Ya ves, viajero, está su puerta abierta, todo el país es una inmensa casa. No, no te equivocaste de aeropuerto: entra nomás, estás en Nicaragua.”
Julio Cortázar, 1980.
En casa de la familia Valle hay una silla vacía desde el 14 de julio. Y no siempre es la misma. La casa de la familia Valle en Managua es una cárcel en la que una madre, sus dos hijas y su hijo esperan a que un día la policía eche la puerta abajo y los lleve como ya ha llevado a cientos. No quieren huir. No pueden. No mientras el padre siga encerrado en el penal del Chipotle. Alguien tiene que llevarle la comida y recordarle los martes, aunque solo sea durante media hora, que no está solo. Que siguen allí. Juntos en la lucha contra la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Rebeca Montenegro, la madre, siempre se levanta la primera. Apenas termina de lavarse y tomar café, pone carbón en una estufa. El sol de la mañana irrumpe en el patio. El humo es lo único libre en esta casa. La luz marca su ruta de huida mientras asciende entre las láminas del tejado y un palo de mango. La carne de res se hace a fuego lento hasta ponerse negra, un poco dura. Rebeca la cocina para su marido, Carlos Valle, que cumple más de 100 días preso sin que se hayan presentado cargos en su contra.
Para el almuerzo, alista esa carne, el arroz con chismol, los frijoles y las tajadas y una botella de agua congelada a la que Carlos añadirá algo de cebada para prepararse un refresco. Las dos bandejas de durapax en las que coloca la comida antes de cerrarlas con cinta, a reventar. Escribe el nombre de su esposo con un marcador negro.
Bajo el nombre, tres letras, T.Q.M.
Rebeca está lista para su peregrinación diaria al penal de memoria más oscura del país. A sus 44 años derrocha presencia. Es alta y fuerte. De pelo en moño y cara limpia, elegante en el gesto, no desfallece. Derrocha actitud. Se despide de su hijo David, de 22, remolón y lento, colocho y barbudo. De sus hijas. La recia Elsa, de 19 años, piel mate y pelo largo y muy cuidado. Rebeca, una adolescente de 16, vestida de negro y sin palabras. No puede llegar tarde. La policía deja de recibir la comida con una puntualidad que forma parte del castigo. No sería la primera vez que su marido se quedase sin comer por un retraso. La casa, modesta pero bien organizada, destila firmeza y determinación pero también tristeza, agotamiento, tensión ensimismada y consumo compulsivo de series en el sofá. Van por el décimo capítulo de la quinta temporada de Vikingos.
El taxi, a mano alzada y colectivo, que sale más barato. Durante el trayecto no abre a boca. Todos saben. Al meter la cabeza por la ventanilla y pedir precio ha dicho dónde va.
El Chipote.
Para subir al Chipote hay que agarrar aire y moral. La cárcel de cuanta dictadura ha sido en Nicaragua proyecta su sombra sobre el país anclada desde hace casi 90 años en la Loma de Tiscapa, centro de Managua. Está al final de una cuesta pronunciada. Regada por un chorro de calor.
Prologada por dos escenas en blanco y negro.
En la primera vemos a una mujer joven que reparte bolsas de comida. Viene de la iglesia católica. Algunas de las esposas, madres y hermanas de los presos y presas en la cárcel no tienen suficiente -dinero ni tiempo- para llevar dos tiempos de alimentos al día. La joven apunta el nombre en una libreta de anillas y entrega la bolsa. Escueta, nerviosa, incómoda, ocupada, señala hacia arriba con la mirada y una leve inclinación de la cabeza. “Nos molestan mucho. A veces llegan y nos quitan las bolsas”.
La segunda escena muestra a quienes entorpecen sus vidas. Una docena de hombres sentados sobre un pequeño muro. En las manos, bastones de madera y metal. Cuando Rebeca pasa delante de ellos, cargada y sofocada, los golpean contra el suelo. Toc, toc, toc. Clavan la mirada, perseguidora. Ella no se la devuelve. “Antes era peor, agredían, empujaban, insultaban”, explica ignorándolos. Son la turba. La fuerza de choque del gobierno. Aquí no manda la policía. Mandan ellos, su estado de ánimo, las órdenes que hayan recibido. Pueden hacer lo que quieran con los familiares de los presos.
El último tramo de la subida recorre el pasillo formado por toldos del Frente Sandinista de Liberación Nacional decorados con mensajes alusivos a su paz, la de los francotiradores, entre las fotografías y nombres de dos docenas de policías. Según la propaganda del gobierno esos son los agentes asesinados por los manifestantes de las protestas contra el gobierno de los últimos meses. Según esa misma versión falsaria de la historia, esa turba no es turba. Son los familiares de esos agentes. Rebeca se ríe. “Ya nos conocemos. Son tan familiares de policías como yo. Muertos de hambre es lo que son, que nos agreden por un saco de frijol”.
Frente al portón, silencio e incomodidad. Durante la espera, una a una,se acercan las mujeres, agarradas a bolsas y carpetas llenas de papeles. Sin dejar de mirar hacia la verja y los policías, como si no estuviésemos hablando, mascullan el nombre de su familiar y el tiempo que lleva detenido. Un mes, tres meses, siete meses. Quienes están encerrados aquí, en el hoyo de la detención arbitraria, no saben de que se los acusa. No hay cargos contra ellos, dicen, ni han sido, en muchos casos, presentados ante el juez. La policía abre la puerta. Sin cruzar una palabra, casi sin mirarse, Rebeca da el nombre del preso, Carlos Valle, deja las bolsas, entrega su cédula, firma y tiene que irse. Como todas las demás.
Del interior sale una picop abierta quemando llanta. Tres policías encapuchados y bien agarrados a sus armas se llevan a un hombre esposado. Una de las mujeres reconoce a su mamá en la cabina. Se emociona. Llora. Dice “¡Mamá! ¿Adónde la llevarán?” Las otras responden. “Corré, corré, andá, pedí taxi, andá al juzgado, seguro que la podés ver”. Corre cuesta abajo, sola. Las demás se despiden. Volverán a verse al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Más adelante sabremos que ir a ver a una presa al juzgado puede provocar que la visita termine con la familia en el Chipote.
De regreso en casa la madre convoca a sus tres hijos alrededor de una mesa cubierta por un mantel de plástico. David, de 22, visiblemente enfadado con la vida, incómodo. Elsa, de 19, muy seria. Rebeca, de 16, tímida. Ausente. Ya sea por imposición militante, orden materna o voluntad sincera de aportar su testimonio, todos participan. Cada uno imprime su estilo y momento. Las heridas abiertas por sus experiencias coreografían el modo de procesarlas ante el extraño. Rotan por las sillas, hablan, vienen y van, se levantan de la mesa al cuarto, caminan por el patio o se tiran en el sofá. Regresan a la mesa para apostillar o solo escuchar.
Los cuatro lo están pasando mal. El padre lleva detenido 100 días. Rebeca, la madre, madre, abogada y notaria pública ha sido golpeada y despedida de su empleo en la administración después de 16 años trabajando en el área de la formación técnica de estudiantes. David, el hijo mayor ha sido golpeado, amenazado, detenido y espera que cualquier día vengan a llevárselo de nuevo. Solo sale de casa para trabajar en un call center –de amigos que nos apoyan, matiza- o para ver su hijo de año y medio con el que no vive por motivos de seguridad. A la mediana, Elsa, la tuvieron 75 días presa. Sufrió un aborto en la cárcel. Asesinaron al padre del bebé. No sale de casa. A Rebeca-hija la golpearon, detuvieron y mantienen acosada en la escuela. Mientras dura el receso de invierno tampoco sale de casa.
La familia Valle paga así su cuota de sufrimiento por participar en el levantamiento azul y blanco contra el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Desde que comenzó la rebelión, el 18 de abril, quedan en la memoria más de 300 muertos y más de 600 presos políticos; Miles de personas han huido exiliadas al extranjero o languidecen escondidas en casas de seguridad por todo el país; Un diario, Confidencial y dos canales de televisión, Esta Semana y 100% noticias han sido confiscados mientras el resto de los medios críticos y sus periodistas están listos para seguir el mismo camino de la cárcel o el exilio; casi todas las organizaciones no gubernamentales nicaragüenses que peleaban han sido clausuradas y los organismos internacionales de derechos humanos que han denunciado lo que sucede en Nicaragua han sido expulsados del país.
La familia Valle al completo es víctima de lo que el Grupo de Expertos Independientes nombrado por la Organización de Estados Americanos ha calificado en su informe sobre lo sucedido en Nicaragua como “crímenes de lesa humanidad” perpetrados por el gobierno. Han sido asesinados, perseguidos, detenidos de manera arbitraria, acusados, golpeados, de algún modo torturados, sometidos a tratos vejatorios, amenazados y represaliados laboralmente por su compromiso político. Son los perdedores de una ofensiva contra la oposición política lanzada por la policía y fuerzas paramilitares coordinada desde las instancias más altas del estado. La familia Valle, unida, es recordatorio y testigo de que algún día los responsables de la represión en Nicaragua podrían acabar sentados ante la justicia internacional.
La detención de Carlos Valle.
Como casi todas las historias nicaragüenses, la historia política de Carlos Valle es un círculo de lucha contra la dictadura que se cierra sobre sí mismo. Comienza durante la dictadura de Anastasio Somoza en la década de los 70 y sigue durante la de Daniel Ortega y Rosario Murillo, casi medio siglo después. La cárcel del Chipote, el hilo que une Nicaragua a lo largo de sus dictaduras. Pasa el tiempo y la represión se repite. Hay más presos políticos en Nicaragua hoy que al final de la dictadura somocista.
Según cuenta Rebeca la vida de su esposo Carlos y la política son una desde que tuvo uso de razón. A los 16 escapó de casa. Fue miembro de la guerrilla sandinista. Su último combate de entonces fue en Managua. Aún tiene el brazo derecho lleno de charneles (metralla). Tras el triunfo de la revolución trabajó en el área de granos básicos y distribución de alimentos. Se desencantó, explica, por la diferencia entre el socialismo de palabra y el real. En algún momento cayó preso –no abunda- vivió un primer exilio y regresó a Nicaragua como miembro del Partido Liberal Constitucionalista, del que fue concejal en Managua entre 2001 y 2007. De ahí pasó a rebuscarse la vida como cronista de béisbol para la emisora radial Corporación e incluso tuvo un taxi. Hablaremos del taxi después, su esqueleto yace en el patio de la casa. Su familia ha recorrido Nicaragua de punta a punta y de mitin en mitin. Nunca dejó el activismo. Aunque lo esperase -quizás lo deseara- no sabía que sus hijos tomaban nota de lo que veían y acabarían asumiendo el testigo de su lucha. Es más, si hoy está detenido fue por manifestarse pidiendo la libertad de su hija, apresada incluso antes que él.
Dice David. “Mi papá siempre nos enseñó a luchar por lo que uno cree. Es la educación de la casa y eso marca. Ese sentimiento nos lanzó a la protesta con una determinación clara. No quita el miedo pero amarra a la lucha”.
A Carlos Valle lo detuvieron en la calle el día 15 de septiembre de este año. Regresaba a casa tras una marcha de protesta junto a su esposa, su hija pequeña y su hijo. Cargaban una pancarta. Pedían la libertad de Elsa, de 19 años, la hija mediana, que llevaba presa desde el 14 de julio. Existe una grabación de teléfono del arresto. A la altura del mercado Huembes se les acercó un hombre en moto. Llevaba una niña detrás. Entre la niña y él, un saco de grano. La versión de Rebeca-madre dice que a ese hombre lo envió la policía para provocar y que el grano lo demuestra. El saco, asume, es en pago por el servicio prestado. “Que diera gracias a dios que su hija no estaba engusanada o violada en un cauce”, recuerda que dijo el hombre de la moto. “A los nicaragüenses nos corre sangre por las venas y no gelatina”, justifica Rebeca, así que Carlos le soltó un puñetazo en el casco. Se lastimó la mano. Había caído en la trampa.
Varias cuadras después apareció una patrulla. De ella se bajaron media docena de policías y un par de hombres de civil. Carlos se deshizo del teléfono y la cartera y trató de huir. No lo logró. La familia entera reaccionó. En medio de la confusión, a sus 16 años, con la experiencia que dan meses de marchas de protesta, Rebeca-hija saltó. “Me puse a meterle golpes a los policías y ellos sin piedad me golpeaban en la cara y me apartaban”, cuenta. No tenía ninguna posibilidad. Se quedó sola en la calle. Llorando. Perdida. En estado de shock. Acababan de llevarse a su madre y a su madre. Había perdido a su hermano. Logró que alguien la llevara a casa de su abuela. “Sentí rabia y dolor. Más rabia que dolor”.
Rebeca-madre recuerda dos frases de los civiles a Carlos: Un “por fin te agarramos, pelón maldito golpista” y un “ya sabés lo que te espera, tiro y a un cauce”. Decidió pelear por su esposo. A Carlos lo tiraron a la parte de atrás de la camioneta. “Me mancuerné con los policías hasta que no pude más. Me subí. Aceleraba y frenaba para que me cayera. Un policía que iba sobre él monta el AK y le apunta. “Disparale le digo, que te voy a perseguir hasta la vida eterna”. Al llegar a la estación número cinco a Rebeca le dieron dos culatazos y la sacaron a aventones del lugar. “Mi esposo traía la boca llena de sangre”.
Desde la puerta vio como también metían dentro a su hijo. Durante el arresto, David se quedó con un número escrito en el vehículo que se llevaba a sus padres: Distrito cinco. Allá se fue. Cuando estaba cerca, se metió en una frutería para cambiarse de camiseta -no somos delincuentes, somos estudiantes- antes de entrar a preguntar por él. Un sapo (chivato), los sapos siempre, lo denunció a la policía. Entró a la comisaría, sí. Pero detenido. A golpe de culatazo. En una celda, recibiendo golpes, se comunicaron con gestos. Nadie debía reconocer que eran familia. Pero no contaban con el enlace político. Como en las cárceles, en las comisarías tampoco manda la policía. Un líder sandinista, un civil encapuchado, llegó a ver a los detenidos. Su trabajo, sacar fotos, recoger nombres y cédulas, circularlas por sus grupos para el señalamiento. Marcó a padre e hijo. Dio orden de enviarlos al Chipote. A los dos los enchacharon y los llevaron tirados en el suelo de una camioneta. “Nadie levante la cabeza que le doy con la culata”, repetido una y otra vez. Una vez allí, ocho horas sentados en el suelo. Ocho horas de interrogatorio colectivo. Piden nombres, insultan. “Ustedes perros van a morir” o “los tenemos en videos disparando a la policía”. Mienten para forzar confesiones. Decidieron que no tenían nada de qué acusar a David. No pueden quedarse con todo el mundo, no hay espacio. Lo pasaron a una oficina, de civiles de nuevo, para recibir un discurso moralizante. Esa misma noche lo soltaron. Desde que salió, no paró de vomitar hasta el día siguiente. Pudo reunirse con su madre y su hermana pequeña para regresar a su encierro en casa. Su padre, Carlos, se quedó en el Chipote.
Desde aquel 14 de julio, sólo su esposa Rebeca puede visitar a Carlos Valle en prisión. Los martes, en una sala donde los guardias colocan dos hileras de sillas en paralelo, una para los presos, otra para los familiares, sin ninguna privacidad y con prisas. A los hijos de Carlos Valle no les está permitido visitarlo. Por una regla no escrita pero sí explicada. Nadie que haya estado preso en el Chipotle puede visitar a un preso en el Chipotle. Y los tres hijos de Carlos Valle son veteranos del Chipote.
Elsa y David. Su batalla.
Elsa y David discuten para recordar cuál de los dos se sumó primero a la lucha.
Fue él. Ella cede. Apenas un par de días de diferencia. 19 y 21 de abril. David se fue con su novia a la UNAN (Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua). Dejaron a su hija de año y medio con la abuela, con Rebeca. Dejaron también sus trabajos en un call center, pidieron sus liquidaciones y con ese dinero compraron suministros para encerrarse en la universidad.
La última fase de calentamiento para la rebelión llevaba tiempo incubándose. El incendio de la Reserva de Indio Maíz y la desidia gubernamental en su extinción, los golpes, la represión. Los viejitos, la protesta por el recorte a la seguridad social, más golpes, la represión de nuevo. Los últimos diez años de sandinismo new age, cristiano socialista y solidario, el régimen de los saporotes -sapos y cerotes corruptos vigilando y delatando a sus vecinos por cuatro sacos de comida y una mochila de material escolar o un sueldo del estado- estallaron en lo que tardaron en correr decenas de cadenas de mensajes por whatsapp que llamaban a la protesta estudiantil. A ocupar la universidades.
Elsa estudiaba periodismo en la Uhispam (Universidad Hispanoamericana). Un grupo de amigos de Elsa lanzó la ocupación de la UPOLI (Universidad Politécnica). Pedían medicamentos, comida y gente dispuesta a proteger la universidad del ataque de la policía y turbas del gobierno. Agarró un bus y fue al trabajo de su madre.