“Un mapa del mundo que no contenga el país Utopía no merece siquiera un vistazo”, decía Oscar Wilde. A esta afirmación subyace la idea de que necesitamos el aliento de llegar a este lugar misterioso para, una vez alcanzado, embarcarnos de nuevo a la búsqueda de otro mejor. En eso consiste el progreso, en el empeño por la sucesiva realización de las utopías. Hasta hace bien poco, al menos desde la Ilustración, este impulso por imaginar sociedades más perfectas constituyó el motor de nuestra civilización. Ahora ya las hemos borrado del mapa. Literalmente. Occidente navega hoy huérfano de utopías, ha dejado de creer en el progreso continuo y lineal. Todo su empeño consiste ahora en eludir esos otros territorios en los que podemos encallar, las distopías, el reverso radical de lo que sería un mundo más deseable. Es el momento en el que la esperanza —la emoción que sostiene al espíritu utópico— se torna en miedo, el combustible del que se nutren las distopías.

No sabemos realizar lo que creemos necesario , y eso produce la sensación de estar danzando sin red

Creo que no hace falta aportar muchos argumentos para sostener una afirmación tan contundente.

Basta con recurrir al alarmismo provocado por el cambio climático. Pero junto a él está la inquietud por el futuro de la democracia y el rebrote del autoritarismo; el nuevo (des)orden geopolítico, que ha reverdecido el temor a una guerra nuclear; la desglobalización y su posible impacto sobre el crecimiento económico —y también sobre el retorno a fronteras amuralladas para repeler las migraciones—; una hipertecnología descontrolada, etcétera. Cada uno de estos elementos, aislados o en cascada, nos presenta sus propios escenarios catastrofistas, como podemos ver en sesudos estudios especializados de las ciencias duras y blandas.

Con todo, donde este síndrome de que nos acecha el desastre encuentra su expresión más gráfica es en la actual explosión de la ficción distópica. No hay serie o película sobre el futuro —y proliferan cada vez más— que no cobre la forma de distopía, algunas veces estremecedoras. Y desde hace ya algunos años han aparecido también algunas grandes novelas que han elevado el género, como los libros de Margaret Atwood sobre El cuento de la criada, la distopía feminista por antonomasia; o el del nobel Kazuo Ishiguro Nunca me abandones, sobre los peligros de la clonación humana; o Sumisión, de Houellebecq, el crudo retrato del naufragio de la civilización occidental. Se dirá que, en tanto que género literario, más que su contenido catastrofista importa la narración de las actitudes y sentimientos de sus personajes, sus reacciones ante situaciones límite; es decir, la creación de un contrafáctico que permite acercarnos a la condición humana. Que, en definitiva, solo son ficciones en las que se revela la vulnerabilidad y fragilidad que pende sobre todo lo humano y son, por tanto, temas atemporales. Sin duda. Pero fuera de proyecciones apoyadas sobre datos científicos, no siempre fiables, ¿es posible decir algo sobre el futuro que no cobre la forma de “ficción”?

Tecnocalipsis y el síndrome de Frankenstein

Una escena de 1984, de Michael Radford, basada en la distopía más popular de todas, de George Orwell.
Una escena de 1984, de Michael Radford, basada en la distopía más popular de todas, de George Orwell.

Por otro lado, las distopías son también reflejo de miedos perfectamente contextualizables, reacciones y advertencias ante peligros reales. Lo eran, por ejemplo, 1984, de Orwell, producto de la experiencia del totalitarismo, o Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que presenta las consecuencias de la aplicación de avances en el control biotecnológico del ser humano con el fin de crear una supuesta sociedad ideal. Lo que subyace a estas creaciones literarias no se edifica, pues, sobre la mera imaginación literaria; construye a partir de datos que están ante nuestros ojos. En el fondo son más una narración sobre el presente y los riesgos a los que estamos expuestos que sobre el futuro propiamente dicho; tienen un evidente carácter admonitorio: si no reaccionamos, si no actuamos ¡ya! de manera responsable, la catástrofe —­climática, política, nuclear…— puede estar a la vuelta de la esquina.

Emma Thompson, en la serie Years & Years.
Emma Thompson, en la serie Years & Years.

Por eso mismo se trata de un género propiamente moderno, algo que acompañó al hombre desde su percepción de las ambivalencias asociadas al impulso prometeico desatado por el desarrollo de la ciencia y las consecuencias de la industrialización. Obsérvese cómo el despliegue de estas mismas capacidades es, paradójicamente, el mismo que alimentó los contenidos utópicos de la idea de progreso. Utopía y distopía son las dos caras de la misma moneda. Una solo se fija en la parte de luz, las posibilidades efectivas que se abren a la acción humana —la emancipación y el control sobre la naturaleza, la posible planificación de un mundo sin las lacras de la enfermedad, la escasez y la injusticia—; la otra se adentra en sus zonas de sombra, como encontramos reflejado premonitoriamente —¡en 1818!— en el Frankenstein de Mary Shelley, donde la criatura producto del ingenio humano se vuelve contra su creador.

Este mismo síndrome está presente también en todo el subgénero de las distopías asociadas al desarrollo tecnológico, que tan bien reflejan series como Black Mirror o Years and Years, que tiene la virtud de ir presentando, uno tras otro, todos nuestros actuales temores sobre nuestro futuro. Durante la Guerra Fría casi todo el imaginario social lo ocupaba el miedo a la confrontación atómica. Después se pasó a reflexiones sobre la “sociedad del riesgo” (del sociólogo Ulrich Beck), la advertencia sobre los peligros no conscientes de una sociedad tecnológica irresponsable —Bhopal y Chernóbil fueron dos importantes señales de alarma—. Ahora se concentra sobre el ciberespacio, los algoritmos y la inteligencia artificial, asociados a nuevas, sutiles y sibilinas formas de vigilancia y control que pueden desembocar en un totalitarismo light, más cercano al modelo de Huxley que al de Orwell.