El municipio colombiano de Riosucio se encuentra a orillas del río Atrato, cerca de la frontera con Panamá. Con una población de unas 20.000 personas, al asentamiento no se puede llegar desde la carretera principal. Y, sin embargo, el año pasado aquí se vendieron más de 4,5 millones de litros de gasolina.

Las autoridades colombianas han calculado que más de un cuarto de la gasolina vendida en 2018 en el país fue utilizada para la producción de drogas, que utiliza el combustible como ingrediente y fuente de energía.

La oficina del Procurador General de Colombia ha anunciado estar investigando 33 gasolineras. Muchas estarían ubicadas en zonas problemáticas de frontera donde hay escasa presencia de las fuerzas de seguridad y la ley es débil.

“Existe una relación directa entre el narcotráfico y la gasolina”, ha explicado Pedro Piedrahita Bustamante, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Medellín. “Esto se aprecia cuando uno viaja por zonas rurales: se comienzan a ver bombonas de gasolina que son transportadas hacia donde hay coca”, ha contado.

La gasolina es un ingrediente clave en la primera fase de la producción de cocaína, cuando se extraen los agentes psicoactivos de las hojas de coca: se necesitan unos 284 litros de gasolina para cada kilo de pasta de coca, que después se refina para obtener cocaína. También hace falta combustible para hacer funcionar los generadores que proporcionan energía a los laboratorios de narcóticos, que normalmente se localizan en zonas remotas.

La industria de la cocaína en Colombia sigue prosperando pese al acuerdo de paz alcanzado por el Gobierno en 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que históricamente ha financiado su guerrillera con el narcotráfico. El acuerdo incluía una serie de ayudas para que los agricultores reemplazaran el cultivo de la hoja de coca por alternativas legales como el café y el cacao.

Sin embargo, lejos de reducirse, el cultivo de hojas de coca sigue aumentado: en 2017 se destinaron unas 171.000 hectáreas, 25.000 hectáreas más (un 17%) que en 2016, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC). Los agricultores han denunciado que no logran subsistir con los cultivos legales.