Algunas leyes dicen más de la situación de un país que miles de tertulianos gritando. En las últimas semanas, la piedra Rosetta de la política italiana se llama ius soli.
Una norma que el Gobierno de Paolo Gentiloni quería aprobar antes de terminar el curso y según la cual los hijos de los inmigrantes con al menos cinco años de residencia en el Estado recibirían la nacionalidad, en lugar de tener que esperar hasta los 18 años. Pero la debilidad del Ejecutivo, sostenido por pequeños partidos a su derecha, y el creciente rechazo a la inmigración masiva que vive Italia, han provocado un juego de transparencias en el que en una sola semana se han visto las costuras de una legislatura que ha tenido tres gobiernos y apura sus últimos meses con demasiada fatiga.
Ningún país de la UE aplica el ius soli puro (EE UU sí lo hace). Pero casi todos, desde España a Alemania, pasando por Francia, lo contemplan con algunas restricciones (nacionalidad de uno de los dos padres, estabilidad de la residencia…).
La excluyente norma italiana, diseñada en 1992 y que no da margen a obtener la nacionalidad hasta la mayoría de edad, alumbró a la llamada generación Balotelli (futbolista palermitano, hijo de padres ghaneses y estrella fugaz de la selección).
Más de un millón de personas nacidas en el país, educadas en sus escuelas, que hablan dialectos cerrados y que, sin embargo, no son italianas. Una situación legal inclinada a la discriminación social y administrativa que Matteo Renzi prometió liquidar cuando su gobierno no era un barquito de papel en la tormenta populista del debate migratorio.
Pero la situación también habla de cómo el populismo crecido al calor de la inmigración masiva impregna todas las decisiones políticas. Cualquier desliz en esta cuestión cuesta votos. Unos vaivenes que, a menudo, destiñen un discurso muy difícil de analizar ya desde el eje derecha-izquierda, como demuestra la polémica frase de Matteo Renzi emitida también en los últimos días.
“Ayudemos a los inmigrantes, pero en ayudémosles en su casa”.