Los últimos combatientes sobreviven a duras penas. Su líder, Abu Bakr al Bagdadi, todavía está vivo pero se esconde en algún lugar del desierto. Hace dieciocho meses ya asistimos a una “derrota final” de ISIS, cuando perdió el control sobre el que hasta ese momento había sido su feudo, Raqqa. En su momento más álgido, el ISIS llegó a controlar un territorio del tamaño de Reino Unido. Ahora solo controla un kilómetro cuadrado de la lejana localidad de Baghouz, en el este de Siria. Muy pronto ya no le quedará ni eso.
Conviene ser prudente antes de celebrar el triunfo. De hecho, las circunstancias que propiciaron el auge de la organización terrorista siguen intactas.
En el caso de Irak, cabe destacar la debilidad del Estado y de las fuerzas de seguridad, el predominio de la mayoría chií y la torpe visión de sus líderes, así como la alienación y marginación de la minoría suní iraquí, que durante mucho tiempo ha sido el principal apoyo de los extremistas. El hecho de que en el país existan redes criminales profundamente arraigadas no contribuye a mejorar la situación; tampoco el legado de brutalidad y radicalización tras décadas de violencia.
Por su parte, Siria sigue siendo un campo de batalla anárquico en el que se mezclan facciones, milicias y ejércitos, y donde los distintos actores, más o menos importantes, todavía luchan por el poder. Es por todos estos motivos que no debe sorprender el hecho de que los recientes ataques en Irak sugieran que ISIS está impulsado una nueva campaña.
Sin embargo, sería un error no reconocer que una victoria es una victoria. Un análisis del auge y caída de ISIS desde un contexto histórico y geográfico más amplio nos permite apreciar los defectos intrínsecos del grupo terrorista, no su capacidad de resistencia.
En primer lugar, lo que atrae a nuevos militantes es un relato poderoso en torno a la organización terrorista. ISIS consiguió atraer a hombres jóvenes y a algunas mujeres jóvenes, tanto de Europa como del mundo islámico, por su atrevimiento y porque era una organización nueva y aparentemente exitosa. En 2015, cuando el grupo estaba en su momento más álgido, un exmilitante (y delincuente) en Bélgica me describió ISIS como “el peor grupo violento de nuestro tiempo”.
Ya no lo es. Los más leales han intentado presentar las derrotas del califato como una prueba de Dios a los fieles y han señalado que el camino a la salvación nunca es fácil. También alegan que al menos ISIS lo ha intentado, que es más de lo que muchos otros grupos han hecho en la historia más reciente. Sin embargo, en 2004 Abu Anas al-Shami, el guía religioso del grupo antes de que evolucionara y pasara a llamarse Estado Islámico, lamentó que en su momento ni él ni otros miembros de la organización tenían sitio para poner sus alfombras y orar. Así de débil era la organización. Ahora tampoco lo tienen.
También resulta instructivo comparar a este grupo terrorista con otro que atrajo a decenas de miles de extranjeros a luchar como ‘muyahidines’. La creencia de que Al Qaeda y su legión de árabes ganaron la guerra en Afganistán contra los soviéticos en la década de los ochenta carece de fundamento. Desde un punto de vista militar, la contribución de los combatientes extranjeros durante el conflicto fue insignificante. Al Qaeda se fundó al final del conflicto. Lo cierto es que este mito ha desempeñado un papel clave a la hora de motivar a los militantes de todo el mundo islámico.
Se hace difícil pensar que el califato de ISIS pueda desempeñar un papel parecido. Al-Qaeda todavía existe, evidentemente. Su carismático líder, Osama bin Laden, consiguió permanecer escondido durante una década, hasta que en 2011 las fuerzas especiales estadounidenses lo localizaron en Pakistán y lo mataron. Si tenemos en cuenta las rivalidades entre las distintas facciones locales y la naturaleza del terreno, es poco probable que al Bagdadi resista tantos años.
Algunos señalan que el legado más peligroso del Estado Islámico son sus ideas tóxicas. Evidentemente, la ideología es importante. Sin embargo, los últimos cuatro decenios de militancia islámica han demostrado que, sin territorio, la amenaza que los extremistas pueden representar para Occidente es extremadamente limitada y, por lo general, se puede contener localmente, aunque a menudo con un alto coste en sufrimiento humano. Al Qaeda nunca podría haber organizado y ejecutado los atentados del 11 de septiembre de 2001 sin un bastión en Afganistán donde refugiarse. Por su parte, sin su infraestructura siria, ISIS no podría haber lanzado su ola de violencia en Europa entre 2014 y 2016.