Treinta y ocho niños y niñas menores quedaron huérfanos por feminicidio en el segundo semestre de 2022. El número puede ser mayor porque no siempre los medios informan sobre la maternidad de las víctimas. Dos de ellas estaban embarazadas, una de ocho meses y la otra de menos de dos.
El 11 de agosto, el presidente Luis Abinader anunciaba durante un acto del Ministerio de la Mujer su intención de enviar al Congreso el proyecto de Ley Integral de Prevención y Atención a la Violencia Contra las Mujeres, un objetivo perseguido por los grupos de mujeres desde hace alrededor de una década sin que hasta hoy se vislumbre su concreción.
Casi en el mismo momento en que la promesa volvía por sus fueros, Yoevely Fernández Aquino, de 29 años, era asesinada por su expareja delante de sus dos hijas y su hermano más pequeño. Ahogados en la efusión de su sangre quedaron los sueños de futuro que fue construyendo pese a sus adversas circunstancias sociales y personales. Si el machismo no detiene su andadura para siempre, en este enero hubiera alcanzado el sueño de graduarse de licenciada en Educación por la UASD.
Ella, como otras cinco mujeres de las 30 asesinadas entre agosto y diciembre del año pasado por sus parejas o exparejas, había logrado una orden de alejamiento que no le sirvió para evitar la muerte. Cuando Yoevely acudió a la justicia por tres intentos de feminicidio en su contra, el juez desestimó la petición de prisión preventiva y le impuso al agresor la presentación periódica. El feminicida de Rosa Soto Martínez se benefició de la variación de la medida de coerción y salió directamente de la cárcel a matarla.
Hasta ese 11 de agosto en que habló el presidente y murió Yoevely, 42 mujeres habían corrido la misma suerte. Otras 26 lo harán después. Un total de 69 mujeres a las que el machismo cultural y la indiferencia sistémica convirtieron en víctimas frente a las cuales la sociedad prefiere mirar para otro lado sin sonrojarse. La edad promedio de las asesinadas es de 26 años. Tres de ellas, tenían 17. Niñas todavía.
Pero no solo la sociedad hace como si no pasara nada. El Estado y sus poderes no han sabido hasta hoy —o voluntariamente no han querido— ser garantes de la vida de las mujeres amenazadas de manera inmediata o potencial. Por el contrario. Poco a poco se han ido desmontando las posibilidades de introducir cambios en el imaginario y la cultura social que fomentan y normalizan el feminicidio. Para muestra, un botón: la anulación de la escuela como espacio para educar contra la violencia de género. “¿Política de género? Si se refiere a que los niños/as tengan las mismas oportunidades de recibir una educación de calidad, ser formados para una profesión en igualdad de condiciones y salarios y sin discriminación por el sexo, el MINERD cumple con todos los principios, cierto?”, escribió impertérrito el ministro Ángel Hernández en su cuenta de Twitter.
Frente a la indiferencia del poder político y la apatía cómplice del sistema “preventivo”, no extraña que las muertes de estas mujeres jóvenes, madres, hijas, hermanas, trabajadoras y, casi en su totalidad, pobres y muy pobres, apenas merezcan una efímera atención de los medios. Unos medios que destacan en primer lugar el nombre del feminicida y su “inexplicable” conducta, despojando a la víctima de su biografía, es decir, de su humanidad. Hay que repetirlo: ella pasa a ser un nombre en una nota con frecuencia amarillista, nutrida por el rumor y el prejuicio. Como sustrato, la certeza de que “algo hizo ella” que provocó su propia muerte. El plato del próximo feminicidio está servido.