MADRID — La imagen de las llamas saqueando Notre Dame produce una enorme desolación. Justo en estas fechas, en Semana Santa, poco antes de la celebración del día de la resurrección, la mejor noticia que el catolicismo puede ofrecerle al ser humano, una de las catedrales más emblemáticas del planeta cruje bajo el fuego. Obviamente, para la gran mayoría, no se trata de una tristeza ligada a la experiencia confesional. Notre Dame es un sacramento laico. Representa a la historia humana, no a Dios. Pero sin duda la escena parece diseñada para convertirse en una metáfora de la enorme crisis que vive esta religión hoy en día. ¿Acaso tiene algún sentido ser católico? ¿Cuál es el destino de la iglesia?
Yo también fui católico. Como casi todos los latinoamericanos, desde niño fui educado para responder de manera emocional a las expresiones de la fe. En mi juventud pensé en la posibilidad de ser sacerdote. Pasé dos años en el seminario de los jesuitas pero, un mes antes de hacer los votos, deserté. Luego, con el tránsito del tiempo, me fui distanciando cada vez más de cualquier iglesia. Terminé más aliado a la incómoda lucidez de Christopher Hitchens que a la devoción ante los altares. Ahora soy un ateo que, como gran parte de los ateos, en algunas ocasiones, extraño y envidio la fe.
Creo que es un proceso bastante común en casi todos los que nacimos a partir de la segunda mitad del siglo pasado. El catolicismo nunca fue capaz de leer los cambios y de reinventarse creativamente ante todo lo que fue ocurriendo en las últimas décadas del siglo XX: desde la revolución sexual y el empoderamiento femenino, hasta la revolución tecnológica y la digitalización del mundo, pasando por las crisis de las utopías sociales, el fin de las ideologías clásicas y las nuevas formas de ejercicio del poder. La nueva velocidad de la historia dejó a la jerarquía católica en un espectáculo deplorable: desnuda y envejecida.
Todavía hoy ese desencuentro es evidente y aterrador. En el contexto de los escándalos sexuales, frente a los cuales la iglesia ha tardado tanto en reaccionar con una ética radical y determinante, Joseph Ratzinger escribió hace unos días un alegato donde intenta relacionar la pederastia de muchos sacerdotes con los cambios en la sexualidad mundial durante la década de los sesenta. De esta forma, el primer papa autojubilado de la historia, el sacerdote que durante años se encargó de vigilar y proteger la doctrina de la iglesia, pretende liberar de culpas a delincuentes con sotana que, desde hace mucho, deberían haber sido juzgados por los tribunales civiles. Por suerte, todo ha cambiado. Vivimos en una profunda crisis de la representación. Así como en la política ya no es tan fácil representar al pueblo, tampoco ahora es tan sencillo representar a Dios.
La renuncia de Benedicto XVI y la elección de Francisco I puede ser vista como una ingeniosa operación de mercadotecnia fraguada en el Vaticano. El catolicismo enfrentaba un cuestionamiento global sin precedentes y necesitaba una nueva imagen. La elección de un argentino, además, era una hábil jugada para atender a Latinoamérica, su mayor consumidor. Bergoglio, más que un producto de la fe, parece una estrategia de mercado, una urgente reacción ante la necesidad de ofrecer una idea de cambio.
A todo esto, además, hay que sumar el creciente éxito de las iglesias evangélicas. Antes el enemigo estaba afuera: era el ateísmo, el comunismo. Ahora, el enemigo está en el territorio de la fe, comparte el mismo Dios. Se calcula que ya el 19 por ciento de la población de América Latina es evangélica. En algunos países de Centroamérica, son mayoría. El Vaticano está perdiendo su mejor rebaño.
Tal vez no hay señal más contundente de la crisis del catolicismo que la existencia de dos papas. Nunca antes, la historia de la iglesia había sido tan ambigua con la representación de Dios en la Tierra. Mientras Francisco I señala que los sacerdotes que hayan cometido algún abuso deben ser castigados por la justicia ordinaria, Benedicto XVI trata de diluir estos crímenes y traslada a la historia mundana cualquier responsabilidad. Si Jesucristo resucitara hoy, ¿en cuál de ellos creería? ¿Acaso se sentiría representado por alguno de los dos?
Al igual que todos los otros liderazgos, la jerarquía católica debe entender que ya no tiene las mismas ventajas que antes. Para bien y para mal, el flujo y la velocidad de las informaciones han trastocado toda la dinámica social. Lo público es ahora mucho más transparente. El poder es más débil. La noción de lo sagrado se ha paganizado.
El catolicismo necesita reinventarse. Con mucha coherencia moral pero, también, con mucha más rapidez. El Vaticano acumula décadas de retraso con respecto al ritmo de las sociedades actuales bajo el signo de la globalización y la tecnología. El sacerdocio de las mujeres, la sexualidad y el celibato, la riqueza oficial, la democratización interna y la transparencia económica son algunos de los temas pendientes para intentar comenzar a conectarse de nuevo con los creyentes. El humo negro sobre Notre Dame también nos recuerda que la iglesia necesita resucitar.