Aquel 12 de junio, los primeros fogonazos llegaron pasado el mediodía. ¡Pum!, ¡pum!, ¡pum!, resonó por encima del clamor de miles de gargantas enfervorizadas.

En cuestión de segundos, gruesas cortinas de gas lacrimógeno envolvieron a los manifestantes, cuyos perfiles quedaron difuminados cual fantasmas con los rutilantes rascacielos de fondo.

La confusión pronto degeneró en caos, y a las toses, gritos y ojos llorosos le siguieron atropelladas carreras para escapar de las porras de los agentes. Con el último arresto de la jornada quedó oficialmente inaugurado el verano del descontento en Hong Kong, una ciudad sumida en su mayor crisis política de las últimas ­décadas.

 

 

Ming Fei Li, administrativa de 30 años, es una de las tantas jóvenes que ese miércoles participó en el cerco al Parlamento local.

Su objetivo era evitar que los diputados siguieran adelante con el polémico proyecto de ley de extradición que, de haberse aprobado, hubiera permitido juzgar en China a un detenido en suelo hongkonés. Lo lograron, pero el coste personal para muchos fue muy alto.

“Lloré durante todo el camino de vuelta a casa, descorazonada por ver cómo la policía actuó contra nuestra gente”, asegura tras sus gafas redondas en una cafetería. “Ahí decidimos irnos de aquí tan pronto como pudiéramos”.

En el periodo previo a la entrega a China llegaron a salir hasta 60.000 personas al año

Dicho y hecho. En los siguientes meses, Fei y su marido, Ricky, pusieron a la venta su apartamento, comunicaron sus planes a la familia e iniciaron los trámites para instalarse con sus dos perros en Taiwán el año que viene.

“Hong Kong no tiene futuro. No queremos quedarnos a ver cómo nuestro hogar acaba siendo engullido por China”,

Lo de buscar pastos más verdes no es algo nuevo en un territorio en el que las corrientes migratorias han bailado al son que marca su relación con Pekín.

Muchos todavía recuerdan cómo se apresuraron a hacer la maleta en 1989 tras ver rodar los tanques por Tiananmen poco después de que Margaret Thatcher y Deng Xiaoping negociaran la devolución del territorio a China para 1997.

Precisamente, en el periodo previo a la entrega llegaron a salir hasta 60.000 personas al año, aunque muchos regresaron al comprobar que las libertades y derechos garantizados por el principio de “un país dos sistemas” pactado para la retrocesión eran respetados.

 

 

Después llegó un periodo de relativa calma en el que reinó el pragmatismo y la gente se dedicó en cuerpo y alma a la especialidad de la casa: hacer dinero.

Pero si bien este proceso benefició enormemente a las élites empresariales y unos pocos elegidos, el resto vio cómo las condiciones de vida se endurecían. Mientras, sus vecinos chinos progresaban a tal ritmo que ciudades como Shanghái Shenzhen ya son capaces tratar de tú a tú a la excolonia, un cambio que despierta tanta admiración como recelos.

La peor parte se la han llevado los jóvenes. Para ellos, militar durante años en uno de los sistemas educativos más competitivos y exigentes del mundo ya no es garantía de obtener un buen trabajo.

Además, las posibilidades de ascender son escasas, el ritmo de vida es estresante y los problemas de vivienda son antológicos en un territorio cinco veces menor que La Rioja en el que se apiñan 7,3 millones de almas (de media, una casa cuesta el salario íntegro de 18 años de trabajo).

Sumado a las deficiencias de su sistema político y los temores que despierta una China cada vez más asertiva, no es de extrañar que el 51% de los jóvenes entre 18 y 30 años ya pensara en poner tierra de por medio en el 2018, según un estudio de la CUHK.