La lista fue publicada en la página del Partido Republicano e inmediatamente quedó colapsada. Trump la dedicó a “los prejuicios desatados, las coberturas injustas y los bulos absolutos” de 2017. En sus 11 premios, el último dedicado en genérico a la trama rusa, calificada como “la mayor farsa contada al pueblo americano”, el presidente ofrece un recuento de las cuchilladas informativas, la mayoría equivocadas, que más le han dolido. “El 90% de la cobertura sobre el presidente Trump es negativa”, destaca en su presentación.

A la campeona CNN le echa en cara haber asegurado “falsamente” que él y su hijo Junior tuvieron acceso a los papeles de Wikileaks en campaña, así como la manipulación de un vídeo con el primer ministro japonés dando de comer a unos peces, una inexistente reunión de su antiguo asesor Anthony Scaramucci con rusos, y la aseveración de que el director del FBI, James Comey, iba a desmentir al presidente sobre el hecho de que no estaba bajo investigación. Para The New York Times, aparte del primer puesto a Krugman, le reserva otro premio por haber publicado en primera página que la Casa Blanca había ocultado un informe sobre el cambio climático.

The Washington Post le recrimina una fotografía de un mitin suyo en Pensacola (Florida), donde las gradas aparecían vacías cuando estaban llenas (realmente la imagen fue sacada en Twitter por un fotógrafo del periódico e inmediatamente retirada). A la revista Time le critica por haber afirmado que había retirado un busto de Martin Luther King de la Casa Blanca, a la cadena ABC por una falsa noticia económica que sembró el pánico en la bolsa, y a Newsweek por publicar que la primera dama polaca no le había dado la mano en la visita oficial a su país.

La insólita iniciativa, que Trump anunció a bombo y platillo, supone una nueva vuelta de tuerca en los ataques que ha lanzado a la prensa crítica desde que llegó al poder. En batalla constante con los periódicos y televisiones que destapan sus escándalos, Trump no solo les ha dado plantón en la tradicional cena de corresponsales, algo que no ocurría desde 1981 cuando Ronald Reagan fue herido de bala, sino les ha llegado a considerar “enemigos el pueblo americano” yha blandido contra ellos una imposible ley antilibelo.

Desmesurado, como es habitual en él, su pulso arranca de su obsesión por la imagen. Desde que era un joven escualo inmobiliario, Trump dedica sus primeras horas de la mañana al seguimiento intensivo de los medios. Busca, según sus biógrafos, verse a sí mismo y le enfurece salir mal. En sus tiempos neoyorkinos era tal su ansia de aplausos que él mismo llamaba a los periódicos, haciéndose pasar por su portavoz, para contar jugosos detalles de sus pretendidas conquistas: desde Carla Bruni a Kim Bassinger. Era pura invención, pero le servía para verse al día siguiente en las portadas de los tabloides como un gran conquistador.

Décadas después, esta necesidad de alabanza permanente ha derivado en una auténtica pesadilla para los medios críticos, a los que fustiga a diario. Pero los ataques en Twitter son un arma de doble filo. Más allá de su ego, le sirven, como él mismo ha reconocido, para superar el filtro mediático y conectar con su base de votantes.

La estrategia es de largo aliento y en su gestación participó el defenestrado asesor, Steve Bannon, quien declaró a los medios críticos como “el principal partido de oposición”. En esta línea, la carga continua contra The New York Times, The Washington Post o CNN ha buscado desactivar el valor de sus exclusivas en temas tan volátiles como la trama rusa.