pequeñas cantidades de roca y analizar la nube de gas emitida.
El Perseverance transporta un su chasis inferior un pequeño taladro y un manipulador robótico. Cuando se detecte algún terreno especialmente prometedor, tomará una muestra y la guardará en uno de cuarenta tubos sellados. Algunos se dejarán en el suelo, en lugares bien localizados; otros quedarán almacenados a bordo.
En ambos casos el objetivo es el mismo: en el futuro (quizás dentro de seis o siete años) otro robot irá a recogerlos para traerlos a la Tierra. Su diseño apenas está esbozado, pero será una colaboración entre la NASA y la Agencia Espacial Europea. La NASA pondrá el vehículo de aterrizaje y la ESA, el cochecito autónomo que, como un Pulgarcito marciano siguiendo el rastro de migas de pan, irá recogiendo las cápsulas de muestras esparcidas por el suelo.
Una vez recolectadas, las introducirá en una cápsula en el extremo de un pequeño cohete que la pondrá en órbita. Allí, otra sonda recogerá la carga y la llevará a la Tierra. Será –con permiso de los chinos- la primera vez que los científicos puedan tocar material prístino recogido directamente en el planeta rojo.
¿Por qué recurrir a un esquema tan complicado? Cuestión de especialización. Perseverance, que pesa cerca de una tonelada, está diseñado para estudiar la zona donde se recogerán las muestras, pero no para traerlas. Un cohete de retorno ―aparte de la complejidad añadida― pesaría demasiado. El futuro vehículo de recogida no llevará equipos de análisis; tan solo los mecanismos imprescindibles para recoger las cápsulas y facturarlas hacia la Tierra.
Esperemos que el proyecto no se retrase. El artilugio recogedor irá alimentado por células solares. Perfectas para funcionar en un Marte meteorológicamente tranquilo. Pero hacia 2028 se estima que podría empezar la temporada de tormentas. No será la primera vez que se levantan nubes de polvo que cubren todo el planeta, como sucedió en 1971 y 2001. Eso reduce la iluminación disponible lo cual afectaría, y mucho, al futuro robot. Es posible que su viaje tuviera que retrasarse hasta mediados del próximo decenio. O rediseñarlo para sustituir las células solares por un generador nuclear, inmune al polvo, lo cual no sería una operación precisamente fácil ni barata.
Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa). Es autor de ‘Un pequeño paso para [un] hombre’ (Libros Cúpula).