La digitalización se ha acelerado durante la pandemia como nunca antes. En el último año el mundo ha avanzado en esa dirección un lustro o una década, según el experto que consultemos. Y, paralelamente, se ha acelerado el efecto que la tecnología tiene en nuestros cerebros. Pero no de forma homogénea en todas partes. Un reciente estudio de la universidad de Stanford (California, Estados Unidos), liderado por la neurocientífica Tara Thiagarajan, advierte de las diferencias sociales y neurológicas creadas por un acceso desigual a dicha tecnología. Y concluye que su efecto sobre la actividad cerebral difiere enormemente según la parte del mundo donde vivamos. No es lo mismo la estimulación que recibe un habitante de Manhattan, en Nueva York, que otro de Nirmal, en la zona rural de la India.
Según explica Thiagarajan por videollamada a EL PAÍS, los resultados de los encefalogramas en áreas deprimidas, con ingresos escasos, reflejan la ausencia de ondas alfa —que tienen que ver con la concentración y la memoria—. En cambio, en poblaciones urbanas, donde la tecnología domina el día a día y su acceso resulta muy sencillo, las oscilaciones en estas ondas son muy elevadas. Su duración y presencia es constante. “A medida que la gente consume más contenidos digitales, mayores son los cambios en los patrones neuronales. La complejidad en las señales recibidas por el cerebro modifican sistemáticamente este órgano en función de los impulsos y estímulos que recibe”, razona Thiagarajan.
Aunque no emplea las palabras pobreza y riqueza, la neurocientífica deja claro que la desigualdad tecnológica favorece el desarrollo de diferentes tipos cerebros. No desde un punto de vista fisiológico, pero sí en cuanto a redes neuronales, actividad y aprendizaje de destrezas de acuerdo con las exigencias de las sociedades occidentales modernas. La educación, la capacidad de viajar, de relacionarnos con más personas o de movernos en vehículos motorizados también afectan, pero la digitalización lleva varios años ganando protagonismo. “Hace 200 años nos parecíamos bastante con respecto a la actividad cerebral. El mundo era bastante homogéneo. Sin embargo, hoy en día existen más divergencias que nunca, sobre todo para disponer de internet u otras tecnologías que son básicas solo en países desarrollados”, sostiene Thiagarajan.
Detrás de las evidencias mostradas por el estudio emerge una cualidad del cerebro: la neuroplasticidad. Como explica también por videollamada Facundo Manes, neurólogo y neurocientífico, se trata de la capacidad que tiene el sistema nervioso para modificarse o adaptarse a los cambios. Este mecanismo permite que las neuronas se reorganicen al formar nuevas conexiones y ajusten sus actividades en respuesta a cambios en el entorno. Que en los países más ricos el cerebro funcione de una determina manera y en los pobres de otra obedece a esta ductilidad. “Es un órgano flexible, adaptativo, que se va modificando a lo largo de nuestra vida. Las conexiones neuronales se van alterando como producto del aprendizaje y la interacción con lo que nos rodea”, argumenta Manes.
En el fondo de este debate también está el dinero. Thiagarajan comenta que necesitamos al menos unos 30 dólares diarios para consumir todos los estímulos exigidos por el mundo moderno, como internet, educación, desempeño laboral o conectividad móvil. Un listón económico inalcanzable para el 90% de la población de la India y muy alejado de lo que para la mayoría de organismos internacionales supone la frontera de la pobreza extrema, situada en dos dólares al día. “Esa es una cifra que solo tiene en cuenta las calorías necesarias por el cuerpo humano para sobrevivir. Pero esto es insuficiente para mantener la actividad cerebral, que requiere estímulos y exponerse al entorno, lo que determina cómo es nuestro cerebro”, destaca la neurocientífica de Stanford.PUBLICIDAD
¿Cómo afecta la sobreexposición a los dispositivos?
Está claro que el diferente acceso a la tecnología tiene efecto en nuestro cerebro, pero ¿Para bien o para mal? El estudio evita pronunciarse sobre qué repercusiones cerebrales conlleva la sobreexposición tecnológica con la que convivimos. De acuerdo con los últimos datos facilitados por el portal Statista, casi la mitad de los españoles pasó hasta cuatro horas al día delante de su móvil en 2020. Y solo recoge el tiempo con los teléfonos, porque la crisis del coronavirus ha disparado el teletrabajo y todo tipo de herramientas tecnológicas para adaptarnos al entorno pandémico. Todavía es pronto para concluir cómo ha afectado a la actividad neuronal, aunque algunas investigaciones apuntan ciertas tendencias. “Contamos con datos que prueban que la multitarea disminuye el rendimiento y la eficiencia cognitiva. Pero la realidad es que aún no podemos saber por completo cuál es el impacto de la tecnología en las redes cerebrales”, zanja Manes.
Los estímulos constantes a los que sometemos el cerebro avanzan hacia una posible fusión entre lo físico, lo digital y lo biológico, al menos en los países con mayores recursos. Esta probabilidad ha sido bautizada como interfaz cerebro-máquina —una tecnología que permite registrar y profesar ondas cerebrales en tiempo real y traducirlas en una acción en el mundo exterior—. En palabras de Manes, sería posible potenciar funciones sensoriales y cognitivas mediante implantes cerebrales o dispositivos externos. “Se trataría de una manera de modificar nuestra biología, como ocurre con el cerebro, para adaptarnos mejor al entorno. En un futuro, resulta plausible que utilicemos cada vez más herramientas técnicas”, precisa.
El estudio realizado por Thiagarajan constata que la digitalización modifica cómo aprende el ser humano, cuál es su desarrollo cognitivo. E, indirectamente, determina la forma de ver el mundo, de relacionarse entre ellos y hasta de su actividad cerebral, creando una propia de los países más pudientes y otra de las regiones más depauperadas. “El cerebro comienza a ser diferente por sí mismo. No se comporta de la misma manera en función del rincón del planeta donde estés. No podemos decir que exista un órgano estándar, sino que su evolución depende del ambiente y los estímulos”, concluye Thiagarajan.