Hágase para allá! —exige el pandillero—. Ya sabe por qué le vamos a zampar verga, ¿verdad?
—Por andar en la calle —responde el hombre a través de su mascarilla negra.
—Vaya, ya sabe. Órale.
El hombre se recuesta con las dos manos en un muro descolorido y da la espalda. El pandillero le asesta dos batazos abajo de las nalgas. El hombre se acurruca del dolor y reprime un quejido. Con sus dedos índice y pulgar hace la señal de que le den un momentito para recomponerse y seguir recibiendo. Los vídeos empezaron a circular en redes sociales el 2 de abril, 10 días después de que el Gobierno de El Salvador decretara cuarentena nacional. No era uno sino tres los hombres castigados en las imágenes.
Otro de los maltratados con el mismo bate gris parecía apenas haberse alejado de su casa. Está descalzo, sin camisa, solo con un pantaloncillo corto. Tres golpes secos en las piernas. El hombre voltea a ver. “¡Póngase bien, pues!”, ordena el verdugo, que usa mascarilla. El hombre voltea del todo contra la pared. Dos golpes secos más. El hombre se vuelve a ladear. “¡Póngase bien, que aquí va a hacer lo que nosotros digamos!”. Dos más. Quien filma no está satisfecho con la potencia. “Yo le voy a pegar el último”, ordena. El bate cambia de manos, también el teléfono desde el que filman. Dos nuevos batazos.
La Mara Salvatrucha 13 es considerada la pandilla más grande y violenta del mundo: la que nació en los años setenta en California, a la que Trump —mintiendo— llamó cartel, la de decenas de documentales, “la grandota”, como se ufanan sus miembros. Se calcula que, solo en este paisito de 21.000 kilómetros cuadrados y alrededor de 6,5 millones de habitantes, hay 40.000 miembros de esa pandilla. No hay ninguno de los 14 departamentos salvadoreños (la demarcación oficial) donde no tenga presencia la MS-13.
En El Salvador se tomaron medidas sanitarias muy temprano contra el coronavirus y han sido muy controvertidas: desde el 21 de marzo hay cuarentena obligatoria que se va prorrogando cada 15 días. Las medidas drásticas adoptadas por el presidente Bukele lo han enfrentado con la justicia de su país desde que emitió una orden, que la corte constitucional rechaza, por la que se podía detener a gente que, supuestamente, violaba la cuarentena.
Pues bien, por si el terror que este virus inspira no fuera suficiente; por si acaso el encierro de 30 días en centros gubernamentales para todo aquel que salga de su casa sin razón —según el policía o militar que lo detenga— no fuera apabullante; la Mara Salvatrucha 13 decidió a principios de abril sumarse a garantizar la cuarentena en sus barrios. En ese barrio en particular, en el de los vídeos, el bate gris era la estrategia ante esta crisis sanitaria.
Pero esto no se trata de un barrio solo.
“Los moretes se te van a quitar, pero la vida no te va a regresar”, dice por teléfono Tony, un vocero nacional de la MS-13 que intenta una clase extraña de justificación para las matonerías de sus homeboys. “Los videos esos nosotros los subimos”, continúa, “es una estrategia para que vean que vamos en serio”. Y remata: “Nosotros, como estructura, esta medida la estamos realizando por cuidar a la gente”. El tono suena casi convincente, hasta que uno recuerda que la “medida” consiste en torturar con un bate a aquellos cuya justificación para permanecer en la calle no consiga convencer del todo a un muchacho pandillero.
Tony es el seudónimo con el que cubre su identidad una de las pocas personas que pueden presumir, en El Salvador, de que por su boca habla la mara. Durante la última entrevista que este líder pandillero nos concedió en persona se atrevió incluso a ofrecer al Gobierno la disolución de la MS-13, si el presidente de entonces accedía a crear una mesa oficial y pública de negociación.
Poco después de aquel encuentro en 2018, Tony desapareció por completo, hasta que reapareció para comunicar que su organización se sumaba a las medidas de cuarentena. Para ello, la pandilla abrió también una fugaz cuenta de Twitter en la que lanzó comunicados a los que este vocero llamó “oficiales”. Uno de esos comunicados, publicado después de los videos de los batazos, decía: “Ahora creo que la mayoría ha comprendido que no es un juego nuestra palabra. También les dejamos en claro que las acciones son por el bienestar de toda la gente. De la misma manera, pedimos disculpas al pueblo salvadoreño que aún no comprende lo grande del problema”. Y cerraba como mandan las formas: “Atentamente, MS-13”.
Las otras dos grandes pandillas, Barrio 18 Revolucionarios y Barrio 18 Sureños habían sido parte del pacto en un inicio. Incluso pudimos escuchar audios de los líderes nacionales ordenando a sus jefes locales aplicar castigo a quien deambule. En algunos audios, esos líderes incluso hablaban de asesinar a aquel que no entendiera con la golpiza. Sin embargo, tras ver la reacción policial ante los videos —operativos, capturas en zonas de la MS-13—, recularon, según nos dijo uno de los jefes de los Sureños.
A pesar de ello, la desactivación no funcionó del todo. Pudimos comprobar con habitantes de dos barrios bajo el dominio de las 18 que la noticia había corrido entre sus habitantes. Sumadas las tres pandillas, según conteo policial, son 62.000 miembros en El Salvador. Hay cosas que no cambian ni en pandemia, solo surgen de nuevo.
No importa si El Salvador vive un periodo único en su historia. Y no, no se trata del coronavirus. Si los números siguen su curso actual, El Salvador terminará este 2020 con una tasa que ronde los 20 homicidios por cada 100.000 habitantes. El menor registro del que este país tenga memoria. La tasa española es de 5. La de El Salvador, apenas en 2015, fue de 103. El actual presidente, Nayib Bukele, ha conseguido algo que parecía imposible. Pero la reducción de homicidios no es equivalente a la desaparición del poder pandillero. Ya había ocurrido algo parecido, pero menos exitoso, tras 2012, cuando el gobierno de la exguerrilla hizo un pacto con las pandillas: beneficios carcelarios a cambio de menos muerte. Pero las pandillas todavía estaban allí.
Ahora mismo, los ciudadanos que salen a hacer compras al mercado deben llevar una carta firmada por algún compañero de casa, con los números de identificación y firmas. Si un soldado o policía detiene a ese ciudadano, este tiene que demostrar que es el designado de su hogar para hacer compras y que la ruta que sigue es verosímil. Si el agente piensa que no es así, lo lleva a centros de cuarentena por 30 días donde, como dijo el ministro de Seguridad y Justicia, se puede contagiar. La pandilla no necesita esa carta. Saben si en una casa vive Pedro, María y Andrés. Saben si María ya salió, a qué hora y hacia dónde. Si Pedro sale: bate. “A la policía le pueden dar paja, pero a nosotros nos respetan a las buenas o a las malas”, se jacta Tony.