Adiós para siempre. España cierra este martes siete centrales térmicas, prácticamente la mitad de las que siguen operando en el país, dando un paso de gigante en la batalla para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, no lo hace motivada por objetivos políticos y medioambientales: el desenganche del carbón tiene sobre todo motivos económicos. Hace mucho que dejó de ser rentable y no puede sobrevivir sin las ayudas de la Unión Europea. Más de mil personas trabajan en las plantas concernidas, que han visto caer su producción año tras año.
Si en 2018, el conjunto de centrales proporcionaba el 15% de la electricidad consumida en España y era responsable del 15% de las emisiones, la producción cayó al 1,4% el pasado mes de mayo. Y no fue solo por el confinamiento. Las compañías propietarias desistieron de hacer las inversiones multimillonarias que exige la UE para adaptarlas a la nueva normativa y muchas estaban funcionando bajo mínimos.
El ocaso del carbón es imparable. El encarecimiento de los derechos de emisiones de CO2 y el abaratamiento de las energías renovables han firmado su sentencia de muerte.