Un proverbio africano describe bien la preocupación cada vez mayor sobre un enfrentamiento geopolítico de las potencias mundiales por Venezuela: “Cuando los elefantes pelean, es la hierba la que sufre”.
Como sucede en muchos conflictos de poder, Venezuela es el botín de un premio más grande. Para Estados Unidos, representa la oportunidad de controlar la agenda en la región, marginar la influencia de Rusia y asegurarse de que China no avance más. En una lucha entre elefantes, son los venezolanos los que llevan las de perder.
Sin embargo, los venezolanos ya han perdido demasiado. Durante años han sufrido con una economía en caída libre y un gobierno caótico. La escala de la crisis es abrumadora: una tasa de inflación que ha sobrepasado un millón por ciento, una contracción económica histórica, el desplome de la producción petrolera y el éxodo de más de tres millones de personas. Hoy, el riesgo es que a medida que las preocupaciones políticas van dejando de lado los apuros diarios de los venezolanos, la situación, que de por sí ya es extrema, pueda empeorar. Al buscar un cambio de régimen abrupto de todo o nada contra Nicolás Maduro y a favor del líder de la oposición, Juan Guaidó, Estados Unidos ha convertido una crisis regional en una lucha de potencias mundiales. ¿Por qué ahora?
Algunos dicen que es por el petróleo. Venezuela es uno de los países que tienen más reservas comprobadas de crudo en el mundo y está más cerca de Estados Unidos que la mayoría de los demás proveedores importantes. Marco Rubio, senador del estado de Florida en Estados Unidos, y John Bolton, asesor de Seguridad Nacional del presidente Donald Trump, se han jactado de que la presidencia de Guaidó significaría más dinero para las petroleras estadounidenses.
Pero ni en el punto más álgido de las tensiones entre ambos países, cuando Hugo Chávez era presidente de Venezuela, se detuvieron los embarques de petróleo con dirección a Estados Unidos. Tampoco ahora. Empresas como Chevron y Halliburton continúan operando en el país. Antes de que la semana pasada se anunciaran sanciones a Petróleos de Venezuela (PDVSA), la compañía petrolera estatal, 8 de cada 10 dólares de los que recibía Venezuela en ventas de petróleo provenían de Estados Unidos. La realidad es que Venezuela depende de Estados Unidos mucho más que Estados Unidos de Venezuela.
Algunos afirman que la democracia ha impulsado al gobierno de Trump a intervenir, pero cuando el presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, se robó la elección en 2017, Estados Unidos lo respaldó. De igual modo, el secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, apoyó de manera tácita al presidente de Guatemala, Jimmy Morales, cuando anuló la Cicig —la comisión anticorrupción creada por las Naciones Unidas—, una acción considerada antidemocrática por buena parte del mundo. Además, cualquiera que afirme promover la democracia y los derechos humanos condenaría el nombramiento de Elliott Abrams como enviado especial a Venezuela. Su participación en operaciones encubiertas y su apoyo a los escuadrones de la muerte en Centroamérica en la década de los ochenta se han documentado extensamente.
Si no es ni el petróleo ni la democracia, ¿entonces qué motiva la presión desproporcionada del gobierno estadounidense para derrocar al chavismo y a qué precio para Venezuela y América Latina? Para Estados Unidos, el cambio de régimen en Venezuela significa recuperar el liderazgo sobre su “patio trasero”, como el entonces secretario de Estado John Kerry describió a América Latina en 2013, tras casi veinte años de marginación.
Chávez tomó posesión como presidente por primera vez el 2 de febrero de 1999. Llegó a la presidencia en parte por la promesa de revertir la austeridad impuesta por Estados Unidos, además de las políticas de privatización y libre comercio que provocaron desigualdad y llevaron a la pobreza a millones de personas en toda la región. Al destacar el sufrimiento de la gente, Chávez ayudó a abrir paso a una nueva cepa de líderes en la región dispuestos a reivindicar una mayor independencia política de Estados Unidos.
A medida que llegaban gobiernos de izquierda al poder en toda América Latina, usaron el repunte en los precios de las materias primas para distribuir la riqueza y disminuir la pobreza. También formaron alianzas estratégicas para contrarrestar la influencia de Estados Unidos en los asuntos del hemisferio: estrecharon relaciones diplomáticas y promovieron inversiones grandes con China y Rusia, entonces en ascenso. Cuando Brasil ayudó a sabotear el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en 2005, quedó en evidencia que la era del predominio estadounidense en la región había terminado. Washington había perdido su capacidad para marcar la agenda.
Sin embargo, la marea ha vuelto de nuevo. La corrupción, los malos manejos y el agotamiento de los gobiernos de izquierda han dado lugar a gobiernos más alineados con las políticas comerciales y los intereses políticos estadounidenses. En Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Perú nuevos líderes están revirtiendo las políticas de la marea rosada que desvincularon a la región de la influencia de Estados Unidos y la dirigieron hacia otros mercados y alianzas.
Estados Unidos no diseñó este cambio, pero está listo para tomar las riendas. La semana pasada, The Wall Street Journal informó que desde hace tiempo los funcionarios del gobierno de Trump tienen en la mira a Cuba y buscan detener los avances de China y Rusia en la región. El cambio de régimen en Venezuela lograría ambas cosas.
Es en Venezuela donde la influencia china y rusa en América Latina ha sido más fuerte, en forma de miles de millones de dólares en efectivo, crédito o ventas, en particular de armas y tecnología. Y Cuba depende de los servicios y el petróleo de Venezuela para sobrellevar las sanciones de Estados Unidos. Pero también Estados Unidos tendría una victoria simbólica: fue en Venezuela donde hace dos décadas comenzó el cambio regional que redujo su influencia.
Para Estados Unidos, el tiempo es oro. Consolidar la influencia y el liderazgo en América Latina no solo depende de lograr un cambio de régimen en Venezuela, sino de hacerlo rápido. Cada día que Maduro conserva el poder les da a Rusia y a China más ventaja para buscar un resultado que no los deje totalmente fuera de Venezuela o de la región, ya que, de quedar al margen, no solo perderían lo que han invertido, sino también futuras oportunidades para seguir haciéndolo, como argumentó recientemente The Economist.
Un resultado como ese, sin embargo, debilitaría el poder que Estados Unidos está buscando reafirmar: impulsar una estrategia en la cual el ganador se queda con todo exige una escalada rápida que finiquite la crisis, sin importar los costos. Una estrategia en la que el ganador se queda con todo le quita posibilidades a una transición pacífica en Venezuela. Margina a los grupos políticos de izquierda, tanto nacionales como extranjeros, que abandonarían a Maduro, pero en cambio se sentirían obligados a pelear hasta el final.
Hay alternativas. En América Latina y Europa han surgido llamados a la negociación para que haya elecciones libres y justas. En el pasado, Maduro ha usado las negociaciones para impedir cambios y aferrarse al poder, pero ahora el escenario es distinto. Con la mirada del mundo puesta en Venezuela, Maduro y quienes lo respaldan en casa y en el extranjero no tendrían margen para recurrir a evasivas. Las nuevas elecciones les permitirían a los venezolanos determinar su futuro en sus propios términos, lo que allanaría el terreno no solo para una presidencia legítima en el corto plazo, sino para una transición más estable a largo plazo.
De lo contrario, es la hierba a la que le tocará sufrir.