Los nuevos pagos mensuales en el paquete de alivio por la pandemia tienen el potencial de sacar a millones de niños estadounidenses de la pobreza. Algunos científicos creen que esas ayudas podrían cambiar la vida de los niños de una manera más fundamental: transformando sus cerebros.

Ya es bien sabido que crecer en situación de pobreza está correlacionado con disparidades en el progreso académico, la salud y el desempleo. Pero una rama emergente de la neurociencia estudia cómo es que la pobreza afecta al cerebro en desarrollo.

Durante los últimos 15 años, decenas de estudios han encontrado que los niños criados en circunstancias precarias tienen algunas diferencias sutiles en su cerebro en comparación con los niños pertenecientes a familias más pudientes. En promedio, el área de superficie de la capa exterior del cerebro es más pequeña, sobre todo en las zonas que se relacionan con el lenguaje y el control de impulsos, así como en el volumen de una estructura conocida como el hipocampo, que es responsable de la memoria y el aprendizaje.

Estas diferencias no son el reflejo de características innatas o heredadas, según sugieren los estudios, sino de las circunstancias en las que crecieron los niños. Los investigadores han especulado que diversos aspectos de la pobreza —una nutrición deficiente, estrés elevado y baja calidad en la educación— podrían influir en el desarrollo cerebral y cognitivo. Pero casi todas las investigaciones que existen hasta la fecha son correlacionales. Y si bien estos factores podrían existir en diversos grados en todo tipo de familias, la pobreza es el denominador común. Un estudio en curso llamado “Baby’s First Years” (los primeros años del bebé) que comenzó en 2018, busca determinar si la reducción de la pobreza podría por sí sola favorecer un desarrollo saludable del cerebro.

“Ninguno de nosotros cree que el ingreso es la única respuesta”, afirmó Kimberly Noble, neurocientífica y pediatra de la Universidad de Columbia que es una de las encargadas del proyecto. “Pero con ‘Baby’s First Years’, vamos más allá de la correlación para comprobar si la reducción de pobreza tiene un impacto directo en el desarrollo cognitivo, emocional y cerebral de los niños”.

Noble y sus colaboradores examinan los efectos de las transferencias de efectivo que resultaron ser parecidas a las que el gobierno de Joe Biden, en Estados Unidos, distribuirá como parte de un crédito fiscal ampliado para quienes tienen hijos.

Los investigadores seleccionaron al azar a 1000 madres con bebés recién nacidos que vivían en situación de pobreza en la ciudad de Nueva York, en Nueva Orleans, el área metropolitana de Minneapolis-Saint Paul y en Omaha, Nebraska, para que todos los meses recibieran una tarjeta de débito con 20 o 333 dólares que las familias podían usar como quisieran. (El plan de Biden dará 300 dólares mensuales por hijo hasta los 6 años de edad, así como 250 dólares por hijos cuyas edades oscilen entre los 6 y 17 años). El estudio hace un seguimiento del desarrollo cognitivo y la actividad cerebral de los niños a lo largo de varios años mediante una herramienta no invasiva denominada EEG móvil, que mide los patrones de ondas cerebrales con un gorro de 20 electrodos.

El estudio también hace un seguimiento del estatus financiero y laboral de las madres, así como de mediciones maternales como niveles de hormonas de estrés y si usan guarderías o servicios de niñeras. En entrevistas cualitativas, los investigadores indagan cómo el dinero afecta a la familia y, con el consentimiento de las madres, ven cómo lo gastan.

La investigación pretendía recabar datos sobre la actividad cerebral de los niños de 1 y 3 años en visitas a domicilio y los investigadores lograron obtener la primera serie de datos de unos dos tercios de los niños antes de que se desatara la pandemia. Como las visitas a domicilio aún no pueden realizarse, ampliaron el estudio hasta los 4 años y recogerán la segunda serie de datos cerebrales el año que viene.

La pandemia, así como los dos pagos de estímulo que recibieron los estadounidenses a lo largo del último año, sin duda afectaron a las familias participantes de distintas maneras, así como los cheques de estímulo que se darán este año y los nuevos pagos mensuales. Pero, como el estudio es aleatorio, los investigadores esperan poder evaluar el impacto del dinero que el programa les da, afirmó Noble.

“Baby’s First Years” es considerado como un emprendimiento audaz para demostrar, a través de un ensayo clínico, un vínculo causal entre la reducción de la pobreza y el desarrollo cerebral. El estudio “sin duda es uno de los primeros, si no es que el primero”, en este campo de desarrollo en tener implicaciones directas en políticas públicas, sostuvo Martha Farah, neurocientífica cognitiva de la Universidad de Pensilvania y directora del Centro de Neurociencia y Sociedad que estudia la pobreza y el cerebro.

Sin embargo, Farah admite que los científicos sociales y los responsables de la elaboración de políticas públicas suelen descartar la relevancia de los datos sobre el cerebro.

“¿Se pueden obtener conocimientos prácticos al aplicar la neurociencia o acaso la gente solo se está apantallando con las bonitas imágenes del cerebro y las impresionantes palabras de la neurociencia? Es una pregunta importante”, comentó.

Abundan los escépticos. James Heckman, economista ganador del Premio Nobel que trabaja en la Universidad de Chicago y estudia la desigualdad y la movilidad social, dijo que no veía “ni un atisbo de que una política salga de ello, aparte de decir que, sí, hay una huella de una vida económica mejor”.

“Además, sigue siendo una incógnita cuál es el mecanismo” a través del cual dar dinero a los padres ayuda al cerebro de los niños, dijo, y luego añadió que enfocarse directamente en ese mecanismo podría ser más barato y eficaz.

Samuel Hammond, director de políticas de pobreza y bienestar social del Centro Niskanen, que trabajó en una propuesta de subsidio infantil del senador Mitt Romney, está de acuerdo en que buscar el origen de cualquier beneficio cognitivo que se observe es complicado.

“Me cuesta trabajo dilucidar las intervenciones que, en realidad, ayudan más”, expresó. Por ejemplo, los expertos en políticas debaten si ciertos programas de cuidado infantil benefician de manera directa el cerebro de un niño o si simplemente le permiten a la cuidadora del niño tener más tiempo para trabajar y aumentar el ingreso de la familia, dijo.

Pero, Noble sostiene que esa es precisamente la razón por la que darles dinero a las familias en desventaja podría ser la manera más potente de poner a prueba el vínculo de la economía con el desarrollo cerebral. “Es muy posible que las vías particulares del impacto en los niños difieran de una familia a otra”, dijo. “Por eso, al dar a las familias la posibilidad de utilizar el dinero como mejor les parezca, no se presupone que haya una sola vía o un mecanismo concreto que conduzca a diferencias en el desarrollo infantil”.

La neurociencia tiene un historial de transformar el pensamiento social e influir en las políticas. Las investigaciones que muestran que el cerebro continúa madurando después de la adolescencia y hasta la mitad de los 20 años han reformado las políticas relacionadas con la justicia de menores.

En otro ejemplo, la investigación sobre el desarrollo cerebral y cognitivo en niños que crecieron en orfanatos rumanos desde mediados de la década de 1960 hasta la de 1990 cambió la política sobre institucionalización y cuidado de crianza, en Rumania y en todo el mundo, dijo Charles Nelson, neurocientífico de Harvard y el Hospital de Niños de Boston que codirigió ese trabajo.

Esos estudios demostraron que la privación y la negligencia disminuyen el coeficiente intelectual y obstaculizan el desarrollo psicológico en los niños que permanecen institucionalizados después de los 2 años, y que la institucionalización afecta profundamente el desarrollo del cerebro, amortigua la actividad eléctrica y reduce el tamaño del cerebro.