SANTIAGO, Chile — En julio de este año Jessica Yaniv, una mujer transgénero, denunció a dieciséis esteticistas en Canadá por negarse a depilar sus testículos. Alegó ante los tribunales de derechos humanos haber sido discriminada por su identidad. Las acusadas argumentaron que no la rechazaron por razones personales, sino —algunas— por motivos religiosos —y otras— porque no depilan genitales masculinos, ya que no tienen los conocimientos para hacerlo.

Lejos de ser considerado un asunto personal —delirante, pero atendible de manera privada— los tribunales lo tomaron como algo de su competencia y se dieron unos meses para deliberar sobre este caso. De acuerdo con la ley de ese país, ningún trabajador puede ser obligado a manipular genitales si no es por razones médicas. Esto podría cambiar si Yaniv gana el juicio.

Quizás a las esteticistas denunciadas les faltó claridad para decir de antemano que no manipulan testículos ni de hombres ni de mujeres. Pero el caso fue escalando hasta convertirse en un juicio de derechos humanos sin precedentes que incluso contó con la declaración de una persona experta en manzilian —la versión masculina del depilado brasileño—, quien explicó que este procedimiento en ocasiones provoca erecciones, razón por la que muchas depiladoras prefieren evitarlo.

Casos judiciales como el de Yaniv ilustran la moral, el sentido común y los conflictos de una época. La querella representa al nuevo espíritu del capitalismo, puesto que ha logrado reciclar las demandas de un cliente y convertirlas en reivindicaciones políticas basadas en la identidad de un individuo. Este espíritu viene entrampando al progresismo de izquierda que ubica a personas como Yaniv inmediatamente del lado de los oprimidos. Sin embargo, en el debate se pierde de vista que estamos frente a un problema que le compete más a un centro de reclamos del consumidor que a reivindicaciones que defiende la izquierda. Nada nuevo para estos días y, a la vez, trágicamente nuevo para la historia de las grandes cruzadas sociales.

¿Qué pasó con este caso?

Primero: se acusó de transfobia a cualquiera que interpelara a Yaniv, al confundir a las críticas sensatas con los verdaderos transfóbicos, que sí aparecieron. Y es que el absurdo propio de la condición humana encontró en nuestra época dos vías de expresión: la corrección y la incorrección política, que parecen opuestas, pero que en realidad hacen frente común contra la política. En la práctica las dos se han convertido en formas de obligar y juzgar a otros, ahorrándose la negociación necesaria para lograr aliviar las tensiones entre los deseos individuales y la sociedad en general.

Segundo: el debate se estancó en una disputa sobre quién sufre la mayor opresión, algunas de las trabajadoras por su condición de inmigrantes o una persona trans sin el derecho a ser depilada. Esta estrechez de pensamiento oculta que en este caso lo más importante es la dignidad y los derechos de las trabajadoras.

Tercero: en el juicio apareció el otro vicio de los debates actuales; cuestionar la moral de las protagonistas de la historia. Al revisar sus antecedentes, salieron a la luz diversas conductas reprochables de Yaniv, quien ha sido desacreditada por la propia comunidad LGBT. ¿Era necesario acudir a razones morales para tomar posición en este caso? ¿Cambiaría en algo el asunto si la querellante fuera considerada una persona proba o si las trabajadoras no fueran, como la mayoría de las denunciadas, de minorías raciales?

Si Yaniv es o no una estafadora da igual. Lo relevante es que un caso como este haya terminado en un tribunal de derechos humanos.

Si la izquierda progresista no distingue entre lo que debe ser un juicio por los derechos del consumidor (en este caso de una consumidora que pretende estar por sobre los derechos de las trabajadoras) con uno de derechos humanos, entonces la “izquierda” termina siendo solo un nombre más de los modos de administrar el capitalismo. Y el progresismo se ve reducido a algo tan frívolo como los testículos depilados de Yaniv.

Cuarto: la extrema derecha aprovechó, como lo ha hecho estos últimos años, la paranoia y el tinglado actual en el que se encuentra el progresismo para avanzar. Los seguidores de Donald Trump se dieron un festín. Culpar a la izquierda de las convulsiones del estado actual del mundo les ha dado a los extremistas de derecha buenos resultados.

Con absoluta hipocresía acusan al progresismo de abandonar al pueblo en pos de las preocupaciones por las llamadas “políticas de identidad”, es decir, por los intereses de las minorías. Sin embargo, desconocen, por un lado, lo que ideológicamente ellos mismos tienen que ver con lo más salvaje del capitalismo financiero —desregular el mercado sin perspectiva social, por ejemplo—, y por otro, su propia utilización de las identidades para promover un nacionalismo violento y el racismo supremacista blanco.

El desarrollo de esta historia muestra que cuando las consignas que alguna vez fueron revolucionarias no se revisan y se repiten como mantras, se tornan vacías.

Esto no equivale a decir que las políticas de identidad no importan. Pero es imperativo que la izquierda las articule con reivindicaciones materiales en la economía y el trabajo, y que distinga lo político de lo privado. A veces lo personal es muy político, pero otras, suponer que lo político es lo privado solo lleva a un narcisismo de las pequeñas diferencias propio del individualismo neoliberal.

Este caso nos refriega en la cara el nudo en el que la imaginación política de la izquierda se encuentra desde hace tres décadas.

El capitalismo es un proyecto que celebra que todo se vuelva mercancía, incluidas la naturaleza, la sociedad y la democracia. La izquierda debe estar alerta a las apariencias y evitar convertirse en un vehículo para reproducir la vida capitalista y sus trucos infinitos: como el que, aunque hable en lenguaje político, no sea más que la reivindicación del principio que el cliente siempre tiene la razón