Una escalinata ancha da la bienvenida y se retuerce suave y elegante hacia el primer piso. El vestíbulo principal es amplio, de techos altos y pasillos largos, y con un poco de fantasía es fácil imaginarse a la estrella de Hollywood, Kim Novak, taconeando la moqueta roja, entre esculturas doradas y muebles de ébano, en dirección al restaurante o la discoteca del Grande Hotel, un recinto que desde su fundación en 1954, en la ciudad mozambiqueña de Beira, fue construido para impresionar. Era tal el lujo y la exclusividad de aquel edificio frente al Índico que en época de dominio portugués en Mozambique fue bautizado como el orgullo de África y hospedó a mandatarios de todo el mundo.
La imagen del hotel cuando fue inaugurado en 1954.
Pero ya no queda nada de aquel resplandor. Abandonado desde hace medio siglo, en las ruinas del Grande Hotel malviven hoy 700 familias, casi 4.000 personas, que ocupan cada rincón del edificio. O de su esqueleto: el parquet, los muebles, los revestimientos dorados o incluso los cables eléctricos fueron arrancados hace tiempo y en el recinto, sin agua ni electricidad, se acumulan montañas de basura y excrementos. Familias pobres, la mayoría originarias de zonas rurales, se amontonan en las 116 habitaciones, los huecos del ascensor, debajo de la escalera, los baños, la cocina, el último recoveco del bar o la antigua sala de baile. En algunas zonas, han atado cartones a modo de paredes para separar las diminutas estancias de cada familia y, en el jardín, la antigua piscina olímpica semi vacía sirve de lavandería. El Grande Hotel es casi una ciudad: también aloja una pequeña iglesia y un cine a la entrada, donde proyectan películas de artes marciales y partidos de fútbol.
En el hotel no hay agua ni electricidad y se acumulan montañas de basura y excrementos (Captura de video).
José Fernando Marques es pescador y vive desde hace más de 20 años en una esquina de la discoteca con su esposa, Julia Chibanti, sus cinco hijos y otras decena de familias más. “Aquí vivimos para sobrevivir, quien tiene recursos se marcha”, dice. El lugar está oscuro, lleno de humedades y en un lateral de la pista de baile han colocado una pizarra rota donde se imparte clase a los niños. José Fernando se queja de la suciedad y de la ausencia de apoyo gubernamental: “cualquier día habrá un incendio y ocurrirá una desgracia”, aunque dice que los residentes se auto gestionan y hay un comité, con coordinadores en cada bloque, que expulsa a quien mercadea con droga o roba a los demás.
Unas 4.000 personas habita en el hotel abandonado, en condiciones inhumanas (Captura de video).
No siempre evitan los accidentes. El secretario general y máxima autoridad en el edificio, João Gonzálvez Colete, nos recibe desolado porque el día anterior un niño falleció al caerse del ático. “Jugaba delante de su madre y su abuela y… fue una desgracia”. Colete sube por una escalera sin barandilla y muestra un pasillo oscuro, con charcos en el suelo, donde una docena de niños juega a la mancha. Asegura que nadie paga alquiler pero que el edificio superó hace años su capacidad máxima. “Somos demasiados y hay demasiada basura, sufrimos malaria o diarrea constantemente”.
La antigua piscina olímpica semivacía sirve de lavandería (Captura de video).
Si dentro del hotel la decadencia es evidente, desde la acera de enfrente la imponente silueta de 25 metros de altura rememora la joya que fue. Cerrado desde 1963 por la falta de huéspedes, aunque la piscina y el bar siguieron abiertos a los clientes blancos, el hotel fue ocupado por militares cuando en 1977, dos años después de la independencia, estalló la guerra civil.
Una señora cocina cuatro papas en uno de los cuartos del hotel, donde vive (Captura de video).
Al calor de una cerveza, el sexagenario coronel André Lokotongo recuerda cuando instaló una base militar en el hotel durante la guerra. “Desde el ático podías divisar toda la ciudad y muchas familias de militares ocuparon las habitaciones. En el sótano había prisioneros”. Cuando a principios de los ’80 la vecina Zimbabue se independizó, Lokotongo fue el encargado de abrir un corredor neutral para el comercio de ese país hacia el Índico. La relativa paz en Beira atrajo a miles de campesinos que huían de las atrocidades de la contienda y el Grande Hotel se convirtió en un campo de refugiados vertical. Pensaban que sería un hogar temporal, hasta que volviera la paz. Se equivocaron. La pobreza que se incrustó en la posguerra (hoy más de la mitad de los 29 millones de mozambiqueños son pobres) mantiene al Grande Hotel como símbolo de los desheredados del país.
Xavier Aldecoa – Diario La Vanguardia.