CIUDAD DE MÉXICO — Antes hablaba con pajaritos, ahora lo persiguen artefactos voladores con material explosivo. Los días del presidente de Venezuela han cambiado mucho. El chavismo ha consolidado una sociedad brutalmente opaca donde, incluso, la palabra magnicidio necesita comillas. Lo ocurrido el 4 de agosto, cuando uno de los drones supuestamente destinados a atacar a Nicolás Maduro explotó en el aire, ha terminado envuelto por una marea de confusión generalizada.
Desde hace mucho, los venezolanos nos quedamos sin verdad, sin la posibilidad de acceder y aceptar una verdad confiable, capaz de convertirse en un bien común. Mucho ya se ha dicho y escrito sobre lo que ocurrió o no ocurrió o quizás pudo ocurrir ese sábado de la semana pasada en Caracas. Hay versiones para todos los gustos y ansiedades. Hay denuncias de conspiraciones de todo tipo y en todos los bandos. Abundan los expertos instantáneos. El periodismo serio y riguroso se ve obligado a convivir con el periodismo que se dedica a frivolizar las tragedias. Las versiones se multiplican, desdibujando cada vez más lo sucedido.
Lo realmente importante ya no es el atentado, o el supuesto atentado, sino lo que pasó después: la operación simbólica que intenta aprovechar una incierta amenaza de muerte para fundar un nuevo mito.
Escribo incierta porque, en rigor, aun si fuera real, más que una amenaza fue ensayo, un amago bastante fallido, un error que estalló lejos y antes de tiempo. De hecho, la amenaza es tan lejana que no existe, ni siquiera, un plano visual que muestre en conjunto la explosión y la tarima donde se encontraban Maduro y los otros altos representantes de su gobierno. La imagen del dron incendiándose en el aire siempre aparece aislada, flotando en cualquier cielo. Estas dos situaciones solo se ponen en relación a través de una narrativa articulada desde el poder. El peligro aparece en el discurso posterior, no en los hechos.
Ni siquiera los rostros de los amenazados expresan el apremio, la proximidad de un riesgo, de un impacto letal. El video no miente: hay desconcierto, perplejidad, un desorden que, por momentos, tiene algo de picaresca; hay incluso una sonrisita asomándose en el rostro de la primera dama, mientras el ministro de Defensa, al ver el caos, tan solo da un brinquito hacia atrás. La alarma está en otro lado. El peligro se fabrica en la retórica oficial. Al narrar ese momento, Nicolás Maduro pretende levantar una épica mayúscula, intenta darle al suceso una dimensión colosal, titánica.
Ni Ronald Reagan, quien además había sido actor de Hollywood, trató de realizar un performance como este después de sufrir un atentado en 1981. Al entonces presidente de Estados Unidos le dispararon seis veces: hirieron a tres de sus hombres y a él le dejaron una bala en un pulmón. Pero ni siquiera con eso Reagan salió luego en la televisión a decir frases parecidas a las que ha pronunciado Maduro.
“Le vi la cara a la muerte. Vi a la muerte al frente mío y le dije: ‘No me ha llegado la hora’. ‘Vete de aquí, muerte’”, dice que dijo después de que, a 70 metros de distancia, vio que el dron se deshacía como una bomba de humo. Maduro intenta construir su propia heroicidad. Imita la secuencia del Chávez enfermo, en mitad de una misa, hablándole directamente a Dios.
Se presenta como un guerrero feroz sobre la tarima, atento y preocupado por sus compañeros, enfrentando valientemente un salvaje ataque terrorista. Distribuye sin pudor un exceso de adjetivos y repite demasiadas veces que se salvó de milagro. Luego recalca que querían matarnos a todos, que trataron de asesinar al país, que buscaban aniquilar la democracia. Es un procedimiento que trata de combatir el inmenso rechazo que tiene la población hacia la figura del mandatario. Es un intento por presentar a Maduro no como verdugo sino como víctima, como símbolo plural de un país abatido por la crisis.
Estamos ante una maniobra calculada y ejecutada con mucha precisión. Después del sábado 4 de agosto, hubo otro atentado, un golpe simbólico desarrollado con bastante eficacia. Nicolás Maduro apareció, en cadena nacional, sentado solo junto a una mesa moderna y amplia. Tras él, se alzaba un enorme retrato de Simón Bolívar. Pero la imagen de Hugo Chávez no estaba por ningún lado. Fue expulsada de la clásica iconografía que ha dominado todos estos años los espacios de poder en Venezuela. Por primera vez, el Comandante no estaba simbólicamente presente. Lo habían desaparecido. Lo bajaron del altar.
No solo fue un efecto visual. También fue sacado de la historia. Desde el comienzo de su alocución, Maduro dejó claro que él era el único centro del relato. Estableció que jamás los venezolanos habíamos dirimido nuestras diferencias políticas con intentos de magnicidios. Realizó un breve recuento de los pocos ataques a presidentes en la reciente vida del país y, sin embargo, curiosamente, se saltó a Hugo Chávez. Por supuesto que habló del golpe de 2002, pero fue en términos generales, sin demasiada precisión a propósito de magnicidios. Tampoco mencionó cuando, en 2009, Chávez denunció que habían intentado asesinarlo.
Se presentó en la tv, aseguró que tenía pruebas, que sabían quiénes eran los culpables. Pero nada de esto apareció en el discurso de Maduro. La figura del “Comandante Eterno” también sufrió un atentado esta semana.
Nicolás Maduro está tratando de construir su propio mito. No solo aprovecha el suceso para satanizar a toda la oposición, para establecer en Colombia al enemigo externo, para tratar de presentarse ante el mundo como el defensor de la democracia, de la diversidad política y de la paz, sino que además también pretende consagrarse, comenzar a desarrollar un culto a su alrededor. “Mi vida les pertenece a cada uno de ustedes, compatriotas”, dice. “Todo lo que me quede de esta vida nueva, la daré por este país”.
Ahora Maduro también quiere ser mesías. Quiere disfrazar con himnos las estadísticas. El país vive en un devastador proceso de hiperinflación y, pese a la trágica escasez de alimentos y medicinas, su gobierno se ha negado a aceptar ayuda internacional. Diariamente, alrededor de cinco mil personas tratan de huir de Venezuela mientras, de todas las formas posibles, el chavismo sigue persiguiendo a cualquier adversario político. Ha ocupado las instituciones y ha adulterado los procesos democráticos. Ha militarizado la vida pública, reprimido y criminalizado las protestas populares. Ha detenido y torturado a ciudadanos inocentes. Nicolás Maduro y su gobierno son responsables de varias masacres ejecutadas por fuerzas de seguridad, así como de los más de 500 homicidios cometidos en las llamadas Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP).
La película de Nicolás Maduro en contra de los drones asesinos tiene también su contraparte. La película de Juan Requesens, por ejemplo, acusado de estar involucrado en el supuesto magnicidio, detenido y secuestrado de forma ilegal por los cuerpos de inteligencia. Las imágenes donde se ve al joven diputado, casi desnudo y en situación denigrante, retratan de manera cruda la otra versión del país, el relato no oficial de un pueblo que vive en situación de atentado permanente, dominado y sometido por la fuerza del Estado.
Los venezolanos, dentro y fuera del país, debemos seguir haciendo visible esa otra historia, la que muestra a Nicolás Maduro, no como el héroe que sobrevive a un ataque delirante, sino como el autócrata que, cada día, hunde más a su país en la miseria, en la violencia y en el silencio.