BUENOS AIRES — Pocos le damos la importancia que merecen los quehaceres que se ocupan del bienestar físico y emocional de las personas en el hogar, que se conocen con el nombre de trabajos de cuidado. Son tareas de Sísifo que se desdibujan casi al hacerse: cocinar la comida familiar, limpiar la casa, cuidar a los niños, cambiar los pañales, ayudar con la tarea escolar, lavar la ropa. Y la responsabilidad por llevarlas a cabo un día tras otro casi siempre recae sobre las mujeres.
El imposible malabarismo que enfrentan familias para resolver los cuidados y trabajar fuera de la casa precedía a la pandemia. Pero el aislamiento social lo hizo universal y más abrumador de lo que ya era, forzando a todos a enfrentar la resolución de estas tareas sin las escuelas y las personas que colaboran con estas tareas. Sea como sea, los trabajos de cuidado son parte de una realidad cotidiana que no se reconoce y remunera como trabajo ni cuenta con suficientes políticas públicas que garanticen los derechos que deberían acompañarlos.
Economistas feministas dicen que es necesario entender que los cuidados son un sector fundamental para la actividad social, económica y productiva. Según un estudio de la Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía argentino, si se pagasen, los trabajos domésticos y de cuidado no remunerado contribuirían 67.438 millones de dólares anuales a la economía argentina, una cifra que la pondría por encima de los aportes de la industria y el comercio.
Los encierros pandémicos, que nos enfrentaron a la magnitud de estas tareas, han hecho evidente la insostenibilidad del sistema actual de cuidados, que básicamente depende las posibilidades de cada familia para emplear a terceros para realizarlas. Y tomar conciencia de esta realidad nos brida una oportunidad única para movilizarnos por una redistribución más justa y equitativa de los cuidados. Lograrlo es clave para cerrar brechas de género y reducir la pobreza, aunque implique un giro copernicano. Los éxitos de las activistas feministas argentinas que conquistaron el derecho al aborto a finales de 2020 y han visibilizado la problemática de la violencia de género y los feminicidios, son un ejemplo de lo que se puede lograr en el frente de los trabajos de cuidado que afecta de manera desproporcionada a las mujeres.
La realidad de este, como tantos derechos emergentes, se esconde a plena vista. Esta naturalizada la feminización de los trabajos de cuidados. En Argentina, el 88,9 por ciento de las mujeres realizan la mayoría de las tareas domésticas gratuitas, y le dedican en promedio 6,4 horas diarias, el triple del tiempo que los hombres, según el mismo estudio (en el cual colaboré como traductora al inglés).Las 96 millones de horas diarias que las mujeres dedican a estas tareas les quitan oportunidades de estudio, de trabajo y ocio y tienen un impacto directo en sus economías y calidad de vida, así como en el de sus familias. Es un ciclo vicioso por el cual la responsabilidad desigual en las tareas del hogar hace que las mujeres pierdan oportunidades laborales y que contribuye a la brecha económica de género: ganar menos hace más cuesta arriba redistribuir las tareas del hogar.
Y todo esto tiene un costo para la sociedad: la consultora McKinsey estima que América Latina podría aumentar su producto interno bruto un 14 por ciento en los próximos años si integra mejor a las mujeres a las fuerzas laborales.
La brecha de género se acentúa según el nivel socioeconómico, lo que profundiza la desigualdad social, puesto que las mujeres pobres la sufren mucho más. Las familias de mayor poder adquisitivo suelen pagarles a otras mujeres para llevar a cabo parte de estas tareas. En Buenos Aires, las mujeres del quintil más alto de ingresos dedican 3,3 horas por día a los cuidados no remunerados, mientras que las más pobres dedican poco más del doble de tiempo.
La crisis de cuidados pandémicos excede ampliamente a la Argentina: la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) señala que a causa de la pandemia hubo en la región una “contundente” salida de las mujeres de la fuerza laboral relacionada con a la necesidad de atender demandas de cuidados en sus hogares. La participación laboral femenina retrocedió “más de una década”.
No es, desde luego, un problema solamente latinoamericano, pero amerita especial atención en una región marcada por profundas desigualdades y por un machismo violento que sigue cobrando un precio sangriento.
Por un breve instante de 2020, nos encontramos todos encerrados, cargando con el peso pleno de las tareas de cuidados y sin la posibilidad de recurrir a ayuda externa. En Argentina, se adoptaron varias medidas de emergencia pandémica de corto plazo, como licencias para trabajadores formales con niños ante el cierre de las escuelas o los pagos de subsidios de emergencia, ayudaron a hacer la situación menos gravosa.
Sin embargo, esta igualación fue un momento pasajero. Rápidamente se volvieron a manifestar profundas desigualdades entre las familias que podían contratar soluciones privadas y los que no tienen esas posibilidades; diferencias que prometen profundizarse en el año escolar del hemisferio sur que comienza ahora, con cronogramas limitados y caóticos. Es el momento de que las mujeres y las sociedades latinoamericanas luchemos contra esta inercia.
Las batallas feministas siempre tienen una doble tarea: desnaturalizar la discriminación y después luchar para que el derecho sea efectivo. Desde el sufragio hasta el aborto legal, las ampliaciones de los derechos de las mujeres no fueron evidentes de antemano. La legalización del aborto en Argentina, por ejemplo, fue fruto de un fuerte activismo que duró décadas y abrió conversaciones inéditas y solo se logró cuando el tema se debatió de manera amplia en la sociedad argentina. Lo mismo debe ocurrir con los trabajos de cuidado.
Una agenda de estas labores debe considerar la redistribución de responsabilidades puertas adentro, con hombres que no “ayuden” sino que cumplan a la par de las mujeres y promover cambios sociales que sean acompañados por políticas publicas, como licencias por paternidad extendidas, para establecer desde el primer momento la corresponsabilidad en las tareas familiares y domésticas. Se requiere de inversión estatal para que familias de menores ingresos también puedan acceder a apoyos que alivianen el peso de los cuidados. Y también mejores servicios de cuidados de los mayores para reducir la carga de la responsabilidad en quienes velan por ellos, generalmente mujeres. Por último, todo esto debe debatirse públicamente de la manera más amplia posible.
La pandemia podría ser el momento de la verdad de los trabajos de cuidados, un sector que es invisible para tantos que naturalizan la asignación a las mujeres de estas labores gratuitas o mal pagadas.