Alos 17 años, Rodrigo Santos Motta empezó a consultar regularmente con médicos de Salvador de Bahía para descubrir cuál era la enfermedad que lo hacía crecer. En ese entonces medía 2,18m. Hoy, cinco años después, ya mide 2,23 metros, sigue creciendo y no tiene un diagnóstico preciso de lo que le pasa a su cuerpo.
Rodrigo vive temporalmente con su padre en Ibirapitanga, al noreste del Brasil. Tiene serias dificultades para conseguir ropa de su talla, especialmente los zapatos que debe pedirlos a medida. Dejó la escuela en 2016 porque no aguantaba más el bullying, pero en una entrevista brindada al medio G1 afirmó que ya no le molestan los comentarios sobre su altura. Desde fines de ese año lleva iniciados dos tratamientos en instituciones de salud, aunque ninguno le dio el resultado esperado.
“Lo que más escuché fue acerca de un tumor en el cerebro que me hace crecer, y que mientras no me opere, seguiré creciendo. Algunos médicos dijeron que necesitaba operarme, otros que no. Una vez me dieron medicina, pero no tuvo ningún efecto. Y siempre me hice exámenes. El seguimiento que estaba llevando eran básicamente pruebas y consultas”, dijo el joven brasileño, que tuvo que interrumpir su último tratamiento en 2020 por la pandemia.
“Dicen que es un tumor que tengo en el cerebro, que libera hormonas de crecimiento; algunos médicos dijeron que dejaría de crecer y otros que seguiría haciéndolo”, afirmó, ante la falta de un diagnóstico claro.
Toda esta incertidumbre sobre los cambios que atraviesa su cuerpo le ocasionó al joven un cuadro depresivo: “Como había muchos médicos, cada uno dijo algo. Uno vino y dijo que era una enfermedad; otro que era otra. Yo era más joven. Incluso tuve que tomar medicamentos para la depresión, fue mucho para mi mente”, relató el brasileño de 22 años a G1, y agregó: “Era tanto que ni siquiera podía digerirlo, pero lo que más escuché fue que podía dormirme y no despertar más”.
Sus padres están separados. Tiene cuatro hermanos; el mayor murió por un problema cardíaco. Nadie en su familia tiene alguna enfermedad parecida a la suya. Tuvo una novia por un tiempo y cuenta con pocos pero buenos amigos. Está acostumbrado a las miradas curiosas de la gente que se cruza en la calle. “Pasa el tiempo y evolucionamos, abrimos nuestras mentes. Los comentarios siempre estarán en una ciudad en la que la mayoría de la gente tiene estatura normal. Pero ni siquiera me importa. Si no te acercás a mí y no me ofendés, está bien, no siento más vergüenza”, aseguró.
Antes de la pandemia, iba hasta Salvador de Bahía tres o cuatro veces al mes por su tratamiento (la última vez fue a principios de 2020). Ahora solo le queda esperar al momento en que pueda volver a atenderse en la capital bahiana.LA NACION