“Bueno, Marilyn. Tú eres muy famosa y ahora me vas a hacer famoso a mí”, bromeó Lawrence Schiller el primer día que llegó al rodaje de Something’s Got to Give (algo así como ‘Alguien tiene que ceder’), en mayo de 1962. Aquella broma resultó ser premonitoria y también macabra: esa película nunca se terminaría. Dos meses después, Marilyn falleció en su casa de Brentwood (California) en extrañas circunstancias. Desde ese momento, los retratos de Schiller estuvieron destinados a pasar a la historia.
Schiller, que con el tiempo se convirtió en escritor y director de cine (se hizo con un Oscar en 1975 por su documental The Man Who Skied Down Everest) contó lo vivido durante esos días junto a Marilyn en un libro publicado en 2012 y que ahora reedita Taschen, Marilyn & Me. Un mito, el de la Marilyn, que este 2021 no hará más que renacer: próximamente se estrenará en Netflix la película Blonde, basada en la novela de Joyce Carol Oates del mismo título y que se adentra en la vida de la actriz californiana con Ana de Armas como protagonista.
Es muy fácil reemplazar a un fotógrafo
“No seas tan arrogante”, contestó Marilyn a la broma de Schiller. “Es muy fácil reemplazar a un fotógrafo”. Una frase, también en clave de humor, que borró inmediatamente la sonrisa de la cara del fotógrafo. A mediados de 1962 Lawrence estaba lejos de ser un fotógrafo conocido. Tenía 25 años y acababa de abrir un estudio en Los Ángeles. Se dedicaba sobre todo a la fotografía publicitaria, pero de vez en cuando los editores de algunas de las revistas más relevantes le asignaban encargos importantes como seguir a Nixon durante la campaña electoral de 1960 –que acabó perdiendo frente a J.F. Kennedy–, o retratar a los asistentes al funeral de Clark Gable para Paris Match.
También lo solían mandar a fotografiar rodajes. Durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, las revistas ilustradas eran uno de los medios de comunicación más importantes para los estudios cinematográficos: que una revista como Time, Life, Look o The Sunday Times incluyesen reportajes sobre su próximo estreno, suponía una gran ayuda a la hora de promocionarlo a escala global. Fue en uno de estos trabajos, fotografiando para Look el rodaje de El multimillonario (1960) donde Schiller había conocido a Monroe. Poniendo en práctica una simpatía que reconoce que le ha ayudado mucho a lo largo de toda su carrera, Schiller le había caído en gracia a la estrella.
En los tres días que había pasado con ella en 1960 acabó descubriendo que la actriz tenía una personalidad que distaba mucho de la que mostraba en pantalla. Se encontró con una mujer inteligente, culta, que controlaba a la perfección su imagen y que le daba constantemente ideas para sus instantáneas. “Ella sabía mejor que nadie qué funcionaba mejor en cámara. Como actriz era enormemente insegura, pero como modelo no lo era en absoluto”, cuenta el propio Schiller en el libro.
La vida de Marilyn se había complicado bastante durante los dos años que habían transcurrido entre aquellas dos películas. Profesionalmente no le iba bien: El Multimillonario fue un fracaso comercial a pesar de incluir canciones tan emblemáticas como My heart belongs to daddy; y tampoco consiguió protagonizar Desayuno con diamantes a pesar de que Truman Capote hizo todo lo posible para que fuera contratada. El rodaje en 1961 de Vidas rebeldes fue un infierno: la actriz sufría de cálculos en el riñón, problemas oculares y una severa adicción a las pastillas para dormir. Para colmo, tras la filmación, otra de las estrellas de la cinta, Clark Gable, murió y Monroe fue culpada por los medios de su fallecimiento debido a las largas horas de espera a las que sometía al equipo bajo el duro sol del desierto de Nevada.
Lo peor, sin embargo, estaba en su vida personal. Tras cuatro años de matrimonio, se divorció de Arthur Miller justo al terminar Vidas rebeldes, cuyo guion él había firmado. Y después tuvo un corto romance con Frank Sinatra que agravó más si cabe sus problemas emocionales. Tocó fondo al ser ingresada contra su voluntad durante tres días en una celda acolchada de un hospital psiquiátrico de Nueva York, de donde la sacó su exmarido Joe DiMaggio.
Pero a pesar de toda esta tormenta de problemas, en 1962, la 20th Century Fox requirió sus servicios: tendría que adelgazar diez kilos para protagonizar Something’s Got to Give. Y no tenía opción: estaba obligada por contrato.
Esa escena de la piscina
Schiller pasó varios días fotografiando a la actriz en su camerino o preparando escenas junto al resto del elenco, que incluía a Dean Martin y a Wally Cox, pero desde que había leído el guion de la película sabía que las mejores fotos llegarían cuando se rodase la escena en la que Marilyn nadaba en una piscina bajo la atenta mirada de Martin. Ese era el momento clave, el que traería las portadas que tanto ansiaba el estudio, Monroe y el propio fotógrafo. Cada uno, por motivos diferentes.
En el plan de rodaje quedaba claro que Marilyn aparecería desnuda, pero nadie se imaginaba que la actriz fuera a estar realmente desnuda. Cuando, tras de una larga espera, apareció para la filmación, llevaba un albornoz azul y debajo un bikini del color de su piel. Se tiró a la piscina y Schiller comenzó a disparar con dos cámaras, una en color y otra en blanco y negro.
Conforme Marilyn chapoteaba en la piscina, el fotógrafo se dio cuenta de que primero desapareció la parte de arriba de su bikini y luego, el resto. Entre las tomas, la actriz posaba, se lo estaba pasando muy bien. “Marilyn era el sueño de cualquier fotógrafo con la ropa puesta y mucho más sin ella”, relata Schiller. “Su piel húmeda brillaba, su mirada era radiante. Le faltaba una semana para cumplir 36 años y estaba mejor que nunca. Se mostraba increíblemente segura delante de la cámara y su confianza era contagiosa. En aquel momento, no había ni rastro de aquella mujer que había pasado por tantas dificultades a lo largo de su vida”.
Cuando la sesión terminó tras un par de horas, Schiller sabía que el material que tenía era de primera calidad. Dieciséis rollos de 36 exposiciones en blanco y negro y tres en color. Y aunque todavía faltaba que Monroe revisara y aprobara las imágenes, sabía que no iba a ser muy estricta, ya que necesitaba la publicidad. La competencia en Hollywood era brutal en aquella época: mientras Marilyn estaba rodando Something’s Got to Give, Anne Bancroft y Patty Duke protagonizaban El milagro de Ana Sullivan; Bette Davis y Joan Crawford estaban con ¿Qué fue de Baby Jane?; Katharine Hepburn interpretaba Larga jornada hacia la noche de Eugene O’Neill; Geraldine Page y Paul Newman Dulce pájaro de juventud; Lee Remick y Jack Lemmon iban a empezar con Días de vino y rosas y Gregory Peck encarnaba al abogado Atticus Finch en Matar a un ruiseñor.
Marilyn dio su autorización para que se publicaran más de cincuenta instantáneas. El resto fueron destruidas por Schiller al día siguiente, ajeno al valor histórico y comercial que las imágenes hubieran adquirido solo unos meses después. “Vivía en el presente y no en el futuro”, afirma en el libro. La actriz puso otra condición: que ninguna de las revistas que las publicaran hablasen de Elizabeth Taylor en ese número.
Mientras Schiller estaba ocupado en las negociaciones con las revistas interesadas en las fotos, el rodaje de la película seguía adelante, pero el ambiente de la producción se había enrarecido hasta alcanzar un nivel casi insoportable. Los directivos del estudio estaban enfadados por los continuos retrasos que el comportamiento de Marilyn había provocado en la película. Llegaba tarde, abandonaba el set para asistir a compromisos personales (como ir a cantar el cumpleaños feliz al presidente Kennedy) o decía que estaba enferma. Así que la Fox, después calcular que la conducta de la actriz le había costado más de medio millón de dólares, y comprobar lo poco que se había rodado, decidió despedirla, demandarla por daños y perjuicios y poner fin al proyecto.
Aunque ya no había película que promocionar, a los editores no les costó encontrar un nuevo enfoque para las fotos y la revista Life fue la primera en sacar en portada una de las imágenes de Marilyn junto a la piscina el 16 de julio de 1962. A esta publicación le seguirían muchas más por todo el mundo, lo que convirtió a Schiller en un fotógrafo famoso y le proporcionó el suficiente dinero como para dar la entrada de una casa. “Voy a colgar un cartel en la puerta que diga: ‘La casa que Marilyn compró”, bromeaba Schiller con la actriz en aquellos días. Ella le dijo que le hacía muy feliz haberle ayudado a conseguirlo.
Marilyn también estaba muy satisfecha con toda la publicidad que las fotos estaban generando. Schiller le llevaba cada pocos días más revistas nacionales y extranjeras con su imagen en portada, que ella tenía desparramadas por su salón.
La última vez que la visitó en su casa, se encontró a la actriz cuidando de las flores del jardín, con el pelo suelto, sin maquillaje y con un sencillo vestido blanco. El fotógrafo la notó un poco más brusca de lo habitual, le entregó las revistas, otro set de fotos para su aprobación que estaba destinado a salir en Playboy y le dijo que se iba de vacaciones unos días a Palm Springs. Quedaron en hablar a su vuelta y se despidieron como siempre.
5 de agosto de 1962
Al segundo día de estar en la playa, una llamada despertó a Schiller antes de las 7 de la mañana. Habían encontrado a Monroe muerta en su dormitorio. Todo apuntaba a que la causa del fallecimiento había sido una sobredosis de barbitúricos, las pastillas que usaba para conciliar el sueño. En la prensa se hablaba de suicidio, pero en su último encuentro Marilyn no le había parecido una persona que desease morir. “Por otra parte, ¿qué pinta tiene una suicida?”, se pregunta el fotógrafo en el libro.
La conmoción fue total. Schiller acudió a casa de la estrella con su cámara y nadie le pidió ningún tipo de acreditación; tanto Life como Paris Match le habían asignado cubrir los acontecimientos de la muerte de Marilyn y su entierro, que acabó organizando su exmarido, Joe DiMaggio. Aunque el matrimonio entre ambos había sido un desastre –sobre todo por los celos de él–. de alguna manera el exjugador de béisbol se sentía todavía responsable de la actriz.
En el funeral se echó de menos a muchas de las personas que habían marcado la vida de la estrella. “Sus compañeros de Con faldas y a lo loco, Jack Lemmon y Tony Curtis, no estaban allí”, recuerda Schiller. “Los directores George Cukor, John Huston, Billy Wilder y Elia Kazan no estaban allí. Su primer marido, Jim Dougherty, y su tercer marido, Arthur Miller, tampoco. Frank Sinatra, Peter Lawford, Dean Martin y Wally Cox, tampoco. Los hermanos Kennedy tampoco. Se comentaba que DiMaggio se había asegurado de que aquellos que él pensaba que habían destruido la vida de la actriz no fueran invitados a presentarle sus respetos”.
Lee Strasberg, que había sido profesor de Monroe en el Actor’s Studio, fue el encargado de pronunciar unas palabras en el funeral que quizá son las más sensibles y, a la vez, las más certeras a la hora de decodificar a un personaje tan complejo como fue la actriz californiana. Se refirió a ella como “una leyenda” y la describió como un “ser humano cálido, impulsivo, tímido y solitario. Sensible y con mucho miedo a sentirse rechazada”. Habló de la esperanza que tenía en un futuro que ya nunca llegaría y también de “su luz, una combinación de melancolía, brillo y deseo, que la apartaba del mundo y a la vez hacía que todos se sintieran atraídos hacia ella”.
Con el paso de los años, el mito de Marilyn se hizo más y más grande. Según Schiller, Monroe es mucho más famosa hoy en día de lo que nunca lo había sido en su época. Y, en parte, las fotos de aquel día han contribuido definitivamente a ello, porque muestran a la persona de la que hablaba Strasberg en su parlamento en el funeral. Una mujer excepcional pero que encerraba también un misterio insondable. Que encarnaba esa mezcla contradictoria de tristeza y soledad en medio de una nube de aduladores. La crónica de Schiller, por su parte, complementa esa visión y recrea ante nosotros a una mujer real, viva y extraordinaria cuya vida se terminó de una forma brusca e inesperada.
“Marilyn sigue siendo una presencia viva y extraordinaria en mi vida”, concluye Schiller, que hoy tiene 84 años y vive en Nueva York, en el último párrafo del libro. “Aún pienso en ella a menudo”.