NASHVILLE, Estados Unidos — Para ir de mi habitación a la cafetera todas las mañanas, paso por un conjunto de ventanas que da a dos comederos y una pileta para pájaros. Mi costumbre matutina es quedarme allí un rato para empezar el día con mis vecinos alados. Si es temporada de migración, como ahora, tomo mi café y vuelvo para quedarme más tiempo, por si llegó un visitante exótico durante la noche.
Este invierno, una escena que se desarrollaba más allá de esas ventanas me heló el corazón. Posados en el comedero de semillas de cardos había dos pinzones: un jilguero a un lado y, justo enfrente, un pinzón común. El jilguero cogía las semillas con energía, pero el pinzón doméstico estaba aletargado, desaliñado y anormalmente quieto. Tenía los ojos hinchados y parcialmente cerrados. Mientras lo observaba, empezó a frotárselos, uno tras otro, contra el ojal de acero que cerraba la abertura del comedero más cercana a su percha. El pájaro sufría claramente una conjuntivitis micoplásmica, una infección bacteriana muy contagiosa.EL TIMES: Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos.Sign Up
Se trataba de una emergencia. Para los pájaros cantores, visitar un comedero o un baño para pájaros es como ir a un espectáculo masivo sin cubrebocas. Si uno de ellos está enfermo, los demás también lo estarán. Y por “los demás” me refiero a algo más que los pájaros: muchos virus, bacterias y hongos aviares pueden infectar también a los seres humanos y a sus mascotas. Tengo cuidado de desinfectar mis comederos antes de rellenarlos, pero el cuidado no siempre es suficiente. Retirar los comederos durante un par de semanas y vaciar la pileta de los pájaros ahora son las principales prioridades del día.
Ese tipo de historias suelen hacer que la gente, al menos la que no es científica, crea que debo saber mucho sobre aves. En realidad, no soy ornitóloga, ni siquiera observadora veterana de aves. Como aficionada, todo lo que tengo a mi favor es la atención, la curiosidad y la voluntad de investigar cualquier cosa que me desconcierte.
Afortunadamente, la atención, la curiosidad y una buena guía de campo son todo lo que necesito para averiguar qué criaturas visitan mi jardín y cómo se desenvuelven en él. El verano pasado, el saltamontes más grande que he visto en mi vida entró volando en mi jardín de polinizadores mientras deshierbaba. Mi libro de bichos me enseñó su maravilloso nombre: langosta oscura rayada. Me observó mientras arrancaba las malas hierbas, giró para seguir mis movimientos y yo observé cómo me observaba a mí.
Todas las criaturas me resultan fascinantes y así ha sido desde que era niña, pero ahora les presto más atención porque sé lo difícil que mi especie les está haciendo la vida a las demás.
Durante mi infancia, en los años sesenta, era habitual ver a la gente arrojar despreocupadamente la basura por la ventanilla del coche, pero actualmente la indiferencia humana ante el mundo natural tiende a ocultarse mejor, incluso de nosotros.
Las fuerzas del mercado se han esmerado para que no nos demos cuenta de las depredaciones de las que somos cómplices: los microplásticos que contaminan nuestras vías fluviales cada vez que lavamos una chaqueta de vellón o una blusa de poliéster, el papel higiénico que está destruyendo el bosque boreal, los venenos que rociamos en nuestros patios —hasta cuatro veces más, por hectárea, de los que usan los agricultores— porque se nos comercializan como “aditivos” benignos.
Mientras esperaba en la fila de una tienda de jardinería la semana pasada, escuché al dueño hablarle a otra clienta de un “tratamiento” que podía rociar en todos los arbustos y árboles de su jardín para “encargarse” de cualquier tipo de bicho que pudiera estar alimentándose de ellos. No le dijo que también mataría mariposas y abejas y langostas oscuras rayadas. No le dijo que también estaría envenenando a los pájaros cantores que se alimentarían de los insectos envenenados o a los depredadores que se alimentarían de los pájaros cantores debilitados.
Tal vez ella recuerde haber hecho una “linterna” con un tarro de cristal cuando era niña, y entonces tal vez se pregunte por qué no hay luciérnagas para que sus propios hijos las atrapen. Pero me parece que no se le ocurrirá pensar en eso.
Muchas personas ya no sienten una conexión con el mundo natural porque ya no se sienten parte de él. Hemos llegado a pensar en la naturaleza como algo que existe a cierta distancia en auto. Ni siquiera conocemos los nombres de los árboles de nuestros patios.
De todos modos, la naturaleza nos rodea y no me refiero solo a los pájaros cantores y a los conejos de cola de algodón de cualquier barrio suburbano. Me refiero al coyote que está escondido en un baño del centro de convenciones de Nashville; a los halcones de cola roja que anidan en Manhattan; al mapache que escala un rascacielos en St. Paul, Minnesota; al oso negro que descansa en un jacuzzi en Gatlinburg, Tennessee; a la tortuga de caja del este que tocó a la puerta de mi amiga Mary Laura Philpott.
Estos encuentros nos recuerdan que estamos rodeados de criaturas tan únicas a su manera como nosotros a la nuestra. Y nuestro deleite en sus travesuras también nos dice algo sobre nosotros mismos. Puede que creamos que estamos aislados del mundo natural por nuestras estructuras, nuestros vehículos y nuestros venenos, pero somos animales igualmente.
El 22 de abril es el Día de la Tierra y, aunque no puedas celebrarlo plantando árboles o sacando la basura de los arroyos cercanos, este es un buen momento para recordar que nunca es demasiado tarde para convertirse en naturalista. Y el primer paso simplemente consiste en estar consciente de que necesitamos el mismo mundo que hemos tratado de excluir por completo.
Porque somos parte los unos de los otros: somos parte de los pinzones domésticos y de los mapaches trepadores y de las tortugas que llaman a la puerta y de los osos que se bañan en jacuzzis. Reconocer ese vínculo hará algo más que mantener más seguras a las otras criaturas. También nos mantendrá más seguros a nosotros y nos hará más felices.