En cualquier lugar del mundo, la arquitectura es un interesante indicador de cómo es o era la sociedad que lo habitaba. Una manifestación física de su forma de vida, de su economía, de su mentalidad y de su política.
Los palacios de una época y los rascacielos de otra nos muestran quién ostentaba el poder. Los mármoles, aceros o adobes nos indican la riqueza o precariedad de esa sociedad, con quién comerciaba, quien construyó sus ciudades o cuando se destruyeron.
Cualquiera que, por ejemplo, haya paseado por las amplias avenidas del Este de Berlin puede imaginarse todavía que la vida en aquellos barrios de aburridos y espartanos bloques grises era muy diferente a la de sus vecinos del oeste. Cuando en 1989 los alemanes orientales cruzaron el muro se encontraron con un escaparate arquitectónico del mundo abierto, moderno y liberal que era Occidente.
En las décadas de la posguerra la República Federal Alemana intentaba huir de la monumentalidad, de la piedra y de la estética conservadora que el Tercer Reich había institucionalizado. Recuperó las ideas de la Bauhaus en busca de vanguardia y frescura. El metal, el vidrio, el hormigón, y las formas complejas y nada monolíticas fueron las herramientas de un estilo muy tecnológico pero discreto, acorde con el nuevo país, que buscaba reconstruirse y exorcizarse de su reciente pasado. De hecho, todavía hoy, algunos de los arquitectos alemanes de la posguerra y sus obras siguen siendo referentes de primer nivel para entender la arquitectura contemporánea.
Aquella mentalidad autoimpuesta, discreta y moderna, que buscaba desterrar el nacionalismo y ensalzar los valores europeos, se plasmó en su capital, Bonn, la antítesis del estatalismo. Sus ministerios los constituían un conjunto de villas, chalets y discretos edificios. Incluso hasta los años 90, la propia residencia del Canciller fue un elegante y moderno “bungalow”.
Alemania se “reunificó” en 1991, dando lugar a una potencia de más de 80 millones de personas que desequilibró las relaciones de poder de la Europa de la posguerra, y marcó desde entonces el compás en el continente. La arquitectura también cambió. Poco tiene que ver la discreta Bonn de 1988 con el Berlin de 2018. Quien recorra hoy las plazas y avenidas del distrito gubernamental lo percibirá en la nueva cúpula del Reichstag, en el gigantesco palacio de la Cancillería, en los grandes complejos ministeriales, y en los enormes edificios públicos y agencias federales, que muestran su poder con fachadas monolíticas inspiradas en el estilo de la última vez que Alemania se sintió grande y poderosa. Algunas de ellas caen en la grandilocuencia y la incorrección política.
Quizás el colmo de la mediocridad y a la austeridad que inunda la arquitectura alemana actual -¿y su mentalidad también?- sea la nueva sede berlinesa de sus servicios de inteligencia, el BND, un complejo que bien podría recordar al Ministerio de la Verdad de George Orwell.
Pero no nos quedemos solo en la arquitectura institucional. Teodoro Adorno temblaría de miedo ante algunos edificios de la plaza que lleva su nombre en el nuevo campus de la universidad Wolfgang Goethe, hogar de la escuela filosófica de Frankfurt, cuyas fachadas sacarían alguna lagrimita a Albert Speer y a Carl Schmitt.
Si la arquitectura nos muestra sin tapujos cómo somos, o hacia dónde vamos, en esta Alemania poderosa, rica y conservadora, donde la ultraderecha euroescéptica es ya el primer partido de la oposición, lo que se ve empieza a parecerse al retrato de Dorian Grey.
Uno puede pensar que el pragmatismo alemán y las demandas del mercado inmobiliario condicionan lo que acaba construyéndose y que esto no tiene por qué tener una relación directa con la mentalidad del país. Pero entonces, ¿cómo es posible que el mismo páramo de modernidad conceptual -que no técnica- lo encontremos en los proyectos de los estudiantes de arquitectura de la mayor parte de sus universidades, en los referentes que los inspiran y en las exigencias de sus profesores? Y ¿Por qué la arquitectura en Austria y la Suiza alemana es mucho más avanzada y propositiva? ¿o en Holanda y Dinamarca? todos ellos países vecinos.
Hoy, esta ausencia de complejos no sería posible en otro tipo de manifestaciones públicas, políticas o artísticas. Pero ahí está una de las más perversas y sutiles herramientas de la arquitectura: penetrar sigilosamente en nuestras ciudades y modelar nuestra mentalidad con su estética aparentemente inofensiva, y ¿por qué no? llevarnos a aceptar como éticamente válidas ciertas formas físicas que responden a la banalización de un ideario político concreto. Ideas que cuando se leen en un cartel o se escuchan por la radio sí que nos repelen gracias a los límites morales que la sociedad democrática ha creado. ¿Estarán bajando la guardia?
Y sin embargo, esta instrumentalización de la arquitectura ha sido capaz de dar otra vuelta de tuerca. En un ejercicio de revisionismo histórico descorazonador, hoy se están promoviendo por todo el país múltiples esperpentos urbanos. Los centros de ciudades como Frankfurt, Dresden o Potsdam, destruidos en la Segunda Guerra Mundial, están siendo levantados de nuevo bajo iniciativas ciudadanas tras las que -tal y como desvelaba el diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung- se esconden miembros de organizaciones neonazis como el Partido Nacional Democrático (NPD).
Las sonrisas y los selfies del público bendicen la nueva estética de las pintorescas fachadas barrocas y renacentistas alemanas, que sustituyen a los edificios de posguerra, debidamente derruidos para la ocasión. Entre estos proyectos, quizás el más simbólico ha sido la demolición del antiguo “parlamento” de la DDR en Berlin Oriental. Argumentando razones técnicas, ha sido sustituido por un estrambótico edificio, construido a la manera contemporánea pero que “recupera” la cúpula y tres de las fachadas del antiguo palacio… del Kaiser. De 1918 pasamos a 2018, ¿y entre medias que fue lo que ocurrió?
“¿No tenemos derecho a recuperar nuestras antiguas y bonitas ciudades?” se preguntan muchos alemanes. La respuesta es un rotundo NO.
Dado que las personas que pueden recordar esas ciudades se cuentan hoy con los dedos de las manos, la idea de “recuperar” es una falacia retórica peligrosa, un instrumento de revisionismo histórico muy efectivo. Todos tenemos una memoria heredada de nuestros padres y abuelos, pero conforme pasa el tiempo, los sucesos históricos se vuelven abstractos. Los ciudadanos del Siglo XXI no deberíamos sentirnos emocionalmente vinculados con hechos ocurridos en 1898, 1812 o 1714 a no ser que éstos sean manipulados y azuzados con fines políticos. Por eso, no es lo mismo que los jóvenes lean en los libros de historia cómo sus ciudades fueron arrasadas para luego pasear por calles “bonitas” y aparentemente antiguas, que vivir en ciudades con fachadas grises y aburridas, y entender que esto es la consecuencia física de la mayor barbarie colectiva que ha cometido la humanidad: El fanatismo nazi.
Por otro lado, desde un punto de vista técnico, el modelo de “reconstrucción” utilizado es académicamente comparable a considerar Disneylandia como una recuperación de la Edad Media europea. No se están respetando ni las técnicas de reconstrucción aceptadas ni los trazados urbanos originales. Estos nuevos “centros históricos” se han realizado cumpliendo la normativa del siglo XXI y no la del siglo XVI (lo que permite que entren en precio), son edificios modernos con fachadas sin época.
Imaginen que la Biblioteca Nacional expusiera como si fuera antigua, una edición de El Quijote hecha hoy, que intentase imitar la estética original pero con papel y tinta de composición química actual y con un texto adaptado a las normas de la Real Academia donde, además, se hubieran “corregido” aquellas expresiones y pasajes políticamente incorrectos u ofensivos según la mentalidad de hoy.
La falta de memoria histórica, su banalización y manipulación es siempre peligrosa, y en momentos difíciles puede dar lugar a actitudes frívolas e irresponsables y, como hemos comprobado en los últimos años, éstas actitudes han escalado considerablemente en la próspera Alemania.
Lo que nos muestra su arquitectura actual se refleja también en el auge de su nacional populismo: la defensa de la identidad, pero también en su política económica, en las exigencias impuestas a sus vecinos y en una cierta visión de superioridad frente a los demás.
Afortunadamente, artículos mucho más crudos y duros que éste se publican con cierta regularidad en los principales periódicos alemanes. La oposición a la “sacudida de complejos”, demuestra que todavía una parte importante de su sociedad mantiene una envidiable actitud autocrítica, y sigue construyendo modernas y atractivas ciudades, como Leipzig o Hamburgo. El “coraje civil” fruto de siete décadas de patriotismo constitucional y democracia militante han formado a tres generaciones sobre la base del recuerdo, enfrentándose, de forma ejemplar, a su memoria histórica.
Pero el tiempo pasa, y aunque no fuese diferente en otras sociedades, una vez más, podemos comprobar cómo la crítica, compleja y abstracta, choca contra las fachadas de esta nueva realidad que ya construye la extrema derecha populista. A través de la arquitectura las críticas sucumben frente a lo “bonito y lo práctico” que gana y ganará siempre la batalla de la opinión pública, incluso con el beneplácito servicial de una parte de la academia, que por no enfadar a sus políticos justifica lo injustificable, demostrando, como en otras épocas que, frente a la ética, la estética sigue siendo una poderosa herramienta política.