A mediados de 1945, cuando la segunda Guerra Mundial avanzaba hacia su fin, las tropas del Ejército Rojo ruso usaban una chimenea para poder comunicarse por radio. Era relativamente sencillo usando dos placas de plomo unidas por hilos de cobre. Dejaban una al aire libre y la otra en el fuego. La diferencia de temperatura generaba un flujo de electrones, es decir, corriente eléctrica. Es el conocido como efecto Seebeck, el mismo que ahora es utilizado por investigadores de Málaga para que cualquier prenda textil pueda producir pequeñas cantidades de energía, como han demostrado en un trabajo publicado en la revista Advanced Funcional Materials. Eso sí, lo hacen con materiales biodegradables, sostenibles y mucho más ligeros: piel de tomate y nanopartículas de grafeno, que esparcen sobre tejidos de algodón como una camiseta. Al vestirla, el contraste entre el calor corporal y la temperatura ambiente hacen el resto.
En un pequeño laboratorio de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Málaga, Susana Guzmán y Alejandro Heredia muestran un bote de cristal donde guardan lo que parecen unos cereales para el desayuno. No lo son. Se trata de pequeños trozos de cutina, el cutis del tomate. Un polímero vegetal eficiente como envase -en la naturaleza protege al fruto de la lluvia, el calor, bacterias o pérdidas de agua- que ellos descomponen en monómeros (pequeñas moléculas). Éstos son introducidos en una disolución de agua y etanol junto a las nanopartículas de carbono que conforman el grafeno. Al aplicar calor, la mezcla se puede expandir sobre cualquier tejido -ellos han elegido algodón por ser biodegradable- mediante un espray. La biotinta impregna de grafeno las fibras textiles, que se agarra a ellas gracias a la piel de tomate, que ejerce de pegamento. El calor hace además que la cutina se polimerice de nuevo hasta volverse sólida. El resultado final es una sustancia negra que recubre la prenda y puede generar electricidad. Cuando los investigadores colocan unas luces led sobre ella, se encienden.
“Hemos conseguido un material flexible, ligero, sostenible y relativamente económico que genera electricidad”, afirma Manuel Heredia, investigador Ramón y Cajal del departamento de Mejora Vegetal y Biotecnología del Instituto de Hortofruticultura Subtropical y Mediterránea (IHSM), centro mixto del Centro Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universidad de Málaga (UMA). La primera aplicación ha sido una camiseta que, impregnada en esta disolución, genera electricidad gracias a la diferencia entre los 36 grados de temperatura corporal y el exterior. La potencia es aún muy pequeña. “Lo importante es que el paso está dado: ahora toca hacerlo mejor, optimizarlo y aumentar la cantidad de energía generada”, añade Heredia. Lo que menos le preocupa es la obtención de piel de tomate. En España se desechan unas 60.000 toneladas al año y la industria está encantada de regalarla a la ciencia porque eliminarla les sale caro. “Y es una sustancia mucho más sostenible y barata que el telurio, el plomo o el germanio, materiales utilizados habitualmente para fabricar dispositivos termoeléctricos”, dice el científico.
Heredia trabaja junto a Susana Guzmán, investigadora postdoctoral del departamento de Biología Molecular y Bioquímica de la UMA, en desarrollar nuevas posibilidades. Como la opción de elaborar prendas que sirvan a montañeros, militares o quien pueda estar en situaciones extremas y sin posibilidad de encontrar un enchufe. También podrían dar energía a sensores dedicados a la salud -como controlar el ritmo cardíaco- o que midan los niveles de contaminación que nos rodean e incluso que la camiseta pueda recargar el teléfono móvil u otros aparatos electrónicos.
“Disminuir la conducción térmica de los materiales [la capacidad de transmitir el calor] nos permitirá aumentar la potencia que podemos generar”, dice Pietro Cataldi, del National Graphene Institute de la Universidad de Manchester y coautor del trabajo publicado. El investigador cree que esa próxima generación de biocompuestos en la que ya trabajan los investigadores malagueños será superior porque, entre otras cosas, mejorará su estabilidad durante los lavados de los tejidos. Ese fue el primer problema: cuando Cataldi utilizaba polímeros derivados del petróleo para conseguir el efecto Seebeck, los materiales desaparecían tras pasar unas pocas veces por la lavadora. Ahora el biopolímero a partir de piel de tomate funciona como adhesivo y el grafeno permanece.
El proyecto ha sido desarrollado durante el último año a mitad de camino entre la Universidad de Málaga y el Instituto Italiano de Materiales de Génova, donde Heredia y Guzmán han trabajado durante siete años. Ambos volvieron la pasada primavera al IHSM y la UMA. Y Cataldi, que entonces investigaba allí, les había pedido colaboración para incorporar la electrónica a materiales textiles. Ya habían trabajado juntos para crear una antena wifi elaborada con piel de tomate -como soporte- y grafeno -como conductor- que funcionó. Así que cuando Cataldi solicitó de nuevo ayuda, siguieron investigando con la cutina, que descomponen con procedimientos químicos en monómeros para, después, construir un polímero en el laboratorio con el tamaño, forma y propiedades que necesitan. Es como un Lego: desmontan las piezas de la cutina y, con ellas, vuelven a construir otra figura. “Esto no es coser pieles”, subraya Manuel Heredia, director del grupo de investigación y catedrático en Bioquímica, cuyo conocimiento ha sido también pieza fundamental en la investigación. Él comenzó a sintetizar en laboratorio polímeros con propiedades similares a la piel del tomate a comienzos del siglo XXI. Una labor en la que trabaja desde entonces junto a Jesús Benítez, del Instituto de Ciencia de Materiales de Sevilla, en busca de nuevas aplicaciones.