El presidente Kennedy miró fijo a los ojos de Walter Sweeney, uno de los jefes del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, general de cuatro estrellas y jefe del Comando Aéreo del país. Lo interpeló sin anestesia. Fue ésa, la del 16 de octubre de 1962, la primera de una serie de reuniones ásperas, regadas por las incertidumbres, las dudas y el desacuerdo, convocadas de urgencia por el propio presidente en la Casa Blanca.
Participaron de ellas la elite encargada de la defensa de la mayor potencia de Occidente: las principales cabezas del Pentágono, la CIA, los jefes de las tres fuerzas, y el generalato superior, la gran mayoría halcones con añejos rencores hacia el sovietismo, macerados ya desde los tiempos en que habían sido aliados ante la amenaza del nazismo en la Segunda Guerra Mundial.
El Presidente se presentó con lo mejor de su administración. Su hermano Bobby, fiscal general del Estado, su ministro de Defensa, Robert McNamara, y su amigo de siempre, Theodore “Teddy” Sorensen, consejero personal y político, entre otros jóvenes de los renovados elencos de la Casa Blanca.
La de Kennedy no fue una pregunta, fue una daga al cuello de Seeney, que tenía fama de duro y dispuesto a todo. Quería saber si con un ataque aéreo a fondo se garantizaba el aniquilamiento absoluto de la base misilística que la URSS venía emplazando en la Cuba de Fidel Castro, a 150 kilómetros de Miami, con sus ojivas nucleares apuntando al suelo americano y, según se estimaba, con un poder destructor 10 veces mayor al de Hiroshima y Nagasaki.
Al parecer, el Presidente estaba decidido a jugar la carta que seguramente desataría la tercera guerra mundial y la devastación de media humanidad. Siempre y cuando ese paso a la gloria (o al abismo) viniera con garantía plena de una victoria fulminante. Sweeney sólo tardó unos segundos en responder:
-Presidente, no tenemos ninguna seguridad de que un ataque masivo y a máxima potencia sobre Cuba haga desaparecer todos los proyectiles soviéticos… Yo creo que podríamos destruir un 90% de los misiles…
Kennedy se incomodó:
– ¿Me está queriendo decir que ellos podrían contraatacar con éxito?
La voz de Swenney sonó con la potencia de una detonación nuclear: -Sí, señor Presidente.
-¿En ese caso, de cuántas muertes propias estaríamos hablando?
-No menos de 25.000 en un primer conteo, Presidente. Pero la suma podría llegar a diez o veinte veces más.
El 17 de junio la URSS había puesto en marcha un operativo secreto mediante el cual enviaría a la isla caribeña rampas de lanzamiento misilístico, 40 cohetes R-12, unas 45 ojivas nucleares, 42 bombarderos, 40 aviones de caza, dos divisiones de defensa antiaérea soviéticas, cuatro regimientos de infantería mecanizada, y otras unidades militares, con un total de 47.000 soldados, que ya estaban casi todos en Cuba.
Fuentes de la época, documentos desclasificados, entrevistas, artículos, análisis de observadores altamente calificados, documentales, series, libros y películas dejaron testimonio sobre la llamada “crisis de los misiles”. En particular se consideran como las investigaciones más influyentes los libros “The Kennedy Tapes/Inside de White House during te Caribbean missile crisis”, de Ernest May y Philippe Zelikow; “Kennedy, el hombre, el presidente”, de Theodore Sorensen (ambos considerados como inspiradores del filme “Trece días”, de Rogerd Donaldson con Kevin Costner en el papel de Sorensen) y “Theodore Sorensen and The Kennedys/A life of public service”, de Michele Ulyatt.
Fueron los trece días más dramáticos de la Guerra Fría, desde el 16 hasta el 28 de octubre de 1962, en los que Estados Unidos y la URSS estuvieron a punto de presionar el botón nuclear. Sobraron en esas jornadas los diálogos intensos y hasta desencajados como los que se recrean en estas líneas. Sorensen, quien desconfiaba de los altos mandos militares de Washington, diría, palabras más, palabras menos: “Si ellos nos atacan primero, no quedamos ante el mundo como agresores, pero no tendremos más de cinco minutos para responder”.
Con cierto irónico desdén, el general Maxwell Taylor, cabeza de la Junta de Jefes del Estado Mayor Conjunto, otro general cuatro estrellas, saldría al cruce con un presagio tremendista: “Señor Sorensen, usted olvida que en esos cinco minutos ellos matarán a 80 millones de americanos”.
Imagen de la biblioteca y Museo John F. Kennedy fechada el 29 de octubre de 1962 que muestra al presidente John F. Kennedy reunido con sus asesores para gestionar la “crisis de los misiles” en la Casa Blanca.
Los cónclaves se sucederían frenéticamente, a diario y más de una vez al día. McNamara, el ministro de Defensa, diría: “Si atacamos hay que hacerlo antes de que los misiles estén activos y aptos para el lanzamiento”. Ante la presión de los mandos militares, el consejero Teddy Sorensen no vacilaría en llevar al presidente a un cuarto contiguo al de las deliberaciones para decirle a solas: “¡Jack (así lo llamaban quienes conocían a Kennedy desde chico) no te das cuenta que estos tipos sólo quieren la guerra. Buscan una revancha por el papelón que pasaron en Bahía de Cochinos. Sólo les interesa eso. ¡A nosotros nos preocupan la seguridad del país y la paz en el mundo!” Se refería al fallido desembarco, en abril de 1961 en Playa Girón, de cubanos anticastristas con tutela de la CIA, que terminó en un desastre y en un serio traspié para el gobierno de Kennedy en sus inicios.
Entre propuestas y contrapropuestas del Consejo de Seguridad convocado por Kennedy, el general Maxwell Taylor había lanzado un plan con consenso de los halcones: ataque aéreo masivo inmediato, sin tener en cuenta las posibles réplicas, y ocho días después iniciar una invasión marítima y terrestre sobre suelo devastado. Hay quienes aseguran que hubo frases más afines aún con el Apocalipsis: “También podría ser que decidamos borrar a Cuba del mapa, señor presidente”. Kennedy se inclinaría por la prudencia: poner en marcha un bloqueo de buques soviéticos con destino a la isla caribeña.
Un avión U-2 sobre territorio cubano
El inicio formal de la crisis puede ubicarse en el 14 de octubre con el vuelo de un avión espía norteamericano U-2 sobre territorio cubano. Tenía la orden del Presidente de tomar fotografías de espionaje para determinar si en la isla había bases de lanzamiento de proyectiles rusos tipo SAM. Las había. Eran misiles del mismo tipo de los que el Kremlin había mostrado en el provocador desfile militar del 1° de Mayo de ese año en la Plaza Roja de Moscú, cuyo alcance se estimaba en más de mil millas náuticas. Los expertos dirían que su poder de fuego podría incluso causar daños definitivos a Washington DC. Nada menos.
Las crónicas cuentan que la indignación de Kennedy fue enorme porque en agosto se había reunido con Nikita Kruschev, quien le había asegurado que la URSS no llevaría armas nucleares a Cuba. En verdad, Sorensen, la sombra del presidente, había recibido tiempo atrás información reservada de un espía, Oleg Penkovsky, un coronel de la inteligencia militar soviética, que vendía información a cambio de ser aceptado en Occidente, harto de las rigideces que había vivido en el stalinismo y aún persistían.
Estresado y en una situación límite, Kennedy decidiría un bloqueo naval como alternativa a un ataque aéreo devastador o la cruda invasión posterior. Así se mostraba ante su país y el mundo como un hombre prudente, mesurado y con la situación bajo control político y emocional. Sin embargo, McNamara le advertiría: “Técnicamente, el bloqueo es un acto de guerra, Presidente. Hagámoslo, pero con otro nombre. Cuarentena, por ejemplo”. Kennedy aceptó el bautismo. El jefe de la CIA, John McCone, diría entonces, como al pasar, para no dejar dudas sobre su desacuerdo con el gobierno: “Algunos aún creemos que tenemos que atacar y hacerlo sin pérdida de tiempo”.
Una réplica de los misiles soviéticos que en plena Guerra Fría casi desatan la Tercera Guerra Mundial. Foto: Reuter
La noticia de los roces entre las dos potencias ya se había filtrado a los medios y trascendió que “The New York Times”, pese al hermetismo oficial, publicaría el grave incidente que podría abrir las puertas del infierno: millones y millones de muertos por una guerra nuclear. Kennedy decidió entonces tomar el teléfono y hablar con el editor del Times. No se anduvo con vueltas:
-No es un intento de censura. Sólo les pido que retrasen la primicia, tengo pensado hablarle al país. Esto no es un asunto de libertad de expresión, es una cuestión de seguridad nacional.
Del otro lado de la línea, el disgusto del jefe editorial llegó nítida:
-Señor Presidente, digame una cosa: ¿qué les digo a los muchachos que consultaron muchas fuentes y están seguros de la noticia? Me van a armar un escándalo.
Kennedy doblaría la apuesta:
-Simplemente dígales que están salvando millones de vidas, entre ellos las suyas.
El discurso de JFK
El 22 de octubre, finalmente, Kennedy hablaría por radio y televisión a la sociedad estadounidense. En ese dramático mensaje anunciaría la “cuarentena” y revelaría lo que ya era un secreto a voces sobre las bases instaladas en Cuba:
El presidente John F. Kennedy y el discurso en cadena nacional en plena crisis de los misiles. Foto: AP
* ”Son para proyectiles balísticos de alcance medio…Cada uno de esos proyectiles es capaz de atacar a Washington DC, el Canal de Panamá, Cabo Cañaveral, la Ciudad de México, o cualquier otra ciudad del sector sudeste de los EE.UU., o en Centroamérica o en la zona del Caribe…y por lo tanto capaces de atacar la mayoría de las principales ciudades del hemisferio occidental, desde puntos tan al norte como la Bahía de Hudson, en Canadá, y tan al sur como Lima”.
* ”Nuestra política ha sido de paciencia y contención, como corresponde a una nación pacífica y poderosa que encabeza una alianza mundial… Pero ahora se requiere una nueva actitud, que está en marcha; y esta actitud puede ser sólo un principio. No arriesgaremos prematura e innecesariamente una guerra nuclear en la cual aún los frutos de la victoria serían cenizas en nuestros labios, pero tampoco nos arrugaremos ante tal riesgo en cualquier momento en que se haga necesario”.
* ”Hago un llamamiento al Presidente del Consejo de Ministros Kruschev para que suspenda y elimine esta amenaza clandestina, temeraria y provocativa para la paz mundial y las relaciones estables de nuestras dos partes”.
* ”El costo de la libertad siempre es alto, pero los norteamericanos siempre lo han pagado. Y el camino que nunca escogeremos es el camino de rendirnos a la sumisión. Nuestra meta no es la victoria de la fuerza, sino la reivindicación del Derecho, no es la paz a costa de la libertad, sino la paz y la libertad aquí, en este hemisferio, y confiando en que todo el mundo, con la voluntad de Dios, logrará esta meta”.
Los norteamericanos entraron en pánico: vaciaron en minutos las góndolas de los supermercados; preparaban refugios en sus hogares; hacían simulacros en las escuelas; los diarios se vendían como pan caliente mientras las rotativas escupían nuevas ediciones hasta altas horas de la madrugada. Muchos dejaron de ir a sus trabajos y se multiplicaban los rezos cotidianos.
En su libro sobre Kennedy, Sorensen diría sobre aquellas dramáticas jornadas: “Mis recuerdos de esas horas son una película confusa de sesiones y conferencias secretas a todas horas: por la mañana, por la tarde, y aun por la noche (…). En ningún otro período, estando al servicio de la Casa Blanca, me llegué a despertar, como entonces me ocurriera, a media noche, revisando las deliberaciones de la tarde anterior y tratando de ensamblar entre las opiniones divergentes una línea de acción coherente”.
Mientras tanto, el veterano embajador de Washington ante las Naciones Unidas, Adlai Stevenson, le daría una paliza retórica al representante ruso Valerian Zorin en la sesión del 25 de octubre, cuando el mundo ya imploraba por el cese de la escalada. Luego de reiteradas negativas de su par del Kremlin, Stevenson mostró en la Asamblea las fotos indesmentibles de las bases de misiles soviéticos en Cuba. Con esas imágenes y su dedo acusador en alto, acorralaría a su colega hasta demolerlo y dejarlo en silencio, abrumado por la evidencia: “¿Puede desmentir esta foto? Responda: ¿si o no? Tenemos todo el tiempo del mundo: ¿Sí o no?” Y repetiría la frase, como un martillo sobre un yunque.
La réplica de Krushev al mensaje de Kennedy había sido casi inmediata, el 24 de octubre: “La URSS ve el bloqueo como una agresión y no instruirá a los barcos que se desvíen”. Ese día, dos de los cuatro submarinos atómicos soviéticos enviados en auxilio de Cuba debieron emerger por razones de salud de algunos tripulantes. Y estuvieron frente a frente con los buques de la Armada estadounidense. Al parecer, fueron los minutos más dramáticos de la crisis. Si uno de los dos disparaba, el mundo empezaría a volar por los aires en ese mismo instante. Ninguno lo hizo. Los submarinos se sumergieron y dieron la vuelta. Los barcos estadounidenses no los persiguieron ni abrieron fuego.
Se cree que en esos mismos momentos ya se estaban abriendo las posibilidades de una negociación entre las partes. Según documentos desclasificados en la década del 90, hubo un contacto directo entre ambos líderes, muy elocuente. “Si no paramos esto a tiempo usted y yo nos vamos a encontrar en el infierno”, habría dicho un temperamental Kruschev. Kennedy, más refinado, con una educación de élite, coincidiría aunque con su estilo: él jamás hubiese descendido al estilo bravucón de sacarse un zapato para golpear en los escritorios de la ONU con el fin de llamar la atención, como lo había hecho alguna vez su par de la nomenclatura soviética, quien cargaba con la mochila de una severa infancia de privaciones campesinas. Kennedy, simplemente, le diría: “Dos jefes de Estado como nosotros no podemos pasar a la historia como los responsables del fin de la civilización humana”.
Desesperadas voces por la paz sonaban en todo el mundo. El secretario general de la ONU, el birmano U-Thant, propuso un aplazamiento del bloqueo, respaldado por Kruschev. Kennedy lo vio como una señal de debilidad de su enemigo y rechazó la solicitud. En las calles de EE.UU., en particular en Washington, había manifestaciones contra la guerra. Tres días después del discurso de JFK, el papa Juan XXIII pedía a las dos potencias que no permanecieran sordas ante la angustia de la Humanidad. Entre tantos otros intelectuales, el británico Bertrand Russell, filósofo, matemático, escritor, Nobel de Literatura, pacifista por excelencia, haría llegar a Kruschev un llamado a la prudencia y pediría a Kennedy que “detenga la locura”. El jefe del Kremlin diría que la URSS no tomaría “decisiones insensatas” y que si EE.UU. llevaba adelante su “acción piratesca”, los soviéticos no tendrían otro remedio que “usar sus medios de defensa contra el agresor”.
El general Curtis LeMay, jefe del mando aéreo, le diría entonces a Kennedy: “Señor Presidente, déme la orden ya mismo y los acabamos en tres días. Es lo único que me parece que podemos hacer. Está en un problema serio, Presidente”. Kennedy lo fulminó, sin más: “¿Cómo dijo? Pensé que usted también estaba en un problema, general” Al parecer, un Kennedy ya colérico como pocas veces por esa discusión, terminó de marcar la cancha ante un reclamo de autonomía “para la acción directa” del general Maxwell Taylor, uno de los halcones más virulentos: “Acá nadie dispara un tiro sin mi autorización expresa. ¿Le queda claro general?” Ese clima se vivía, hacia afuera y hacia adentro de la Casa Blanca. Y se supone que también ocurría lo mismo en el Kremlin.
El día 26 todo se encaminaba al desastre. Los consejeros militares ganaban espacio ante los hombres del Presidente. Una guerra nuclear parecía inevitable. Hasta que el corresponsal del ABC News le hizo saber a la Casa Blanca que tenía un contacto soviético seguro y confiable con un mensaje de Kruschev para Kennedy. Y fue así como el mensaje del máximo jefe soviético llegó a destino: un compromiso de que Washington dejaría de acosar a Cuba, no la atacaría de ningún modo y tampoco lo haría ninguno de los aliados de la Casa Blanca. A cambio de eso, la URSS retiraría de inmediato los misiles y las fuerzas soviéticas en la isla. Sin saber ese principio de diálogo, Fidel Castro le exigía a Kruschev un “rápido ataque nuclear a EE.UU. aunque eso signifique la desaparición de Cuba del mapa”.
Kennedy mostraría entonces que su aspiración de estadista y su carácter de astuto animal político iban de la mano. Mandó a todo el mundo a descansar. Era viernes. Necesitaba que los halcones no arruinaran lo que parecía una negociación posible. Les mintió: “El lunes decido cuándo lanzamos el ataque.” Ganaba tiempo, lo que más necesitaba en ese instante. Sin embargo, un imprevisto a punto estuvo de desmoronar todo. El sábado 27 la defensa antiaérea soviética activó por primera vez en suelo cubano sus sistemas de radares y, bajo la presión del gobierno cubano, decidió derribar con un misil tierra-aire un avión estadounidense que sobrevolaba el este de la isla en misión de espionaje. La tensión escaló al máximo. Kennedy prefirió creer que se había tratado de “un accidente y no de una acción punitiva”. Ese piloto sería la única muerte ocurrida durante la crisis de los misiles, que podría haber matado a media humanidad.
Otra vez, todo parecía perdido. Sin embargo, una vez en soledad, Kennedy decidiría mover una pieza decisiva. Tenía una contrapropuesta para los soviéticos. Le pediría a su hermano Bobby que, esa misma medianoche, visitara al embajador soviético en Washington, Anatoly Dobrinsky, para testear la verdadera voluntad política de Kruschev y el resto de la nomenclatura soviética. El embajador quería saber si su interlocutor representaba el pensamiento de “lo más alto” del poder de Washington. Bobby asentiría. Allí tomó forma el compromiso de los máximos jefes del mundo de entonces. Dobrinsky pediría más. Iría directo al corazón del acuerdo. A cambio de desmantelar ramplas de lanzamiento, misiles, armas, aviones, submarinos y tropas que habían hecho de Cuba una fortaleza nuclear, solicitaba el cese urgente de los misiles Júpiter que, desde Italia, y, sobre todo, desde Turquía amenazaban al Kremlin. Bobby Kennedy sintió alivio. Esa propuesta coincidía con la intención de su hermano. Camino libre al acuerdo. Bobby aceptaría, con dos condiciones. Que el acuerdo no se hiciera público y que los soviéticos esperaran al menos seis meses, para que la operación no se viera como un canje entre mafias de poder.
El domingo 29, la certeza era total: Kruschev anunciaba por Radio Moscú que se había llegado a un acuerdo. En Washington brindaron “por el triunfo”. Kennedy fue prudente: “Los dos hemos ganado”. Así concluía, hace sesenta años, la crisis de los misiles. Como una paradoja de la historia, los dos grandes protagonistas, Kennedy y Kruschev, desaparecerían pronto de la escena política. Kennedy sería asesinado el 22 de noviembre de 1963 en Dallas y a Kruschev lo apartarían de su cargo en el Politburó del Partido Comunista el 14 de octubre de 1964, paso previo a su definitivo ostracismo político. Sin proyectiles nucleares, con su leyenda a cuestas, Castro viviría 54 años más, hasta sus 90. Se llevaría a la tumba, intactas, sus diatribas contra el “imperialismo yanqui”. El comunismo sólo sería el sepulturero de sí mismo, enterrado por la caída del Muro de Berlín y el peso de la Historia.