Todo se derrumbó después de que murió David Bowie.

La semana pasada se cumplieron cinco años desde que se anunció su fallecimiento. No enlistaré las catástrofes que han ocurrido desde ese enero frío y vacío de 2016. Todos las conocen demasiado bien. Resulta que el brexit era solo una banda telonera de poca monta en su primer concierto.

Tal parece que todo comenzó a desmoronarse tras la muerte de Bowie. Los acontecimientos mundiales fueron de mal en peor y, desde entonces, todo ha sido un eslalon descendente que ha rebasado los límites de la lógica (e incluso de la sátira) y ha formado una avalancha de esto: violencia llena de odio, caos político, insurrección y el agotador horror de la pandemia. Un millón de almas indefensas han muerto.

Sin embargo, antes de ahondar en eso, retrocedamos cinco años en el tiempo. No está claro qué se puede considerar como una muerte buena, pero al menos Bowie nos dejó bajo sus propios términos. Lo único que se dio a conocer sobre su muerte fue la información más esencial en una publicación de Facebook. Y con justa razón. Falleció en absoluta privacidad con su dignidad intacta, libre de detalles y chismes de mal gusto.

En raras ocasiones eso es lo que sucede con nuestros héroes culturales. Solo pensemos en Prince, quien fue para los años ochenta lo que Bowie para los setenta (gemelos cósmicos que canalizaron el espíritu de Little Richard en los cincuenta). Con la mayoría de los grandes artistas, ocurre un declive gradual o un colapso total, la calidad de su trabajo se va apagando, y a menudo sus muertes se sienten inferiores a ellos: una última indignidad.

La muerte de Bowie fue distinta. Llegó justo después de Blackstar, su último álbum con nuevo material que se lanzó el 8 de enero de 2016, en su cumpleaños número 69. Un nacimiento y una muerte separados por 48 horas. Como Cristo, a la inversa.

Yo había estado escuchando Blackstar con una frecuencia obsesiva en los dos días posteriores a su lanzamiento y charlando al respecto con amigos. Pero tras la noticia de su muerte, escuchamos Blackstar de otra manera, una más cercana a su verdadera intención: era un mensaje de despedida para sus admiradores. La muerte de Bowie quedó plasmada en su arte, justo como él lo quería. “Ain’t that just like me?” [¿Acaso eso no es típico de mí?], canta al final de “Lazarus”, una canción que todavía me duele mucho cuando la escucho.

En el mejor de los casos, la música es capaz de invocar cualquier sentimiento, puede ser alegría, pero también puede ser la expresión de un miedo incipiente y oculto, tristeza o un profundo anhelo, que va mucho más allá de las facultades cognitivas, los conceptos o la consciencia. En el caso de Bowie, a menudo se viven todos estos sentimientos a la vez. De algún modo, la música puede contener esa emoción y envolvernos ahí por la duración del momento. Y nosotros somos la música, mientras siga sonando.

Ahora que veo el video de “Lazarus”, en el que aparece su personaje Button Eyes, con la cabeza vendada, que Bowie inventó junto con el artista Johan Renck, está claro lo que trataba de mostrarnos: su verdadero ser, al borde de la muerte pero con deseos de comunicarse con nosotros con una pasión estimulante que, de hecho, lo dejaba sin aliento.

Mi madre, Sheila, murió en Inglaterra un mes antes que Bowie, el 5 de diciembre de 2015. Hace cinco años. Yo sostenía su mano con fuerza cuando falleció. En los minutos, horas y semanas posteriores a su partida, sentí que el tiempo se había detenido. Detuvo su flujo, su marcha, sus rondas diurnas y nocturnas. De alguna manera, el tiempo estaba estancado en mí y no transcurría. Yo había perdido la capacidad de hacer que el tiempo avanzara.

Su muerte no tenía sentido para mí, era un mero hecho crudo. Solo podía hablar al respecto en términos banales y triviales. Sin embargo, la muerte de Bowie, unas cinco semanas después, de algún modo me hizo pensar en mi madre mientras hablaba sobre Bowie. Era adecuado, ya que ella fue quien me compró el vinilo de Starman en 1972 y fomentó mi admiración desde entonces. Mi luto por el artista y el desahogo de hablar con amigos y desconocidos —algunos de esos desconocidos se volvieron mis amigos— me abrió a la posibilidad de darle un significado a la muerte de mi madre. El tiempo empezó a avanzar de nuevo. Aunque se sigue estancando y aferrando a mí cuando pienso en ella y escucho la música de él. Creo que no soy el único que tiene esta clase de experiencias.

Recuerdo la perfección con la que la ciudad de Nueva York vivió esos dolorosos días posteriores a la muerte de Bowie, con la misma angustia que él expresa en “Dollar Days”. Hubo vigilias y altares con flores cerca de su edificio en la calle Lafayette. Se pintaron murales y grafitis en honor a Ziggy Stardust y Aladdin Sane. De algún modo, la gente supo qué hacer sin que nadie se lo dijera.

Lo que más recuerdo es caminar por el East Village y en los alrededores de mi casa, en Brooklyn. Era hermoso. Todos los bares parecían tener sus puertas abiertas y la música de Bowie flotaba por las calles. Ahora me resulta extraño pensar en bares llenos de gente, escuchando música y pasándola bien, con tristeza pero también con la alegría de vivir un duelo colectivo.

Había escrito un pequeño libro para rendirle homenaje a Bowie en 2014 y algunas personas quisieron hablar conmigo. Personas de diferentes edades, lugares, géneros, con un amor compartido por la música de Bowie. De hecho, hablé con muchas personas al azar en el transcurso de esas semanas y meses. Francamente, hablaba con quien fuera. No podía cerrar la boca tras vivir un luto silencioso.

Debido a mi aprecio particular por la música pop y el hecho de que considero que es el medio principal por el que los jóvenes y no tan jóvenes se abren al mundo desde hace muchas décadas, me preocupaba que la música de Bowie sobreviviera y que formara parte de un canon de cultura distinto y profundo. Ahora ya no me cabe duda de que eso sucederá.

No importa si viste o no la interpretación de “Starman” que lo dio a conocer en el programa Top of the Pops de la BBC en julio de 1972 (yo la vi en televisión con mi mamá). Bowie seguirá vivo siempre que haya personas que sientan que no encajan en el mundo, que sientan como si solo hubieran caído a la Tierra.

Esas son las personas que R. D. Laing llamó “ontológicamente inseguras” en El yo dividido: Un estudio sobre la salud y la enfermedad (uno de los libros favoritos de Bowie), aquellos con mentes excéntricas, para quienes la autonomía no es un hecho, sino una pregunta, una búsqueda, un grito en la oscuridad, una lucha pura por sobrevivir. Ahora parece que estas personas son más numerosas que nunca. Y anhelan más que nunca la dulce y triste melancolía de la música, que nos conecta como gotas de agua a través de vastos desiertos digitales.

Cinco años. ¿Dónde estamos ahora?

La primera canción del álbum que Bowie lanzó en 1972 The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders From Mars se llama “Five Years”. Pinta una escena apocalíptica: se acaba de anunciar la noticia de que la Tierra está muriendo y que nos quedan cinco años para llorar. El narrador responde decantándose hacia una experiencia de sobrecarga sensorial, viendo y escuchando todo al mismo tiempo hasta que su “cerebro dolía como un almacén, no tenía más espacio” [“Brain hurt like a warehouse, it had no room to spare”]. Todos, los gordos, los flacos, los altos y los chaparros tenían que caber apiñados en su cabeza.

Luego las cosas empiezan a ponerse muy extrañas: una joven golpea a unos niños pequeños, un soldado con un brazo roto fija su mirada en las ruedas de un Cadillac, un policía se arrodilla y besa los pies de un sacerdote. Después esto:

And it was cold and it rained I felt like an actor [Y hacía frío y llovía, me sentía como un actor]

And I thought of Ma and I wanted to get back there. [Y pensé en mamá y quise regresar ahí].

De cierta manera, la inmediatez abrumadora de saber cuándo será el fin del mundo induce un sentimiento de irrealidad y aislamiento, la impresión de que el mundo es un plató de filmación y que uno mismo es un actor en una película. Es como si el exceso de realidad provocara una sensación de despersonalización, la percepción de estar viviendo una ilusión.

Para los fanáticos de Bowie, este escenario es familiar, pues apareció en incontables canciones en el medio siglo que separa a “Space Oddity” de “I Can’t Give Everything Away”, la última canción de Blackstar.Sin embargo, tal vez es más prominente en el álbum Diamond Dogs de 1974, que originalmente iba a ser un musical basado en la novela 1984, de George Orwell, otro de los libros favoritos de Bowie. Diamond Dogs comienza con Bowie recitando “Future Legend”, en la que una ciudad muy parecida a Manhattan se ha convertido en Hunger City (la ciudad del hambre). El orden social se ha colapsado y multitudes como las que retrata William Burroughs en Los chicos salvajes vagan por un paisaje destruido donde…

Fleas the size of rats sucked on rats the size of cats [Pulgas con tamaño de ratas chupan ratas con tamaño de gatos]

And 10.000 peoploids split into small tribes [Y 10.000 peoploides se dividen en pequeñas tribus]

Coveting the highest of the sterile skyscrapers [Codiciando el rascacielos aséptico más alto]

Like packs of dogs assaulting the glass fronts of Love-Me Avenue [Como jaurías atacando las fachadas de cristal de Love-Me Avenue].

Y luego, al llegar a la canción que le da título al álbum, Bowie grita: “This ain’t rock ’n’ roll. This is genocide!” [Esto no es rock ‘n roll. ¡Esto es genocidio!]. Comienza un solo de guitarra al estilo de The Rolling Stones y no hay vuelta atrás.

No obstante, la canción de Diamond Dogs que mejor refleja la situación en la que estamos ahora es “Candidate”, que de nuevo presenta un mundo destruido que se ha perdido en un espejismo cinematográfico:

My set is amazing, it even smells like a street. [Mi escenografía es maravillosa, hasta huele como una calle].

There’s a bar at the end where I can meet you and your friend. [Hay un bar al final donde puedo verte a ti y a tu amigo].

En un mundo tan engañoso, en una ciudad irreal, un candidato aparece y dice: “I’ll make you a deal” [Te propongo un trato]. Cuando los ideales desaparecen, todo se convierte en un trato.

Cinco años después de la muerte de Bowie, el mundo distópico que describe su música parece más cercano que nunca. La absoluta sobrecarga sensorial del mundo, la presión intolerable de la realidad, nos induce un sentimiento de irrealidad, de farsa, de tratos y gangas. La aparente fragilidad de la identidad nos hace aislarnos del mundo, hacia un lugar solitario poblado únicamente por seres virtuales, avatares y caricaturas. Las conspiraciones compiten para llenar el vacío en la lógica.

La única manera de sobrevivir en este mundo es aislarnos en nuestros propios confinamientos privados y asomarnos con sospecha por ventanas y pantallas, sintiéndonos solos y anhelando ser amados. Se podría pensar que es un mundo en el que Bowie se habría sentido como en casa.

Sin embargo, Bowie no se habría sentido alegre ni reivindicado en absoluto. Al otro lado de la ilusión muerta, la realidad deteriorada y los “cuerpos viles” siempre está el contramovimiento de la imaginación, que va en contra de una realidad irreal. Está la inteligencia brillante y permisiva de Bowie que nos habla en nuestra soledad y toca nuestra viveza. Lo único que tenemos que hacer es escuchar y ofrecerle nuestras manos. Tal como dice en “Rock ’n’ Roll Suicide”: No estás solo. Eres maravilloso.

Simon Critchley es profesor de filosofía en The New School for Social Research y autor de varios libros; el más reciente es Bald: 35 Philosophical Short Cuts, una colección de sus artículos para The New York Times. Es moderador de The Stone.