Ayao* es un chico de 15 años alto y robusto. Como tantos jóvenes de su edad, cuida mucho su aspecto. Lleva una camiseta blanca con un colorido diseño en el pecho, pantalones blancos y chancletas Kappa. Disfruta dedicando esfuerzo a acicalarse el pelo, cortado con estilo. Está en su dormitorio de la humilde casa de ladrillo de una sola planta de su familia en Lomé, capital de Togo; se mira a un espejo diminuto y hace muecas de dolor cuando el peine se enreda.
Ayao trabaja para una empresa de venta de agua potable. Se levanta a las cinco para cargar los triciclos de transporte con los pesados paquetes de bolsitas de agua que luego distribuye a las tiendas de la zona. Esta mañana, antes de empezar, se toma dos pastillas blancas de tramadol de 225 miligramos, según indica el envase.
El muchacho lleva cuatro años tomando entre 450 y 675 miligramos de este medicamento casi cada día. La dosis máxima diaria recomendada por los médicos es de 400. “Con él tengo la sensación de que puedo hacer cualquier cosa. Nada parece imposible”, cuenta. “Si no lo tomo, no tengo fuerza. No me encuentro bien”. Después de ingerir el medicamento, habla a tal velocidad que tartamudea y se le traban las palabras.
El fármaco también tiene otros efectos. Puede actuar como un tranquilizante, pero si se toma por vía oral a dosis lo bastante altas puede producir una sensación eufórica estimulante similar a la de la heroína.