En cuestión de segundos estalla un intenso tiroteo con disparos de diverso calibre en ambas direcciones. Una potente explosión sacude el suelo, mientras las balas rebotan en las paredes y en los quitamiedos de la carretera. El ruido es ensordecedor. Gritos, carreras, dudas, caos… y desbandada. En apenas cinco minutos, varias decenas de militares ucranios se repliegan desde el punto en el que, tendidos sobre el asfalto, tratan de frenar el avance del Ejército ruso dentro de Kiev. Un joven soldado permanece sentado en el suelo, parapetado detrás un muro de la retaguardia sin casco, con el arma apoyada en la pared, aturdido y esperando a ser atendido tras haber sido herido de bala a la altura de la ingle. Le rodean compañeros arrodillados, echados al suelo o erguidos, que apuntan hacia todas direcciones sin saber muy bien por dónde puede venir el enemigo. Pero, finalmente, el Ejército ruso no avanza.
La escena, vivida el viernes sobre las aguas del río Dnieper a la altura del puente de La Habana y presenciada por EL PAÍS, sirve para explicar el caos en el que se encuentra la capital de Ucrania desde que, en la madrugada del jueves, el presidente Vladímir Putin ordenase a sus tropas lanzarse sobre su país vecino con la intención de someterlo. Durante toda la jornada del sábado se produjeron combates como este en diversos puntos de una capital engullida por la guerra, en la que los civiles que no habían logrado abandonar la ciudad ya no encontraban ningún lugar en el que pudiesen sentirse seguros salvo en los túneles del metro o los sótanos.
Kiev se ha convertido en el epicentro de la enorme tragedia europea que significa la guerra de Ucrania: la invasión a gran escala de un país soberano por Rusia, una de las principales potencias militares del planeta, que ha devuelto al continente a los peores momentos del enfrentamiento entre bloques. Los ecos de este conflicto llegan hasta la Segunda Guerra Mundial, con columnas de tanques y de refugiados lanzados a las carreteras de un país convertido en pocos días en un campo de batalla, en una nueva tierra de sangre. Sin embargo, aunque las informaciones de ambos bandos resultan muchas veces confusas y contradictorias, teñidas por la niebla de la guerra, la impresión general es que la feroz resistencia ucrania ha logrado detener el avance del Ejército ruso, que se ha visto obligado a reforzar su ofensiva con más efectivos.
El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, convertido en un símbolo de la resistencia ante la invasión rusa, ha realizado un llamamiento general al combate, que se ha traducido en el reparto de armas a civiles convertidos en milicianos sin apenas entrenamiento militar, que se despliegan en la capital, montan controles y excavan improvisadas trincheras en las calles. La caza de los presuntos saboteadores convierte en sospechoso casi a cualquier persona que se mueva por unos barrios prácticamente desiertos y sometidos desde el anochecer del sábado a un severo toque de queda, que se prolongará hasta el lunes. El alcalde la ciudad, Vitali Klitschko, señaló el sábado que 35 personas habían resultado heridas durante la noche en Kiev, entre ellas dos niñas, aunque no estaba claro si se trataba solo de civiles y tampoco existe una confirmación independiente de esas cifras.
Muchos pensaban que, tras el golpe sorpresa de Putin, Kiev caería rápidamente y los tanques del Kremlin no tardarían en plantarse en la mítica plaza de la Independencia (Maidán), corazón de la capital y símbolo de la resistencia en 2014 frente al depuesto presidente Víktor Yanukóvich, próximo a Moscú. Pero no ha sido así. Moscú quiere completar el cerco de la capital de Ucrania, apuntan fuentes oficiales de Kiev sin ocultar el asedio al que están siendo sometidos.
El desconcierto, el miedo y la tensión se mantienen a flor de piel entre la población y los militares con el incesante goteo de explosiones, escaramuzas y ataques. Tanto el viernes como el sábado dos edificios residenciales han sido atacados, aunque sin víctimas mortales. En medio de los cascotes y los destrozos se suceden las escenas de dolor y desesperación de los vecinos que, aunque han salvado la vida, no saben cuándo van a poder regresar a sus casas. Todo ello en medio del estruendo que supone el sonido de las sirenas que alertan de un posible ataque aéreo, que estalla una y otra vez a lo largo de la jornada.
Mientras, el alistamiento de reservistas y voluntarios sigue su curso. Miles de personas acuden a centros oficiales a recibir armas. Uno de ellos es Iván, de 28 años, que, con un machete en la cintura, espera a ser llamado para poder acceder al interior de las instalaciones y empuñar su rifle. Este joven, casado y sin hijos, tiene a dos hermanos en el frente del Donbás, en el este del país, donde Ucrania combate a guerrilleros prorrusos desde hace ocho años. “El Ejército ruso está formado por alcohólicos y vagos”, asegura con cierto tono despectivo. El hombre que está junto a él sentencia: “Putin, loco”. El clima en la cola es de ardor guerrero, aunque Iván no oculta que hay algo que teme especialmente: “Que entren en Ucrania los chechenos y nos pasen a todos a cuchillo”. Se refiere a los milicianos que el líder checheno Ramzán Kadírov, aliado de Putin, ha asegurado que ha enviado a combatir a Ucrania en apoyo de las fuerzas rusas.
El Gobierno ucranio ha decretado el toque de queda entre las cinco de la tarde del sábado y las ocho de la mañana del lunes. Si la ciudad ya casi había perdido todo su fulgor, con calles, plazas y avenidas desiertas, esta decisión de las autoridades la ha dejado completamente desierta. El anuncio viene reforzado por una amenaza: todo civil que se encuentre en las calles durante este tiempo será considerado como “miembro de los grupos de sabotaje del enemigo”, han informado fuentes oficiales. Entre los que se ven afectados por esta medida se encuentran también los periodistas desplazados a la capital ucrania para cubrir el conflicto.
El clima de sospecha y paranoia es permanente y cualquiera es apuntado sin motivo aparente en cuanto se acerca a un control o se cruza con un grupo de milicianos o de soldados. En la calle es cada vez más fácil ver no solo a militares y policías, sino también a civiles armados que colaboran con las fuerzas de seguridad para supervisar los movimientos en los controles que se han instalado en distintos barrios antes de decretar el toque de queda. La tensión de unos y otros lleva a veces a los propios policías a amenazar y apuntar a compañeros que no se detienen lo suficientemente pronto en esos controles que en algunos casos se montan con barreras levantadas con neumáticos.
Dentro de ese ambiente de tensión puede inscribirse el suceso observado por este enviado especial en la mañana del sábado. Un coche de policía, junto a un todoterreno, permanece ardiendo delante de un cuartel. No se ve a los policías ni a los ocupantes del otro vehículo. Hasta que no llegan los bomberos para apagar con espuma las llamas, no se abre la cancela del cuartel, del que salen varios soldados armados en posición de defensa y uno con una manguera para colaborar en las tareas de extinción. No hay restos de que haya habido ataque alguno desde el aire, tampoco se ven personas detenidas ni es posible obtener confirmación de lo que ha ocurrido.
Los ciudadanos soportan con estoica paciencia vivir en una ciudad en la que el peligro les visita a diario. Muchos han decidido abandonar sus hogares para refugiarse en uno de los pocos lugares que ofrecen cierta seguridad: el metro. Aunque los convoyes han dejado de circular, las estaciones permanecen abiertas como improvisados refugios antiaéreos en los que buscan amparo miles de personas. En uno de ellos, sentada en un taburete y con una mascarilla bajada, se encuentra Olga, una mujer de 85 años. Ha abandonado su casa junto a sus dos hijas mellizas de 61 años. Habla con desprecio de Putin, aunque añora los tiempos de la URSS y el comunismo. “¿Quién es ese Putin? No lo conozco, no sé quién es. Antes la vida era mejor para la gente normal, todo era más barato, éramos más libres, teníamos apartamentos… ahora todo se ha encarecido”.
Los peores pronósticos de Olga pueden quedar pequeños si Kiev acaba siendo víctima de un cerco como el que sufrió Sarajevo que, durante cuatro años, de 1992 a 1996, permaneció sitiada por los ultranacionalistas serbios. Muchos temen que ese pueda ser el destino de la capital si las tropas rusas no logran tomarla en pocos días. En tres jornadas de guerra, la capital de Ucrania se ha visto asaltada por el miedo al presente, pero también por el terror a un futuro que se intuye difícil cuando no siniestro. Entre el sonido de los disparos, las bombas y sirenas antiaéreas, los vehículos en llamas, las trincheras excavadas a toda velocidad, la inmensa mayoría de los habitantes de Kiev saben que de Putin pueden esperar cualquier cosa.