ASUNCIÓN — Ni siquiera el titular de la Secretaría Nacional Antidrogas de Paraguay podía creer lo que estaba pasando.
En octubre, funcionarios de ese país dijeron haber frustrado un plan para utilizar un coche bomba con 84 kilogramos de explosivos que tenía como objetivo liberar a un capo de la droga arrestado.
Días después, hombres fuertemente armados amenazaron con asesinar a la fiscal general de Paraguay en un video. “Tu cabeza tiene precio”, advirtieron.
Y entonces ocurrieron dos homicidios espeluznantes: una abogada que representaba a narcotraficantes fue asesinada cuando salía de una reunión y una joven fue apuñalada hasta la muerte durante su visita a un narcotraficante en prisión.
“Lo último fueron escenas que uno puede ver únicamente en las películas”, dijo Arnaldo Guizzio, titular de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad).
Los crímenes tienen algo en común: la violencia que se desborda desde Brasil. La guerra contra el narcotráfico ya ha ayudado a desatar un nivel de violencia récord en la nación más grande de América Latina y ahora se está extendiendo más allá de las fronteras brasileñas para arraigarse en Paraguay y en sus de por sí débiles instituciones.
Gran parte del caos en la región ha sido incitado por las armas estadounidenses. En 2017 Paraguay recibió casi 35 millones de armas y municiones, más del triple que en el año anterior, según datos del gobierno estadounidense obtenidos por The New York Times. Eran tantas las armas que se enviaban a Paraguay que, después de notar el aumento en el volumen, los funcionarios estadounidenses tomaron medidas extraordinarias para frenar la exportación de armas comerciales a ese país.
Gran parte del armamento se transportó después en secreto desde territorio paraguayo a partes de Río de Janeiro y São Paulo que estaban en control de grupos y comandos narcotraficantes que cuentan con decenas de miles de soldados de a pie.
Paraguay comparte una frontera apenas vigilada de 1365 kilómetros con Brasil y desde hace tiempo ha sido un centro para el contrabando y el lavado de dinero. Es un país productor de marihuana, con un dinámico mercado de armas de fuego, que funge como eslabón en la cadena de tráfico de cocaína desde Bolivia.
Ahora poderosas pandillas de Brasil se aprovechan de la laxitud de las leyes de armas, así como de la corrupción policiaca y del débil sistema judicial paraguayos para afianzarse en el país. Estas organizaciones criminales “ya no consideran al Paraguay como un país extranjero, lo ubican como parte de su territorio criminal”, comentó Guizzio, de la Senad.
Los funcionarios paraguayos reconocen que erradicar la influencia de las bandas es un desafío institucional importante.
“Se está permeando el crimen organizado hacia Paraguay”, dijo la senadora Georgia Arrúa, representante de Alto Paraná, estado fronterizo que se ha visto convertido en un campo de batalla cada vez más mortífero debido a las disputas entre grupos rivales de narcotraficantes que pelean por el control de las rutas de contrabando. “La única forma de luchar contra eso es con leyes y justicia fuerte. Uno de los poderes mas corrompibles es el poder judicial”.
Juan Ernesto Villamayor, ministro del Interior de Paraguay y quien lidera las fuerzas policiacas del país, dijo que el presidente Mario Abdo Benítez —cuyo mandato comenzó en agosto— tomó las riendas de un gobierno asfixiado por la corrupción.
“Poner en orden este sistema implica desalojar a una serie de actores poderosos”, indicó Villamayor en entrevista.
Durante años se han vuelto más claras las señales de que Paraguay enfrenta un problema de crimen organizado cada vez peor.
En abril de 2017, una banda de criminales incendió autos por toda Ciudad del Este, una urbe cercana a la frontera con Brasil y Argentina, con el fin de distraer a la policía mientras asaltaban a una empresa española de transporte de fondos; usaron una bomba para acceder a la caja fuerte. Tras robar millones de dólares, algunos de los ladrones escaparon hacia Brasil por medio de botes.
Sin embargo, la magnitud de los desafíos de seguridad de Paraguay y la debilidad de sus instituciones han quedado expuestos principalmente por la detención en diciembre de 2017 de Marcelo Pinheiro Veiga, capo brasileño al centro de todo este caos.
Veiga, conocido como Marcelo Piloto, era fugitivo de Brasil desde 2007, cuando escapó de prisión después de cumplir diez años de una condena total de veintiséis. Se convirtió en blanco principal de los agentes del orden brasileños y estadounidenses después de escapar a Paraguay, en 2012; fue entonces que comenzó a aumentar el contrabando de armas y drogas en distritos de las ciudades brasileñas controladas por la pandilla Comando Vermelho.
Durante las últimas semanas de 2017, tras meses de revisar comunicaciones interceptadas y de reunir datos con informantes, los agentes de la Administración para el Control de Drogas (DEA) en el consulado estadounidense en Río de Janeiro descubrieron que Veiga estaba operando desde una casa común y corriente en Encarnación, pequeña ciudad en el sur paraguayo.
Los estadounidenses les comunicaron las coordenadas de la casa a sus homólogos en Paraguay y esperaron.
El 13 de noviembre de 2017, los agentes antinarcóticos de Paraguay irrumpieron en la casa de Veiga. Lo encontraron en su sala, en cuclillas al lado de un árbol de Navidad, ya adornado con luces decorativas, y lo esposaron sin mayor problema. Los agentes de la DEA celebraron el arresto en el consulado de Río de Janeiro, que en años recientes ha desempeñado un papel más enérgico —aunque en gran parte invisible— en la guerra contra el narcotráfico en Brasil.
“Hubo mucha celebración”, dijo un funcionario estadounidense de alto rango que pidió el anonimato porque no tiene permitido discutir el asunto. “Fue un logro importante”.
La Senad paraguaya anunció la captura como un parteaguas en la lucha contra el crimen organizado. No obstante, los funcionarios brasileños y estadounidenses se mostraron impacientes cuando las peticiones para extraditar a Veiga —detenido en Paraguay por cargos de falsificar documentos— parecieron estancarse.
A principios de este noviembre, Veiga convocó una conferencia de prensa con la aparente intención de retrasar aún más la extradición a Brasil; el proceso se había vuelto prioritario para los paraguayos después de detener el plan para liberarlo con ayuda del coche bomba.
Veiga, rodeado por periodistas, negó ser cómplice de aquel plan para atacar el centro donde estaba detenido. Después mencionó una serie de delitos que dijo haber cometido en Paraguay, un reconocimiento de culpa que parecía tener como objetivo evitar que lo enviaran a Brasil. Acusó a un alto comandante de la policía de haber formado parte de su nómina, reconoció haber traficado armas durante años y admitió el asesinato de personas en Paraguay.
En una entrevista con The New York Times desde su celda, el pasado 17 de noviembre, Veiga dijo que Paraguay estaba ansioso por extraditarlo a Brasil porque un juicio en el primer país expondría una red de colusión entre políticos, fuerzas de seguridad y narcotraficantes.
Veiga dijo estar resignado a pasar mucho tiempo tras las rejas, aunque recalcó que las condiciones de su detención en Paraguay —donde su pequeña habitación tenía un refrigerador, un televisor y un baño privado— eran mucho mejores que las que tendría en una prisión de máxima seguridad en Brasil.
“Soy traficante, pero hay muchos otros”, dijo. Indicó que varios hombres como él son solo eslabones de bajo nivel que se pueden remplazar fácilmente en la cadena. Los funcionarios del gobierno “no quieren encontrar a los verdaderos narcotraficantes”, aseguró.
Poco después de que terminó la entrevista, alrededor del mediodía, llegó al centro penitenciario Lidia Meza Burgos, de 18 años, proveniente de un pueblo pobre en el sur de Paraguay. Se registró como visita y la llevaron a la celda de Veiga. Las autoridades paraguayas dicen que trabajaba como prostituta.
Una vez adentro, a decir de los policías, Veiga apuñaló a la joven en el cuello y en el torso; le encajó un cuchillo de mesa dieciséis veces hasta matarla.
Las autoridades describieron el crimen como un intento descarado para obligar al gobierno paraguayo a procesarlo por el cargo de asesinato y retrasar así la extradición.
El gobierno hizo exactamente lo opuesto. El presidente Abdo Benítez aprovechó un mecanismo legal que le da el derecho de expulsar individuos por motivos de seguridad nacional.
Y dos días después de la entrevista, la mañana del 19 de noviembre, Veiga fue transportado en avión a Brasil para que termine de cumplir ahí el resto de su sentencia pendiente de veintiséis años, además de una posible larga lista de cargos nuevos.
Para explicar su decisión, Abdo Benítez dijo: “Que nuestro país no sea tierra de impunidad para nadie”.