La palabra lo envuelve todo: luz. Cada conversación, cada rutina en Maracaibo gira en torno a la falta de electricidad. A ella están vinculados el suministro de agua, el consumo de gasolina, la conservación de alimentos, la distorsión de la vida de cientos de miles de personas. La segunda ciudad de Venezuela, emblema hace décadas del auge petrolero, la capital de los excesos, es hoy el símbolo más tangible de la decadencia. Cuando unos apagones masivos dejaron en marzo al país a oscuras, aquí la crisis eléctrica no representó una novedad, pues se convirtió en una constante en 2017. Y no ha dejado de golpear a sus habitantes.
Hay un ecosistema de supervivencia que retrata ese colapso, que asfixia especialmente a las clases populares, y encapsula muchos de los males derivados de la desastrosa gestión económica del régimen, del tráfico de divisas a la venta ilegal de medicamentos, que el chavismo achaca a la injerencia extranjera. Prosperó a orillas del lago, una de las mayores reservas de petróleo del mundo. A las once y media de la mañana del viernes, con una temperatura que supera los 30 grados y una sensación de calor que roza los 50, el hedor a carne podrida invade los pasillos del mercado de Las Pulgas. María Rivero, de 43 años, vende vísceras y patas de res. “La mayoría de los productos necesitan refrigeración y ¿qué pasa?, como se va la luz, la mercancía sale toda descompuesta”, lamenta. Aun así, logra colocar chunchurria (intestino delgado) a 4.000 bolívares el kilo. Esto es, la décima parte de un salario mínimo, que equivale a unos siete dólares. El mercado, que en septiembre del año pasado fue clausurado por las autoridades —pero volvió a funcionar— es una fotografía nítida de la informalidad. Casi nadie acepta billetes de cien, los de más baja denominación, mientras todos anhelan dólares y pesos colombianos.
Inés de Davalillo vivió en su propia carne ese declive. Esta mujer, de 75 años, lo perdió casi todo, salvo el afecto de sus allegados. “A mi edad, yo no pensaba vivir esta vejez. No solo tenemos el problema de la luz. Es la salud, sobre todo. Soy diabética y tengo más de tres años sin inyectarme insulina. Primero porque no se consigue y segundo porque la que se consigue no está a mi alcance”, asegura. Recibe 18.000 bolívares de pensión. “Cómo me compro alimentos, cómo me compro una bolsa de leche. Yo estaba acostumbrada a ir a un supermercado y a comer lo que me gustaba. Siempre me he considerado una persona de clase media, podía viajar. Me ha tocado vivir toda la decadencia. Era una ciudad muy bella, ahora carecemos de camiones de aseo, porque aquí hay más basura que comida”, continúa. “Y así, como yo, ¿cuántos viejitos habrá en este país?”.
De Davalillo se declara opositora y partidaria de Guaidó. “A mi edad no creo que pueda abandonar mi país. Tengo la fe de que este cambio va a llegar pronto. Si tú eres mi vecino y de verdad eres mi amigo y en tu casa hay abundancia, yo creo que tú eres uno de los que me va a brindar una mano. Que alguien venga y nos quite lo que nos está haciendo daño”, dice en referencia a una intervención de EE UU o Colombia. Maduro culpa del colapso a la Administración de Donald Trump, que después de la proclamación de Guaidó impuso sanciones a la petrolera estatal, Petróleos de Venezuela (PDVSA). Aun así, el último informe de Transparencia Internacional recuerda que en el “país no existe un sector que esté libre de los hilos de la corrupción”. Y entre los negocios ilegales destaca la “operación Money Flight, un desfalco a PDVSA de 1.200 millones de dólares”, a los que se suman otros miles que, según las acusaciones, se llevó el exresponsable de la tesorería nacional Alejandro Andrade y las operaciones de blanqueo del ex viceministro de Energía Nervis Villalobos.