Ante el reto más grande a escala global nunca antes vivido por la humanidad, los Gobiernos nacionales y los líderes políticos que los dirigen se han diferenciado claramente por su capacidad de entender y de enfrentar la crisis. La pandemia de la covid-19 se ha producido en una época en la que la mayoría de las grandes democracias del mundo se hallan particularmente vulnerables por la expansión mundial del populismo, que es una expresión de la profunda crisis de la democracia contemporánea. El populismo, como sabemos, crea el caldo de cultivo perfecto para la polarización y la división internas, para la desinstitucionalización de los Estados y para propagar la desinformación y atacar a la ciencia y a los científicos. En un tiempo en el que se requieren ciencia, técnica, capacidades administrativas y disciplina estatal para enfrentar la crisis, tenemos una expansión dramática de la irresponsabilidad de los líderes, de masificación de la mentira y de negación de la verdad. Los ejemplos más extremos son Donald Trump y Jair Bolsonaro, pero en México tenemos nuestra versión vernácula del problema.

El presidente López Obrador ha llevado a un nuevo nivel lo que podríamos llamar la banalización de la tragedia. En un momento en que la pandemia sigue su crecimiento, pues los contagios no disminuyen y por tanto tampoco las víctimas, López Obrador se ha permitido transmitir al país el sábado pasado un “decálogo” de recomendaciones para salir del confinamiento. El decálogo es obviamente una alusión a los diez mandamientos. Copiando el lenguaje, el espíritu y hasta el estilo de los campeones de la autoayuda y de algunos pastores brasileños, el presidente ha llamado a desarrollar una nueva espiritualidad, ha dado consejos de buena alimentación e higiene, ha convocado a recuperar los hábitos de la familia tradicional -implicando que las mujeres deben volver a su rol tradicional de hacerse cargo de los ancianos, niños y maridos-, y a rechazar el consumo suntuario y promover la producción casera de alimentos. Detrás del discurso motivacional hay un mensaje proto-cristiano de aceptación de lo inevitable y de tolerancia a la adversidad, y un ominoso anuncio de que en adelante cada ciudadano es responsable de sí mismo, pues ya recibió suficientes lecciones de autocuidado a través de las conferencias diarias del famoso doctor López Gatell. Por tanto, se permite ya el reinicio de las actividades económicas, pero el que se enferme de aquí en adelante lo hará bajo su propia responsabilidad, eso sí, con buena cara y la esperanza de que no les pasará nada grave.

El “decálogo” culmina la tarea de la desresponsabilización del Estado en materia sanitaria y económica. De por sí, el Gobierno de López Obrador nunca aceptó plenamente la gravedad de la pandemia. Reaccionó tarde y a medias, y encontró en un vocero notable, el doctor López Gatell, la vía perfecta de reproducir la estrategia de López Obrador de saturación del espacio público, manipulación de la información, y mezcla de conocimiento con politización del mismo. AMLO nunca dirigió la política nacional contra la pandemia, y por tanto no se hizo cargo de las carencias terribles del sistema de salud pública -que ha causado cientos de muertes entre el personal médico-, de las protestas de los trabajadores de la salud, de las tragedias familiares y comunitarias causadas por la pandemia ni propuso política pública alguna que compensara los efectos de la misma. El Gobierno federal mexicano ha sido el más doctrinariamente neoliberal del mundo al negarse de lleno a instrumentar alguna política económica contracíclica o al menos políticas compensatorias para los desempleados de la economía formal e informal.

El rey ha quedado desnudo con la presentación tragicómica de un “decálogo” motivacional, pero amplios sectores de la población se niegan a admitirlo. Son parte de un acto de fe colectiva, que ve en el presidente una especie de padre salvador que en última instancia atenderá sus ruegos. Para evitar la caída de esa imagen, y reforzar el mito de la fuerza y cercanía del líder, el presidente ha reiniciado sus giras por el país, sin usar cubrebocas, cuidadosamente protegido de las protestas de la ciudadanía, realizando actos en instalaciones militares o del sector público, pero de difícil acceso, creando la imagen de un Estado que hace cosas y controla el territorio. El presidente presta oídos sordos a los desesperados reclamos de personal médico, familiares de víctimas de desaparición forzada, desempleados, afectados por megaproyectos y gente al borde de la hambruna que lo tratan de abordar por donde quiera que va.

Para colmo, lejos de encontrar un Estado protector, los mexicanos nos hemos enfrentado en días recientes a nuevos episodios de brutalidad policíaca y al recordatorio de que las fuerzas del orden en México no tienen controles ni estatales ni ciudadanos. El presidente ha omitido abordar esta otra tragedia en sus nuevas giras, como si ocultar los problemas debajo de la alfombra los desapareciese.

Los efectos destructores sobre el tejido social de la doble crisis sanitaria y económica apenas empiezan a manifestarse. Un malestar sordo, que no tiene forma de expresión ni canalización política, se percibe en muy diversos grupos sociales. Mientras el presidente pontifica como un paterfamilias tradicional, la sociedad empieza a exasperarse. El explosivo cóctel de un régimen unipersonal sordo a las voces plurales de la ciudadanía con una sociedad desesperada y sin medios de expresión no augura una salida fácil a una crisis política potencial que puede derivar en estallidos sociales súbitos, como el ejemplo de Estados Unidos demuestra.