Justo antes de Año Nuevo, mi esposa y yo dejamos a nuestros dos hijos en casa con sus abuelos y nos escapamos a La Habana para disfrutar de unas breves vacaciones. Tal vez estén familiarizados con esta sensación sorprendente de estar sin sus hijos, que es como si se estuvieran saliendo con la suya en algo temerario y posiblemente ilegal. Más de una vez, sentí como si hubiésemos descubierto un código secreto que abre un portal hacia un universo paralelo. De repente, nos dimos el lujo de tomar un trago y nos dimos el lujo de saborearlo poco a poco. Podíamos leer más de una página de un libro a la vez. Podíamos disfrutar nuestros alimentos sin tener que limpiar el yogur del techo.
Sin embargo, esta extraña sensación de haberle ganado la batalla al tiempo y al espacio se debió principalmente a nuestro destino: Cuba. La compleja identidad del país está vinculada de manera inherente a la dualidad, su capacidad de sentirse tan lejos y tan cerca al mismo tiempo.
Nuestra visita se dio en un momento extraño, ya que el país languidece en un periodo de incertidumbre después de Fidel y de la visita del expresidente estadounidense Barack Obama, que muchos cubanos con los que hablamos ven como un momento crucial, un primer paso crítico en la normalización de las relaciones entre los dos países. No obstante, dicho optimismo se ha convertido en un limbo de incertidumbre, en el que hay más preguntas que respuestas: ¿el repentino auge de los negocios privados (como Airbnb) en la isla es un signo de lo que está por venir o solamente es una fachada de lo que queda de un régimen totalitario? ¿Qué ocurrirá cuando Raúl Castro por fin deje el cargo? En esta era de Trump, ¿se les permitirá a los estadounidenses volver a Cuba? Y si, de hecho, uno va a Cuba, ¿se hará trizas nuestra mente capitalista?
Al igual que a muchos otros, los informes de que los diplomáticos estadounidenses habían padecido una serie de síntomas misteriosos (náuseas, pérdida de audición, mareos, pérdida de memoria e incluso daño cerebral) me habían interesado especialmente. Tanto los medios como el Departamento de Estado estadounidense señalaron como explicación que el ataque se había debido a un “arma sónica”, que parecía ser el último aliento tóxico de las artimañas que se habían usado en la Guerra Fría.
Entonces, ¿por qué ir a Cuba y ponerse en el punto de mira de la incertidumbre diplomática y acústica? Porque por eso viajamos. Como alguna vez escribió José Martí, el poeta y filósofo nacional que se ha vuelto emblemático en Cuba: “En tiempos de crisis, los pueblos del mundo que van a luchar juntos deben apresurarse a conocerse”. Nadie puede predecir qué ocurrirá con Cuba en los próximos años y es por eso que debemos apresurarnos a visitar ese destino en este momento: literalmente, en este momento. Visitarla es ser testigo de cómo un ave exótica está a punto de salir volando de su jaula.
Nuestro chofer en La Habana había heredado su Buick Invicta convertible 1959 color cereza de su padre, quien a su vez lo había heredado de su padre. El motor era original. Pregunté cuál era el kilometraje del automóvil. “No se puede medir”, respondió.
Hay muchas cosas en Cuba que no se dejan medir. El tiempo se vuelve un enigma. Cuando nos llevó a la ciudad desde el Aeropuerto Internacional José Martí, de inmediato nos sumergimos en un remolino de historia fantasmagórica: Plymouths estadounidenses de la década de los cincuenta, Ladas soviéticos de los setenta, Polski Fiats de los ochenta, carretas jaladas por burros y el extraño Peugeot. Era como si cada momento del pasado se hiciera presente ante nosotros.
Los cubanos tienen una relación complicada con el tiempo. El sistema socialista exige que uno se rinda ante el tiempo; el tiempo, como casi todo lo demás, es un bien compartido. Por ende, la gente se acostumbra a esperar en fila a que toque su turno para recibir un servicio. Están tan acostumbrados a esperar en fila que ya nadie hace una. Solo hay un grupo de personas que viven la vida, conversan, y que casualmente esperan afuera de un banco o en la parada del autobús mientras tanto. Cuando llega una persona más, pregunta: “¿Quién es el último?” y un dedo se levanta. Sin mayor alarde, una persona más se suma a la fila y así pasa el tiempo.
Uno de los jóvenes cubanos con los que hablamos mientras hacíamos fila solo se encogió de hombros ante este inconveniente.
“Sí, hay escasez de productos. No, no es lo ideal”, dijo. “Las empresas privadas son importantes. Pero no queremos simplemente copiar el sistema estadounidense, sin ofender, en el que todo tiene que ver con el dinero”.
Uno de los grandes regalos de nuestro corto tiempo en La Habana fue el tiempo mismo. En específico, no tener acceso constante al internet. La Habana acaba de permitir que haya wifi público, pero solo en ciertos parques y esquinas. Hay que comprar una tarjeta para adquirir tiempo en línea y de ese modo nos unimos llenos de culpa a las masas nocturnas que se dan cita en el Parque John Lennon, cautivados por el brillo de nuestros teléfonos inteligentes. Los parques públicos se han vuelto a llenar de adictos, salvo que la naturaleza de la droga ha cambiado. ¿Será aquí donde comenzará la nueva revolución? ¿Acaso esta revolución tendrá su propio emoticono?
Deambulábamos por parques oscuros por las noches porque, en su mayor parte, Cuba es un lugar totalmente seguro. No hay delincuencia conocida, o al menos eso es lo que dice el gobierno cubano. Como suele suceder, cuando uno indaga un poco más, nada es lo que parece: Cuba ocupa el séptimo lugar en el índice de encarcelamiento global (Estados Unidos ocupa el segundo lugar). Si no hay delincuencia, ¿cómo es que hay tantos delincuentes? ¿O será que no hay delincuencia porque todos los criminales están encerrados? Cuando le pregunté a nuestro conductor, me contestó con indiferencia.
“Hay un viejo chiste”, dijo. “Hay once millones de cubanos, de los cuales cinco millones son policías”.
No seré el primero en decirles que las calles de La Habana son adictivas. La ciudad es tremendamente fotogénica y no necesita filtros. Nuestro Airbnb se encontraba en El Vedado, un barrio residencial engañosamente tranquilo de mansiones avejentadas que también tiene algunos de los pocos centros nocturnos más bulliciosos y la Fábrica de Arte Cubano, una vieja fábrica de aceite de cocina que se ha convertido en un complejo en expansión de artes multidisciplinarias con un excelente restaurante, El Cocinero, en el techo. La noche en la que lo visitamos había un desfile de modas, un concierto y la inauguración de una galería, todo en el mismo lugar. Los cubanos son ingeniosos cuando se trata de adaptar lo que ya existe para convertirlo en algo más maravilloso que la suma de sus partes.
Caminamos desde El Vedado. Caminamos por el malecón, donde los jóvenes salen a ver y ser vistos mientras las olas rompen contra el espolón de la ciudad. Caminamos por la parte ruinosa del centro, “la verdadera Habana”, como mucha gente dice. Todos estaban en casa por las vacaciones; el ambiente era de fiesta. Logramos esquivar el agua que arrojaban de los balcones. Había hombres que arreglaban autos. Autos que arreglaban hombres. Paseamos por el callejón de Hamel, un callejón convertido en capas de códices de arte urbano afrocubano de Salvador González, en el que se pueden ver bañeras con inscripciones incrustadas en los muros, coloridos murales dedicados a la danza. Pasamos junto a la aglomeración jubilosa de un festival callejero de rumba.
¿Acaso se celebra un festival de rumba todos los días? No me sorprendería.
De hecho, los habaneros son de las personas más animadas que he conocido. Los ciudadanos de muchos de los países socialistas y postsocialistas que he visitado suelen irradiar un cinismo cuidadosamente perfeccionado (basta ver el perfecto ceño fruncido de la empleada de la escalera mecánica en el Metro de Moscú). Los cubanos son todo lo contrario. No es que se cieguen ante los problemas de su país, pero no hay tiempo de deprimirse porque… ¡hay un festival callejero de rumba! (y un auto que arreglar, un apartamento que rentar, hay que conseguir huevos…).
Hasta Jesús sabe de qué se trata. El Cristo de La Habana es una estatua que mide 20 metros de alto, en mármol de Carrara, que mira la ciudad desde la cima de una colina al otro lado de la bahía.
“En Río, su Jesús es así”, dijo nuestro guía, levantando los brazos. “En Cuba es más bien así, con un mojito y un puro”. La bendición cubana.
Todo el tiempo había gente que no conocíamos que iniciaba conversaciones con nosotros: “¿De dónde vienen?”. La gente sonreía cuando les decíamos. “Por favor, díganles a todos que Cuba es hermosa. Sin mafias ni guerra. Solo mojitos y salsa para bailar”. Llevándose la mano al estómago, nos daban una muestra de baile, con el dedo del pie dibujando remolinos con pericia sobre el suelo.
Como visitante en esta isla maravillosa, seguimos el ejemplo del Cristo de La Habana y tomamos nuestra cuota de mojitos que pasaban por nuestra garganta como agua. La comida fue poco memorable, casi en su totalidad, pero no es por eso por lo que uno viaja a Cuba. Uno viene para que lo transporten a otra era. Para bailar, dibujar remolinos con los dedos de los pies sobre el suelo. Para echarse un clavado en la mezcolanza de arquitectura colonial y art decó, reflexionar sobre los murales callejeros tristes y ajenos de Yulier Rodríguez, escuchar historias sobre un mundo paralelo, un mundo que comienza lentamente a fundirse con el propio.
También se viene a la isla por los sonidos. La Habana es la tierra de los sonidos. Nunca había ido a un lugar cuya identidad estuviera tan entretejida con su huella auditiva. El pum-pum gutural de los Cadillacs de ocho cilindros construidos antes de que mi padre naciera; el océano que se alza y la olas que rompen en el malecón como el llanto de un recién nacido; el compás de los timbales que se deja oír en el bar del otro lado de la calle, tin-tin, tin-tin-tin; los pies que se arrastran en el suelo del hombre que te enseña a bailar salsa en la banqueta; el arañazo monótono de una escoba en un umbral; el estallido seco de los cañones ceremoniales que se disparan cada tarde desde la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña; el dulce tintineo de los hielos en el mojito de piña más delicioso que hayas probado.