Santa Cruz Atizapán no tiene ni siquiera un nombre exclusivo. En el Estado de México, donde se encuentra este municipio de unos 13.000 habitantes censados, hay otro que se llama casi igual, Atizapán de Zaragoza, que es cincuenta veces más grande que el primero. A los dos se les llama Atizapán de manera informal. Por eso, cuando una mala noticia va titulada con Atizapán, cuentan, la fama se extiende al chico. Y por la misma razón, el alcalde de Santa Cruz se mostraba incrédulo ante una noticia como la que le llegó esta semana desde el Gobierno federal.
En Santa Cruz Atizapán ha muerto más gente de la covid-19 (en proporción con el número de habitantes) que en ningún otro municipio del país. Sus fallecidos confirmados hasta la fecha son 151, según las cifras de la Secretaría de Salud. Esta cantidad de muertes comparada con el tamaño del pueblo lo ha colocado en la cima del mapa de la tragedia, cuando Atizapán solo aparecía en la prensa nacional por error.
El tamaño de este municipio y el impacto de la pandemia hace aún más llamativa la brecha entre este y las siguientes localidades en la lista: multiplica por tres la incidencia de muertes confirmadas por la covid-19 respecto a San Miguel Ixitlán y Cohetzala, en Puebla, pese a que estos son mucho menos poblados, y por tanto un puñado de muertes podría producir una incidencia mayor. Pero Santa Cruz Atizapán se mantiene como el único municipio de México con más de un 1% de su población total fallecida a manos del virus.
Esta semana, además, se conoció la estimación del Instituto Nacional de Estadística (Inegi) de exceso de mortalidad: en torno a un 40% sobre años anteriores hasta finales de agosto, cuando se cerró la primera gran ola en el país. Las cifras sugieren un número de muertes muy por encima de las oficiales, particularmente en los grandes núcleos urbanos. Pero en ningún caso tantas como para desbancar a este municipio de su posición en la lista.
Desde el ventanal de su despacho del Palacio Municipal, el alcalde observa la plaza de la iglesia y los límites del pueblo de un solo vistazo. Sobre su escritorio y mientras habla, una foto grande de él junto al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, preside la sala. José Guadalupe Ramírez insiste en que se ha sobredimensionado el impacto de la pandemia en su pueblo: “Aquí no han muerto tantos como dicen”, insiste. “Seguro que algunas de esas muertes corresponden al otro Atizapán”.
El alcalde, sorprendido por la noticia que ha sacudido la cotidianeidad de su pueblo, muestra a través de su encargada de Comunicación, las cifras de defunción a través de sus actas del Registro Civil: 127 desde el 1 de enero de 2020, al 27 de enero de 2021. Pero las autoridades locales mantienen que la mayoría no son por coronavirus, sino que las relacionadas con la pandemia solo suman 65. Aún con este número, el ratio de muertes sería inusualmente elevado: 5 por cada 1.000, dejándolo todavía en el primer puesto del país.
Sin medios suficientes
El pueblo no cuenta con pruebas PCR propias —aunque Ramírez ha anunciado una compra de test rápidos para el próximo mes— ni un hospital con capacidad de atender casos de coronavirus, solo uno pequeño que se centra principalmente en medicina familiar, partos y algunas urgencias. La situación de este municipio es un ejemplo, a pequeña escala, del conflicto habitual que mantiene el Gobierno central con las entidades para establecer un diagnóstico de la dimensión de la pandemia en el país.
Santa Cruz Atizapán se encuentra en las faldas del nacimiento del río Lerma, uno de los más largos del país que riega a todo el Estado de México y que abraza a la capital. Sus habitantes son en su mayoría comerciantes, se desplazan diariamente a los mercados cercanos como el de Santiago Tianguistenco para vender comida y artesanía. Aunque la fuente principal de ingresos se centra en la maquila, talleres de confección donde cientos de mujeres cosen los pantalones y bolsos que se venden en los grandes almacenes del país, como Suburbia.
Según las últimas cifras del Inegi, en este municipio casi el 10% de su población tiene más de 60 años. En México la edad promedio de fallecidos por coronavirus se sitúa en los 64. Del total de habitantes, casi la mitad no cuenta con ninguna afiliación a los servicios públicos de salud (4.779) y alrededor del 30% de sus vecinos no tiene trabajo.
A las puertas del Ayuntamiento, dos ambulancias de Protección Civil esperan desde el amanecer una llamada. Una pareja de paramédicos desinfecta uno de los vehículos que ha funcionado estos meses como el único transporte para la población entre este pueblo y hospitales disponibles. La ambulancia por dentro está prácticamente vacía: solo una camilla y un botiquín de primeros auxilios. “No tenemos capacidad para nada más. Intentamos que el traslado sea lo más rápido posible. Pero los hospitales de la zona están saturados, llamamos antes de ir para no estar esperando. A veces los familiares se encargan de enviar a su enfermo con un tanque de oxígeno. Nosotros solo podemos facilitar el viaje”, cuenta Dania Ruiz, una de los paramédicos.
Los viajes son de 40 minutos o hasta de una hora, hacia Toluca (la capital del Estado de México) o la Ciudad de México, a unos 65 kilómetros. Y cuentan que muchos no logran llegar. “Hemos tenido muchísimo trabajo. Especialmente después de la Navidad. Afortunadamente ninguno se ha muerto aquí. Pero tenemos siempre problemas con los familiares porque no es fácil conseguir una cama de hospital estos días y no los llevamos hasta no estar seguros”, añade Roberto Pueblas, conductor de la ambulancia.
A unos 15 minutos caminando desde el centro del pueblo, entre calles sin asfaltar y manadas de perros abandonados y enfermos que deambulan a las afueras, un hospital pequeño se erige en una esquina. El centro cuenta solo con seis camas, según la Secretaría de Salud estatal. Cuatro de ellas destinadas a las labores de parto, dos a postoperatorios y una (que no está censada) a urgencias. El conserje del hospital, Santiago Chávez, que es miembro de los cuerpos de policía del Estado, se encarga de seleccionar a los pacientes. “He llegado a ver a cinco personas que llegaban en un [Nissan] Tsuru con un hombre muy enfermo, seguro que del virus, y de aquí se han ido a Toluca porque no se le podía hacer nada”, cuenta Chávez.
Esta mañana no está el médico general que habitualmente atiende a los casos más evidentes de coronavirus. La atención consiste en tomar los signos vitales, saturación de oxígeno y remitirlo, si es necesario, a un hospital grande. Este doctor, cuenta Chávez, es también epidemiólogo y a él se le ha encargado la tarea de estar en la primera línea estos días. Hoy ha faltado por primera vez a su trabajo porque uno de sus familiares ha muerto por coronavirus.
De camino al cementerio, una mujer de 28 años monta con ayuda de sus hijos un puesto de zapatos en la entrada de su casa. Azuzena Medina explica que en su pueblo ha muerto mucha gente, pero no de lo que dicen las noticias. “Aquí la gente se murió de gripas, algunos de infecciones en el pulmón, otros ya traían diabetes, hipertensión. Pero esto que dicen de la pandemia solo nos ha afectado para nuestro negocio”, denuncia.
“Estamos colapsados”
El escepticismo de algunos vecinos frente a la pandemia que se ha cobrado en México la vida de más de 150.000 personas oficialmente y que se ha cebado con esta pequeña localidad, se topa de bruces con el cementerio. A las puertas de una casita en obra gris, donde vive Fredy González, de 28 años, unos albañiles desfilan con palas y una botella de tequila para cavar el hoyo en la tierra del muerto del día. “Aquí los familiares se encargan de pagar el trabajo para que se entierre al fallecido”, cuenta González, encargado del panteón municipal desde hace seis años. “Fíjese que no sé por qué, se están muriendo más en la noche y todo tiene que ser rápido”, añade.
Nunca había tenido tanto trabajo hasta ahora. “Lo habitual es que enterráramos a seis o siete al año. Ahora hemos llegado a enterrar a 2 y 3 en un día”, explica desde los portones del cementerio que restringen la entrada a más de seis familiares —los necesarios para cargar el ataúd y los más cercanos— y prohíben los velatorios y demás ceremonias fúnebres. El cartel que cuelga en la entrada es de los pocos avisos que hay en el pueblo de que en Santa Cruz Atizapán la pandemia sigue viva.
De regreso al centro del pueblo, las pollerías, carnicerías, puestos de tacos y tortas mantienen su actividad sin restricciones. El uso de mascarillas, como es habitual en lugares pobres del país, es intermitente. Algunos deciden no llevarla; otros por la barbilla. Pero en uno de los locales más concurridos estos días, la Funeraria Renacimiento, su dueño Antonio Briseño, abre un cajón y se coloca un cubrebocas N95.
“Estamos colapsados”, resume Briseño entre un puñado de ataúdes. El dueño de la única funeraria del pueblo explica que lo más dramático estos días es mantener bajos los precios ante la escasez de féretros baratos por la alta demanda. A su derecha le sobran todavía los que cuestan más de 30.000 pesos (con los servicios funerarios incluidos), unos 1.500 dólares. “Pero nos ha sucedido que se han muerto cuatro miembros de una familia. Papá, mamá y dos hijos. Fueron muriendo primero los hijos y a la semana los demás. No podemos exigirles esos costos. Estamos buscando comprar las opciones más baratas, pero el mercado también está colapsado”, cuenta.
Además, Briseño explica que hay una escasez preocupante de actas de defunción médicas oficiales —que emite la Secretaría de Salud estatal por jurisdicción—, lo que obliga a que el cadáver permanezca en una casa hasta cuatro días antes de ser inhumado. Ante el riesgo que esto suponía, Briseño trabaja mano a mano con la autoridad local para acelerar el proceso y que el Registro Civil local le permita el entierro aunque el certificado se presente unos días más tarde.
La pandemia no le ha dado tregua a este municipio del Estado de México. Es también la localidad del país cuyas muertes por coronavirus (en proporción con sus habitantes) han aumentado más entre la primera ola —de marzo a junio— y la que empezó en octubre y aún no termina. El resto de municipios más azotados por este pico se encuentran en Sonora y Oaxaca, aunque con incrementos mínimos.