“Idiota”, “racista”, “sociópata”, “estafador”… los ex asesores y ex altos cargos de Trump le han dedicado toda una colección de piropos. El patrón es casi siempre el mismo: entran a trabajar para él y, durante un tiempo, colaboran con sus barbaridades, las defienden públicamente y le ríen todas las gracias. Sin embargo, al poco de dimitir o de leer en Twitter que los han echado, tienen una revelación sobre su (ex) jefe y sienten una irrefrenable necesidad de de compartirla.

Es entonces cuando se sinceran en unas memorias bien pagadas o en una dignísima entrevista en televisión. Cariacontecidos, confiesan que el presidente es esto y aquello, que hay que ver lo mal que hizo lo otro, y que si ellos jugaron un pequeño papel en la trama fue por su alto sentido del deber. Sin mí, dicen siempre, habría sido todavía peor. El cementerio del Partido Republicano está lleno de gente que creyó que podía controlar a Donald Trump.

John Bolton es solo el último de los arrepentidos. Trump ha ido a los tribunales para intentar que no publicara unas memorias en las que explica que al presidente le importa un bledo el interés general y que conspira con gobiernos extranjeros para que le echen una mano en las próximas elecciones. Otro libro bien remunerado con el que se une a una larga lista de exes con mala conciencia. Para ser Trump una persona que se define a sí misma como “un genio” con “gran e inigualable sabiduría”, la verdad es que se le da bastante mal elegir a su personal.

‘Haters’ de largo recorrido

Aunque Trump es el presidente con más cambios de personal de los últimos 40 años, algunos de los primeros que hicieron sonar la alarma sobre él fueron los que lo conocían mucho antes de llegar a la política. En la noche y los negocios de Manhattan, ya había algunos arrepentidos dispuestos a hablar.

Uno de los primeros fue precisamente el autor del mito de Trump, el hombre que empezó a construir para él esa imagen de infalible genio de los negocios que tanto le ha ayudado en política. Tony Schwartz escribió para él su autobiografía ‘El arte del trato’, de la que se han vendido más de un millón y medio de ejemplares, y cuando vio que podía convertirse en presidente quiso dejar claro que su superventas era una obra de ficción. Describió a Trump como un mentiroso compulsivo, sin conciencia y con una insaciable necesidad de “dinero, alabanzas y fama”. Y añadió: “Creo de verdad que, si Trump gana y le dan el maletín nuclear, hay una posibilidad importante de que sea el fin de la civilización”.

Un retrato no muy diferente del que ofrece otra de las personas que más cerca ha estado de él. Michael Cohen fue durante 12 años mucho más que un abogado para Trump: amenazaba a los periodistas que le criticaban, pagaba a sus amantes para que guardaran silencio y hasta negociaba en su nombre con el Kremlin. Sin embargo, cuando la policía llamó a su puerta y Trump fingió olvidarse de quién era, dijo que el presidente era un “racista” y un “estafador”, y ofreció todo tipo de detalles humillantes sobre él. Ha salido hace poco de prisión.

Vivir en la montaña rusa de Trump

El desengaño que sufren muchos de los que trabajan para Trump se ve incrementado por la rotundidad con la que el presidente pasa del amor al odio, del halago a la burla. Es cierto que, tras dejar el cargo, su exsecretario de Estado Rex Tillerson ha dicho que Trump es un indisciplinado incapaz de leerse un informe, pero también es verdad que en unos meses el presidente pasó de considerarlo “uno de los grandes líderes empresariales del mundo” a definirlo como “más tonto que una piedra” y “más vago que el infierno”. Eso tiene que doler.

Omarosa Manigault, que llegó a la Casa Blanca como asesora con el indiscutible mérito de haber concursado en el reality que presentaba Trump, solía ser para el presidente una “muy muy buena persona”. Sin embargo, cuando dejó de trabajar allí y escribió un libro poco halagador, se convirtió en un “bicho raro” que “había suplicado con lágrimas en los ojos un trabajo”. Peor aún fue lo de Anthony Scaramucci, que llegó de Nueva York para ser su director de comunicación y lo despidió 10 días después. Ahora se arrepiente de su (breve) paso por la Casa Blanca y llama al presidente “traidor” y “despreciable”. Trump no se queda atrás y lo define como “un pirado altamente inestable”.

La decepción de “mis generales”

De todas las grandes desilusiones de Trump, las peores son probablemente las que se ha llevado con los militares. Desde el primer momento le ha gustado rodearse de uniformes, diciendo que “sus generales” tenían exactamente el aspecto que debían tener: “Si estoy haciendo una película, le escojo”. Sin embargo, los militares de alta graduación tienen una tendencia a tener sus propias opiniones que acaba por atragantársele.

El general John Kelly ha hablado de su “infierno” durante su etapa como jefe de gabinete de Trump, en la que tenía que combatir la tendencia del presidente a mentir y recordarle que por sus decisiones “puede morir gente”. Trump dice ahora que el puesto le venía grande. Su exsecretario de Defensa, el general James Mattis, dimitió harto de que le sorprendiera con ocurrencias y ahora dice que es “una amenaza para la Constitución”. El presidente le considera “el general más sobrevalorado del mundo”.

En realidad, todos tienen el mismo problema: los políticos republicanos, los asesores, los miembros del Gobierno, los médicos que le aconsejan contra la pandemia… Trump solo permite un protagonista en el show y es él mismo. Los actores secundarios solo están en escena para hacerle quedar bien, todo lo que no sea el halago y el aplauso no tiene sitio. Al principio de su mandato parecía que los generales estaban al margen, pero ha llegado a decirles que son “un montón de tontos y bebés” que “ya no saben ganar”. Estar a su lado exige sumisión total y completa. Quien crea que puede mantener un mínimo de criterio y dignidad está destinado a la humillación pública y, con el tiempo, a escribir un libro autoexculpatorio sobre lo muy equivocado que está Trump.