Con la liberación del hijo del ‘Chapo’ Guzmán, el presidente Andrés Manuel López Obrador evitó una masacre pero, al mismo tiempo, permitió que el narcotráfico exhibiera de nuevo su poder, impusiera sus condiciones a fuerza de bala y doblegara al Estado.
La jornada de violencia en Culiacán, Sinaloa, puso a prueba a un gobierno que heredó una guerra narco que comenzó hace casi 13 años y que no puede terminar por decreto ni de manera unilateral. No alcanza con sacar la bandera blanca en símbolo de paz. El presidente cree que superó el desafío porque no hubo muertos a granel. Es cierto. El problema es que, a cambio, quedó desacreditado. Y, una vez más, se demostró que la sociedad mexicana es rehén del crimen organizado.
Otro agravante es que, al caos y a la violencia que estallaron el jueves por la tarde en territorio del Cártel de Sinaloa, el gobierno sumó la incertidumbre. Pasaron horas antes de que alguna autoridad diera la cara y contara qué estaba pasando. Lo hicieron tarde y mal. En un errático mensaje grabado, el secretario de Seguridad Ciudadana, Alfonso Durazo, reconoció por la noche que habían localizado a Ovidio Guzmán López, hijo del ‘Chapo’, pero advirtió que habían decidido “suspender las acciones”.
La confusión se acrecentó. ¿Dónde estaba Guzmán López? ¿Lo habían detenido? ¿A dónde sería trasladado? ¿Qué significaba “suspender las acciones”? Las palabras del funcionario sólo dejaron en claro que el hallazgo del ‘Chapo’ en una casa de Culiacán era producto de la casualidad, no de ningún operativo de inteligencia. No lo estaban siguiendo. No habían planeado su captura.
Para ese momento, los narcos ya tenían el control de la ciudad: colocaron retenes en los accesos, retuvieron a militares, dispersaron sicarios, liberaron a decenas de presos del Penal de Aguaruto, desataron balaceras. Todo, para evitar que se llevaran al hijo del ‘Chapo’ que había sido encontrado por la Guardia Nacional, la nueva fuerza creada por López Obrador. Los narcos eran superiores en número, en armas y en dominio de la zona.
El silencio de tantas horas por parte del gobierno fue llenado por rumores, videos manipulados y mensajes en redes sociales que incrementaron el clima de terror en Sinaloa y la desazón en el resto del país. Para peor, la propia agencia estatal de noticias, en lugar de dar información oficial, difundió como “versión no confirmada” la presunta liberación de Guzmán López. Con el país en vilo, López Obrador se negaba a explicar qué ocurría y dejaba las explicaciones en manos de su gabinete de Seguridad. En el colmo de la desorganización, el abogado del ‘Chapo’ Guzmán fue quien confirmó que su hijo estaba vivo y libre, algo que tenía que haber anunciado un funcionario.
Las críticas e ironías estallaron de inmediato. Lo concreto es que el gobierno había cedido a la presión de la violencia narco. López Obrador insistió en que privilegió que no hubiera muertos. La detención de Guzmán López no lo valía. Según él, es la diferencia principal con los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, los presidentes que quisieron combatir “el fuego con el fuego” y convirtieron al país en una fosa común, los que dejaron en conjunto un saldo de más de 250.000 asesinatos (entre ellos cifras récord de periodistas y defensores de derechos humanos), más de 40.000 desaparecidos, cientos de miles de desplazados. Los que ampararon crímenes de lesa humanidad y consolidaron la impunidad y el desprecio a las víctimas como una norma.
Desde que era candidato, López Obrador ofreció otra estrategia. Prometió desmilitarizar la lucha contra el narcotráfico, ya que la guerra iniciada por Calderón en 2006 no resolvió nada y sólo disparó los niveles de violencia. Pero después de ganar las elecciones el presidente reculó y anunció la creación de una Guardia Nacional que estuvo rodeada de polémica. Aunque se terminó designando un mando civil, en realidad representa la continuación de la influencia del Ejército en políticas de seguridad interna. La nueva fuerza comenzó a operar en julio pasado con 70.000 agentes. Es la misma que ayer encontró y dejó ir al hijo del ‘Chapo’ Guzmán.
A ello se suma la violencia que no cesa. Más bien, aumenta. El Sistema Nacional de Seguridad Pública reconoció que en los primeros ocho meses de este año, que a su vez son los primeros ocho meses del gobierno de López Obrador, fueron asesinadas 23.724 personas, un 3,5% más que en 2019. La tendencia continúa, por lo que este puede ser el año con mayor número de homicidios en la historia del país desde que comenzaron a realizarse registros oficiales. La pacificación parece una tarea titánica. Lejana. El presidente dio por terminada la guerra, pero los narcos no se dieron por enterados.
La crisis que enfrenta hoy López Obrador también expone otro costado del fracaso de la guerra contra el narcotráfico. En julio pasado, el ‘Chapo’ Guzmán fue condenado a cadena perpetua en Estados Unidos, pero ni su captura ni su sentencia implicaron la desaparición del Cártel de Sinaloa que ayer, en las calles de Culiacán, ratificó su poderío. Porque el tráfico de drogas ilegales es un negocio multimillonario que sólo cambia de manos. Los asesinatos y detenciones de los capos no hacen mella, como bien lo supieron los colombianos después de la muerte de Pablo Escobar.