Una mañana de junio de 2017 Gavindra Saywack (26) salió de su casa en las proximidades de Whitewater Village, en el noroeste de Guyana, y se subió a un barco para cubrir la corta distancia que hay hasta Venezuela. Era uno más entre los cientos de guyaneses que en los últimos años han encontrado trabajo en las minas aluviales de oro de la región.

Cuatro meses después estaba muerto. Asesinado, según su padre, por los ‘sindicatos’, como llaman a las bandas violentas que ahora gobiernan la frontera Este de Venezuela. “Le dispararon 200 veces y lo arrojaron a una tumba poco profunda”, explica Patrick Saywack. “Se llevaron a mi hijo, luego se apoderaron de la mina”.

A medida que se agrava la crisis en Venezuela, sus remotas regiones orientales están sufriendo especialmente el fin del imperio de la ley. Para las comunidades fronterizas de la vecina Guyana, un país de apenas 760.000 habitantes en el norte de Sudamérica, la creciente amenaza de los delitos transfronterizos ha exacerbado una disputa territorial centenaria.

Whitewater es un asentamiento de menos de 2.000 habitantes en la región de Essequibo, una vasta franja de bosques espesos y serpenteantes ríos que ocupa dos terceras partes del territorio nacional.

Venezuela lleva reclamando esa región como propia desde mediados del siglo XIX, espantando una y otra vez a los inversores extranjeros que podrían inyectar dinero en la zona. Desde su independencia en 1966, Guyana ha perdido miles de millones de dólares en potenciales proyectos petroleros, mineros e hidroeléctricos.

Guyana presentó en marzo una demanda ante la Corte Internacional de Justicia de las Naciones Unidas (CIJ) con la que espera confirmar las fronteras actuales del país. “Hemos tratado de llegar por el acuerdo y por otros mecanismos pacíficos, pero esas opciones se han agotado, nuestro único recurso es la CIJ”, asegura Carl Greenidge, ministro de Asuntos Exteriores de Guyana.

Para dar a conocer el caso de la CIJ, el ministerio llegó a encargar una canción en el estilo soca (un género musical derivado del calipso) con una letra desafiante y llena de referencias a oscuros tratados fronterizos: “Amar a nuestros prójimos, dejar fluir el buen rollo / Entonces, ¿por qué querrían quedarse con Essequibo?”

Pero en el ambiente de Whitewater hay más ansiedad que desafío. En febrero las Fuerzas de Defensa de Guyana (GDF) levantaron una nueva base de patrullaje en la que, hace pocas tardes, un puñado de jóvenes reclutas limpiaba sus armas a la sombra del pequeño edificio de madera.

En busca del oro

Los dos gobiernos llevan años haciendo la vista gorda a las idas y venidas no reportadas en la ciudad fronteriza. A orillas del río y a lo largo de una bahía se extiende el principal camino de tierra de la aldea, donde hombres sin camisa arrastran los barriles de gasolina venezolana que sacan de canoas a motor.

Los guyaneses emprendedores, y los desesperados, también recorren el camino en la otra dirección y en busca del oro de Venezuela. Los mineros dicen que hasta mediados de 2017 la tarifa era 3 onzas de oro al mes para los miembros de la Guardia Civil venezolana por el derecho a trabajar en el área.

Hasta que, sin previo aviso, los ‘sindicatos’ fueron los encargados de exigir la cuota y de eliminar a cualquiera que se metiera en medio de sus operaciones comerciales.

A finales del año pasado, en las redes sociales de Guyana se publicaban una serie de vídeos en los que supuestamente se mostraban las decapitaciones de mineros brasileños y guyaneses. “Es la peor brutalidad que he visto en mi vida, es peor que la de ISIS”, asegura Gerry Gouveia, exsoldado de las Fuerzas de Defensa de Guyana y piloto a cargo de un servicio de vuelos en la región. “Los crímenes están creando una enorme sensación de miedo entre los negocios a lo largo de la frontera”.

Las pandillas venezolanas también están haciendo sentir su poder en el territorio guyanés. En abril, mineros de la ciudad de Eterinbang (al sur de Whitewater) informaban de una base de los ‘sindicatos’, fuertemente armados, en el río Cuyuni. Desde allí dicen que atacan a los barcos que se resisten a sus intentos de extorsión.

Muchos guyaneses sospechan que las bandas del ‘sindicato’ operan en connivencia con el Gobierno venezolano, pero según Greenidge no hay pruebas que sustenten tales afirmaciones. Las pandillas “se dan cuenta de la existencia del conflicto y de la falta de cooperación entre los dos países; eso crea un vacío en la región de la frontera y les hace más osados”.

Algunos analistas internacionales no están tan seguros. “A medida que se intensifica la crisis social y económica venezolana, hemos visto cómo aumentaba significativamente la violencia y el crimen en las regiones de la frontera, y creemos que continuará así en los próximos dos años, a menos que haya un improbable cambio de régimen”, afirma Raúl Gallegos, director asociado de la consultora política Control Risks.

El presidente Nicolás Maduro ha avivado el fervor nacionalista en torno a Essequibo. En julio de 2015, dos meses después de que ExxonMobil descubriera gigantescos yacimientos de petróleo frente a las costas de Guyana, su Gobierno emitió un decreto con un reclamo por la propiedad de grandes partes de las aguas de Guyana. También creó la Oficina de Rescate de Essequibo. “Vamos a recuperar lo que nuestro país nos dejó”, dijo a sus compatriotas. Por el momento, el nuevo organismo oficial ha permanecido inactivo.

Traducido por Francisco de Zárate