Los mayoristas chinos de Brooklyn están haciendo su agosto gracias a la pandemia. De un día para otro, muchos de quienes en Nueva York perdieron su empleo por el cierre de la economía -los trabajadores más precarios, inmigrantes, buena parte sin papeles- dieron en dedicarse a la venta callejera para mantener a sus familias, y los proveedores de baratijas sacan partido. Amada Arévalo, ecuatoriana, madre sola de tres adolescentes y doméstica desempleada por el virus, invirtió sus magros ahorros en adquirir en Brooklyn la bisutería y la ropa que vende bajo las vías del metro en Jackson Heights, en el distrito de Queens, epicentro del tsunami del virus en la ciudad. Sin licencia, empujada sólo por la necesidad de alimentar a tres chavales. “No me lo pensé. Vi en la tele que la policía hacía la vista gorda, por la pandemia, me fui a Brooklyn y compré las cosas. Saco para pagar la renta, de 1.000 dólares, y la comida; los días buenos hago hasta 200 dólares, pero otros casi nada”. La mesita plegable cubierta con una tela primorosa sobre la que ofrece su mercancía no resistiría un chaparrón, y aún menos las copiosas nevadas.

Arévalo lleva como empresaria tres meses en los que, asegura, no la ha molestado la policía, pero admite que el negocio de subarrendar licencias municipales de venta (200 dólares, unos 164 euros) es floreciente. “A una conocida que vende ropa le cobran 100 dólares diarios por dejarle poner el puesto”, dice, ahorrándose los datos de contacto. La picaresca de la avaricia se convierte en explotación cuando la necesidad entra en juego, y no puede decirse que falten incautos o desesperados: en la ciudad hay más de medio millón de indocumentados, sin derecho a ayudas oficiales y, desde el confinamiento, a la intemperie en todos los sentidos de su existencia. Los más afectados son los latinoamericanos –registran también, con los afroamericanos, las mayores tasas de prevalencia del virus-, que ahora reproducen en las calles de Queens el mismo escenario de supervivencia que dejaron atrás en su Quito natal, o en Puebla, o el Cauca: cientos de puestos callejeros, la mayoría de comida. El 64% de los 77.000 vecinos del barrio han nacido fuera de EE UU; más de la mitad son latinos.

“Es un trabajo honrado para sobrevivir, además de lo que saben hacer, no en balde la mayoría de los trabajadores de los restaurantes y bares de Manhattan viven aquí. Cuando vimos que los locales empezaron a cerrar, brotaron los puestos de comida en el barrio, mientras embarcábamos a algunos en una ayuda de emergencia, preparar comida en sus casas para alimentar a quienes habían quedado más expuestos, lo cual les garantizaba unos ingresos”, explica la senadora demócrata por Nueva York Jessica Ramos, muy activa en la defensa de los ambulantes y que batalla por forzar una sesión legislativa extraordinaria que aborde su situación antes de enero, cuando se reanuda la actividad. “Pero con las políticas de austeridad que defiende el gobernador de Nueva York [el también demócrata Andrew Cuomo] resulta muy difícil”, añade, como muestra de las tiranteces existentes en el seno del partido.

El hecho de que el número de licencias esté congelado desde los ochenta -se quedó en 3.000, a las que se han añadido otras 2.000 adicionales o parciales, para toda la ciudad- no ayuda a regularizar, ni siquiera a regular, una situación de emergencia como esta. Ramos ha introducido legislación para prohibir a cualquier ciudad del Estado de Nueva York que limite el número de permisos.