La farmacia Tug Valley tardó en subirse al tren de la “fiebre del oro”, pero pronto recuperó el tiempo perdido. Para los investigadores, esta construcción de piedra de tejado rojo puede parecer más una casa rural que la fuente de abastecimiento de millones de medicamentos opioides para una amplia área de los Apalaches (costa este de EEUU). Las señales reveladoras son una ventanilla que entrega la mercancía a los conductores y la cola de vehículos que esperan su turno en la calle principal del centro de Williamson, en el estado de Virginia Occidental. Una calle llena de establecimientos vacíos. En la venta, el nombre del propietario de la farmacia, el farmacéutico Samuel R Ballengee, junto con el reclamo: “Encontrarás toda la mercancía en la bolsa”.
“Llamemos a este negocio por su nombre. Viene a ser un cártel. Una organización de narcotraficantes”, indica el sargento Mike Smith, de la Policía estatal de Virginia Occidental. La Policía ha investigado durante años esta red de médicos, farmacéuticos y compañías farmacéuticas que han convertido el condado rural de Mingo en la capital de los opioides de Estados Unidos.
“Y en el centro de esta organización que se dedica al narcotráfico, te encuentras con esta pequeña farmacia que un buen día aparece de la nada y a nadie le extraña. Y ahora que estoy aquí sentado y observo el establecimiento, me cuesta creer que operara a sus anchas y sin problemas”, explica.
De hecho, poco después de que la farmacia abriera sus puertas, los distribuidores empezaron a enviar todos los años millones de medicamentos opioides a esta pequeña farmacia. Otra farmacia situada a tan solo cuatro calles, la Hurley’s Drug Store, recibía millones de píldoras más. Y todo esto ocurría en un pueblo de menos de 3.000 habitantes.
A veinte minutos en coche hacia el norte, las ventas de la farmacia Sav-Rite, situada en el pueblo de Kermit, que tiene una población de 280 habitantes en declive, superaba a los otros dos establecimientos. Los distribuidores de medicamentos han entregado más de 30 millones de píldoras opioides a estas tres farmacias, situadas en uno de los condados más pobres del país.
Ballengee y los propietarios de las otras dos farmacias siguieron aumentando los pedidos y los distribuidores los enviaron sin pensárselo. Enviaron más analgésicos opióides per cápita a este condado que a cualquier otro lugar de Estados Unidos.
Los fabricantes de opioides como Purdue Pharma y Johnson & Johnson han alimentado el comportamiento que ha derivado en un aumento de las recetas de analgésicos narcóticos y que ha provocado la actual epidemia que sacude al país. Los médicos escribieron las recetas, pero en el frente había miles de farmacias que dispensaban las píldoras, y entre los farmacéuticos había especuladores.
Sin preguntas
En 2001, la oficina de investigación criminal de Virginia Occidental asignó a Smith que investigara por qué había aumentado la presencia de medicamentos opioides en las calles. Al principio, el agente se planteó investigar con la misma metodología con la que antes había investigado la venta de marihuana: analizando toda la cadena, desde el usuario final hasta el distribuidor y el productor, y amenazando con penas de cárcel para obtener información de los sospechosos.
Sin embargo, Smith pronto se percató de que los usuarios no tenían ningún inconveniente en indicarle los nombres de los médicos que les recetaban las píldoras y las farmacias donde las compraban sin necesidad de responder a ninguna pregunta. Todos los relatos conducían al mismo sitio: el condado de Mingo.
Smith se desplazó hasta allí y observó. Cada día, cientos de personas hacían cola frente a un establecimiento que en otros tiempos había vendido comida para animales. Allí un grupo de médicos recetaba medicamentos opioides con mayor rapidez que los grandes hospitales del estado. Organizaba la operación un antiguo proxeneta recién salido de una prisión federal por dirigir una red de prostitución gay en Washington DC. No pasó mucho tiempo hasta que los lugareños encontraron un apodo para el llamado Williamson Wellness Center (Centro de Bienestar Williamson): la fábrica de pastillas.
Los médicos siempre se preocupaban de que sus recetas se surtieran sólo en farmacias que aceptaran el dinero y no hicieran preguntas, pero a medida que se corrió la voz y la gente vino de cientos de kilómetros a la redonda, las farmacias tuvieron dificultades para satisfacer la demanda. En un pueblo donde los grandes almacenes cerraron hace años y las tiendas tradicionales de la calle principal dieron paso a bufetes de abogados especializados en indemnizaciones por lesiones, apareció una nueva farmacia de la noche a la mañana. “De la nada apareció esta nueva farmacia en 2006, la Tug Valley. Y desde el mismo día de la apertura se formaron grandes colas”, indica Smith. En poco tiempo ya vendía más que las otras farmacias del pueblo.
En los seis años siguientes, las distribuidoras farmacéuticas enviaron a la pequeña farmacia casi 11 millones del tipo más común de medicamento opioide, la hidrocodona. Mes a mes, las órdenes fueron aumentando. Sólo en 2009, Ballengee pidió tres millones de pastillas de hidrocodona. Hurley Drug vendía con la misma celeridad.
Al otro lado del río, la Family Pharmacy estaba tan ocupada que el dueño, Larry Ray Barnett, alineaba cientos de botes de píldoras para que sus asistentes las fueran entregando a los clientes que pasaban por la ventanilla sin parar.
El Wellness Center producía tantas recetas de opioides que el fax se saturaba y no podía transmitir cada una de las recetas a las farmacias. Fue entonces cuando la clínica decidió no tomarse la molestia de enviar recetas para cada uno de los clientes y optó por el método ilegal de escribir una única lista con nombres y dosis en un folio y enviar este documento a las farmacias.
Los investigadores descubrieron que las farmacias alineaban los frascos previamente preparados con determinadas cantidades de píldoras. Así describe Smith el proceso: “Te llega la lista con los nombres, imprimes un nombre y pones una etiqueta en el bote. Aquí tienes”.
La codicia se apoderó de él
En el norte del condado de Mingo, otro farmacéutico observaba la situación con envidia. A principios de la década de 2000, James Wooley tenía tan poca actividad en su farmacia, situada en el pueblo de Kermit, que al mismo tiempo gestionaba un negocio de automóviles de segunda mano.
“Es un buen tipo”, afirma Charles Sparks, alcalde de Kermit desde esa época: “No podrías estar a su altura. Sin embargo, decidió meterse en ese otro negocio y la cosa fue en aumento y la avaricia se apoderó de él. Ya sabes cómo es: si puedo ganar un millón también puedo ganar dos”.
Wooley decidió seguir el modelo de negocio de Williamson y se asoció con un médico para que recetara los medicamentos. El farmacéutico convenció a su ayudante en la farmacia, Debra Justice, para que abriera una clínica médica en las afueras de Kermit y reclutaron a un médico de la facultad de medicina de la Universidad de Marshall, John Tiano. Todo lo que tenía que hacer este médico que vivía a una hora del pueblo era ceder su nombre y una de las enfermeras de la clínica escribía las recetas.
El Justice Medical Complex abrió sus puertas en la primavera de 2005, a diez minutos en coche de Kermit. Las recetas se enviaban directamente a la farmacia de Wooley. Así se cerraba el círculo.
A los pocos meses, Wooley generaba una receta de opioides por minuto en un pueblo de menos de 400 personas. Ese año, la farmacia compró más opioides que cualquier otra farmacia de Virginia Occidental y otros estados vecinos y se ubicó en el puesto 22 del país entre las farmacias minoristas en la compra de hidrocodona. Las ventas brutas superaron los 6,5 millones de dólares.
Sparks, el alcalde, era consciente de que la actividad de la farmacia no era normal. “Éramos conscientes. Sabíamos lo que estaba pasando. Los lugareños venían y preguntaban: ‘¿Por qué no haces algo al respecto? La persona de a pie no lo sabe o piensa que no puedes hacerlo. Antes de poder poner fin a este tipo de actividad tienes que ordenar una investigación. Los lugareños pensaban que estábamos de brazos cruzados”.
Oportunidades perdidas
Los veinte años de la epidemia de opioides son una historia de oportunidades perdidas; grandes y pequeñas. Si se hubieran tenido en cuenta las advertencias de los especialistas en dolor y de los médicos durante los primeros años, la crisis podría haberse evitado o, al menos, haber disminuido considerablemente. Si los reguladores federales hubieran intervenido para limitar la prescripción de los opioides más fuertes a quienes realmente los necesitaban, habría habido muchas menos píldoras en las calles.
Los reguladores médicos de Virginia Occidental también perdieron oportunidades. En 2007, alguien informó de forma anónima al Colegio de Médicos de Virginia Occidental que Tiano estaba recetando ilegalmente. El castigo del Colegio de Médicos fue exigirle que escribiera un “informe” sobre un libro de texto médico con el título Receta responsable de opiáceos: Una Guía Médica.
La Universidad Marshall obligó a Tiano a dejar de trabajar en la clínica. Dejó el negocio habiendo ganado más de 250.000 dólares recetando opiáceos en sólo dos años, y no sin antes contratar a su sucesor, el doctor Augusto Abad, que vivía a hora y media del pueblo, en la capital del estado, Charleston. Rara vez atendía a pacientes y, sin embargo, se escribieron muchas recetas con su nombre.
Cuando todo esto ocurría Smith, ya estaba investigando. Trabajaba codo a codo con un agente del FBI, Joe Ciccarelli, con una dilatada trayectoria en investigaciones de estupefacientes. Previamente, Ciccarelli había estado persiguiendo a los cárteles colombianos en Florida, pero ya conocía bien la situación en Virginia Occidental, ya que a principios de la década de los ochenta había luchado contra el narcotráfico en el estado como oficial de policía.
“En aquella época los drogadictos falsificaban recetas y recuerdo que mucho antes de la llegada de los ordenadores, miraba las recetas en las farmacias y pensaba ‘este es un drogadicto, este es un drogadicto, son recetas falsas”, explicó Ciccarelli antes de fallecer en 2017.
Un informante les reveló que Debra Justice y Wooley habían diseñado una trama para abrir una clínica contra el dolor que derivaba todas sus recetas a Sav-Rite, Kermit, y que “repartían drogas como si fueran caramelos”. Mary Ann Withrow, una agente federal, explica que los investigadores constataron que el Sav-Rite y la clínica estaban “excesivamente ocupados” para un pueblo tan pequeño. Un agente encubierto observó que el cajón de dinero en el Sav-Rite estaba tan lleno que el asistente no pudo cerrarlo. Algo similar estaba pasando en las farmacias Tug Valley y Hurley’s en Williamson. “Parecía un carnaval”, dijo Smith. “Es imposible que la gente no supiera lo que estaba pasando. Ganaban mucho dinero”.
Cargos federales
Años más tarde, todos los farmaceúticos negaban conocer la situación. Ballengee fue arrestado en julio de este año, días después de que un juzgado de Ohio publicara unos documentos de la Agencia Estadounidense Antidrogas que mostraban que los distribuidores farmacéuticos habían entregado millones de opioides a su pequeña farmacia.
La justicia le acusó de ganar millones de dólares por suministrar ilegalmente opioides junto a Anthony Rattini, el antiguo presidente de los mayores proveedores de Ballengee, entre otros. Rattini está acusado de distribuir ilegalmente analgésicos narcóticos a más de 200 farmacias en Virginia Occidental, Ohio, Indiana y Tenessee.
Ballengee testificó que estaba surtiendo entre 150 y 200 recetas de opioides al día sólo en la clínica Wellness, pero afirmó no haber visto ninguna razón para sospechar. Negó saber que en la ciudad se hablaba mucho de la clínica como una “fábrica de píldoras”. También dijo que no sabía que Williamson era apodado “Pilliamson” [juego de palabras con pill, pastilla] ni que un médico que era uno de los principales prescriptores era conocido como “Pill Billy”.
Barnett, propietario de Family Pharmacy, también afirmó no conocer la reputación de la clínica Wellness ni que esta tenía una lista de farmacias aceptables para que los pacientes pudiesen obtener sus recetas de opioides. Family Pharmacy estaba en esta lista. Al igual que Ballengee, dijo que no conocía la reputación de los médicos que prescribían, incluido uno que fue descrito en un periódico local como “un peligro para la comunidad porque prescribió miles de píldoras adictivas sin un propósito legítimo”. No vio banderas rojas incluso cuando las recetas llegaron por fax y teléfono.
Bajo juramento, Wooley dijo que no recordaba haber visto nunca artículos en revistas especializadas que advirtieran sobre el aumento de la adicción a los opioides y pacientes que iban de un médico a otro en busca de múltiples recetas.
Smith entregó a los fiscales federales las pruebas que había conseguido recabar sobre las listas ilegales de recetas e insistió para que presentaran cargos. El policía argumentó que el modo de operar se ajustaba a la definición de fraude electrónico. “Intenté usar el fraude electrónico para ir contra todos, las farmacias y los médicos. Esto no les gustó”, explica.
Así que el siguiente paso fue llamar a la puerta del colegio de farmacéuticos de Virginia Occidental. “Dijeron que tenía razón en lo que alegaba. Sin embargo, lo que hicieron fue hablar con los farmacéuticos y decirles que no podían seguir operando de ese modo”, indica. “Todo era un juego, una estafa que contaba con la complicidad de todos”.
Finalmente, en 2009 el FBI y la policía estatal se personaron en Sav-Rite en Kermit y detuvieron a Wooley. “Nos quedamos en la puerta de la farmacia con un par de policías uniformados y los vehículos de los clientes seguían llegando”, explica Ciccarelli. “¿De dónde eres?”, pregunté a uno. “Vengo de Point Pleasant”, contestó. “De acuerdo, veamos. ¿Pasaste por unos tres hospitales, probablemente 50 farmacias, y has conducido unos 200 kilómetros desde Point Pleasant hasta Kermit para recoger una receta? este es el tipo de situación que puedes describir ante un jurado para que se percate de que hay algo que no cuadra. Si ata cabos, el jurado finalmente dirá: ‘No puedo creerlo’”.
Wooley se declaró culpable de vender ilegalmente medicamentos con receta y conspiración y en 2012 cumplió una condena de seis meses en la cárcel. Los médicos de la clínica que fundó también cumplieron un año de condena. Tiano ya no puede ejercer como médico. Tras salir de la cárcel, Abad fue deportado a su país natal, Filipinas, y allí ha podido seguir trabajando como médico.
“Me deja perplejo”, señala Sparks, el alcalde. “Me quedé impresionado. Pensé: ‘Dios mío, en dos años salieron de este pueblo casi 9 millones de píldoras y Wooley dijo que ganaba 500.000 dólares al mes en un pueblito de 400 personas’”.
Al año siguiente, el FBI y la policía estatal irrumpieron en la clínica Williamson, arrestaron a los médicos e interrumpieron el suministro de opioides. La cifra de recetas disminuyó considerablemente.
En 2016, McKesson, uno de los principales distribuidores de medicamentos, rescindió abruptamente su contrato con Tug Valley Pharmacy cuando el fiscal general de Virginia Occidental, Patrick Morrisey, presentó una demanda contra la compañía acusándola de distribuir imprudentemente millones de píldoras en todo el estado. A principios de este año, McKesson llegó a un acuerdo con el estado y pagó 37 millones de dólares. En 2017, el Colegio de Farmacéuticos de Virginia Occidental despidió a su director por no haber sabido reglamentar el flujo de opioides a las farmacias del estado y no haber investigado las entregas sospechosas.
Los fiscales iban a presentar cargos contra Barnett, pero murió antes de que pudiera ser llevado a juicio. Hasta su arresto, Ballengee siguió insistiendo en que no hacía más que despachar recetas de médicos. Ahora está a la espera de juicio.